La sociedad deformada
Por Marino Beriguete
Hay momentos en que un país parece mirarse al espejo y no reconocerse. Uno ve el reflejo torcido, como si un vapor oscuro hubiera empañado los rasgos que lo hacían digno y confiable. A eso se asemeja nuestra vida pública. A una figura que alguna vez fue erguida y que ahora camina encorvada, sin saber si avanza o retrocede. Se habla de progreso y de crecimiento, pero lo que asoma detrás de esas palabras es una inquietud que nadie quiere admitir: estamos viviendo en una sociedad deformada.
La educación, que debería ser el cimiento donde se moldean ciudadanos capaces, ha ido perdiendo firmeza. La mayoría de nuestros profesionales proviene de instituciones estatales que hace tiempo dejaron de ser espacios de debate y excelencia. Ya no se exige rigor. Se entrega un título y se deja que la vida haga el resto. Muchos jóvenes cruzan la línea de llegada sin haber corrido la carrera. Luego los vemos ejercer, decidir, dirigir, como si el país fuera un laboratorio donde se puede improvisar sin consecuencias. Así se construye el primer pliegue de esa deformación.
A esto se suma una realidad más cruda. La corrupción dejó de ser una excepción para convertirse en el idioma cotidiano. Cuando el cura ajusta sus cuentas a escondidas, cuando el empresario manipula para obtener ventajas, cuando el político miente con la naturalidad de quien respira, cuando incluso el vendedor de la esquina intenta engañar en la cantidad de los plátanos que nos vende, uno entiende que algo profundo se ha roto. No hablamos de simples actos aislados. Hablamos de una costumbre que se extiende como humedad en una pared ya agrietada.
¿Qué hacer? La pregunta la escucho una y otra vez. La formulan con resignación, como si fuera un ritual que nadie espera responder. Hace poco conversaba con Carlos Castro, teatrista de vocación y sociólogo natural. Me hablaba de estos mismos males mientras el café se enfriaba. Él pensaba en una obra que retratara la decadencia. Yo pensaba en este artículo. Pero enseguida surgía una duda que nos dejaba en silencio. De qué vale escribir, denunciar, exhibir la herida, si la sociedad misma se comporta como espectadora indiferente y en cada elección decide entregar su voto al peor de los candidatos. Parece que hubiera una fascinación por repetir los errores. Como si creyéramos que el país va a cambiar sin que cambiemos nosotros.
La ruta que seguimos es triste. Muy triste. Los políticos han fallado y lo saben. Han contribuido a crear un clima donde la ficción de terror se vuelve posible. Si no corregimos el rumbo veremos calles dominadas por delincuentes, instituciones debilitadas, una justicia que habla alto, pero sentencia bajo. Veremos barrios controlados por quienes no respetan ley alguna, un turismo que se desmorona, familias que buscan salvación fuera del país, y un espejo que nos mostrará la misma sombra que pesa sobre Haití. Ese destino no es una fantasía. Es un aviso.
Pero nosotros seguiremos aquí. Esa es nuestra ventaja y también nuestra responsabilidad. No podemos abandonar el país porque el país somos nosotros. Si queremos una vida distinta tenemos que construirla.
Se necesita una ciudadanía más consciente, más exigente, más valiente. Una ciudadanía que reclame un gobierno honesto y que no permita que los políticos se conviertan en dueños del poder. La democracia solo vale si quienes la sostienen están despiertos. Solo entonces podremos enderezar el reflejo y volver a ver un país que no nos avergüence, sino que nos inspire a seguir luchando por él.
Demuéstreme que estoy equivocado…

