La última masacre

Farid Kury

La noche del 30 de mayo de 1961, cuando el dictador Rafael Trujillo fue muerto a tiros en el malecón de Santo Domingo por siete corajudos héroes, su hijo Rafael Trujillo Martínez, Ramfis, se encontraba en Francia desde hacía meses. Fue llamado primero por su madre, María Martínez, y luego por su cuñado, el coronel Luis José León Estévez. No le dijeron que su padre ya era un cadáver. Sí le dijeron que debía regresar inmediatamente. Pero él intuyó que algo grave había pasado y decidió regresar a la República Dominicana.

Poco después fletó un avión de Air France que lo trajo a Santo Domingo. Todos sus esfuerzos se iban a concentrar en vengar la muerte de su padre, y sería una venganza terrible. Algunos, como sus tíos Negro y Petán, lo instaban a ponerse los pantalones del padre y asumir el liderazgo de la nación, dándole de lado al «dudoso» presidente Balaguer. Querían que calzara las botas del tirano, que fuese «digno de ser su hijo», que continuara su legado. Pero Ramfis no estaba en eso. En el transcurso de los días le iba tocar enfrentarse a un país reclamando libertades públicas en medio de sanciones económicas que estrangulaban la economía. Iba a lidiar con una nación dividida y convulsionada. La muerte del Jefe había abierto las compuertas, cerradas mucho tiempo.

El hombre no estaba preparado para enfrentarse a ese amasijo de contradicciones. No tenía la habilidad ni el temperamento para manejar bien todos esos hilos llamados a romperse en cualquier momento. Eso no era lo suyo. Quien sí podía enfrentarse a ese ambiente era el presidente Joaquín Balaguer, un hombre preparado para torear los vaivenes del poder. El no. Pero tan fuerte era la agitación política que ni siquiera Balaguer pudo permanecer mucho tiempo al frente del Estado. El 18 de enero de 1962, se asiló en La Nunciatura, y el 7 de marzo se marchó a un corto exilio de 4 años.

Lo de Ramfis era la venganza pura y simple. Vino para matar a los matadores del papá, no a gobernar. Vivía sumergido en profundas depresiones. Deprimido, se encerraba a menudo en su casa de Boca Chica, entregado al alcohol y rodeado de guarda espaldas y mujeres. Y esperando el adecuado momento para asesinar a los héroes del 30 de mayo y marcharse.

II

Algunos de los conjurados como el teniente Amado García Guerrero, Antonio de la Maza y Juan Tomás Díaz, serían muertos en enfrentamientos a tiros con los «caliés» del SIM. El 2 de junio, el teniente García fue muerto en la casa de una tía suya en la calle San Martín cuando fue delatado por el colmadero de la esquina, y Antonio de la Maza y Juan Tomás Días fueron acribillados en la avenida Bolívar, frente al supermercado Reed, a escasos metros del Parque Independencia.

Fueron afortunados. De haberlos capturados vivos hubiesen sufrido, antes de ser asesinados, torturas terribles, solo parecidas a las sufridas por Pupo Román y Miguel Angel Báez Díaz. Pero los otros no tuvieron esa suerte. Los otros fueron apresados y torturados por el propio Ramfis hasta lo indecible. Las mayores torturas las recibió Pupo Román, antes de ser asesinado, amarrado a un árbol, por el propio Ramfis. Lo de Pupo fue una verdadera tragedia. No reivindicado por nadie, ni por trujillistas ni por antitrujillistas, considerado por unos como un traidor y por otros como un cobarde, su cuerpo fue mutilado y lanzado al mar Caribe. Era el hombre de la etapa política del complot. Pero ¿Qué podía hacer el pobre Pupo? Pocas cosas. El heroísmo muchas veces va acompañado de ingenuidad.

El 18 de noviembre les llegó el turno a Pedro Livio Cedeño, Huáscar Tejeda, Salvador Estrella Sahdalá, Roberto Pastoriza y Tunti Cáceres. Insistentes rumores corrían por la ciudad que anunciaban la masacre. Se decía que serían sacados de la cárcel para llevarlos al lugar donde fue ejecutado el tirano. Pero se presentía que serían ejecutados ese día por Ramfis. Algunas de las esposas, desesperadas por salvar a sus maridos, de la muerte que se veía venir, se movieron por todos los lados. También una comisión de la Unión Cívica encabezada por Angel Severo Cabral visitó al presidente Joaquín Balaguer y le explicaron sus temores. Le pidieron que sean entregados al sistema judicial o que sean liberados. Pero el doctor, evasivo, no prestó atención a esas preocupaciones, pese a la gravedad de las circunstancias. Les dijo: «El general Ramfis Trujillo ha dicho que él está solo usando los prisioneros para reconstruir el crimen, y ellos serán llevados a jucio».

Pero que va, no se trataba de eso, y Balaguer lo sabía, y lo sabía todo el mundo. Era voz populix que Ramfis los mataría. Las horas corrían sin que nadie pudiera detener sus planes, bien planificados y con mucha antelación por él.

Efectivamente, ese día los héroes fueron sacados de la cárcel La Victoria, llevados al Palacio de Justicia de Ciudad Nueva, y luego al lugar donde fue ajusticiado el tirano, donde se les practicó un simulacro de interrogatorio. De la Avenida no fueron devueltos a La Victoria. Fueron llevados a la Hacienda María donde los esperaban Ramfis y sus matones.

III

El escritor neozelandés Bernard Diederich, en su libro «Trujillo, la Muerte del Dictador», página 240, narra lo ocurrido en la Hacienda María:

«Era tarde cuando una vagoneta de la policía llegó a Hacienda María procedente de Ciudad Trujillo. Se le permitió que prosiguiera y se estacionara frente a la villa, a menos de cien yardas de una linda playita de arenas blancas.
Pedro Livio fue sacado de la vagoneta policial y conducido en dirección hacia la casa. Lo colocaron de pie, solo, frente a uno de los cocoteros, de espaldas al Caribe. Le amarraron los brazos a las espaldas y alrededor del árbol, y lo esposaron de nuevo.
A quince pies de distancia, Ramfis y sus amigos íntimos estaban de pie en la galería, tomando tragos. En rápida sucesión, estalló una llamarada provocada por los disparos hechos desde la galería. En la media luz, Ramfis y su grupo vieron cuando Pedro Livio cayó de lado y su cuerpo se detuvo en su caída, en un montón de yerba que había al pie del árbol.
Interrumpiendo el programa para beber más, Ramfis y sus compañeros de ejecución siguieron el mismo procedimiento asesinando a los otros cinco hombres. Modesto Díaz, Roberto «Fifi» Pastoriza, Huáscar Tejeda, Salvador Estrella y Tunti Cáceres…
Dos oficiales de la fuerza aérea llegaron en una vagoneta sin identificación y cargaron los seis cadáveres. Salieron con ellos, y jamás han sido localizados. Algunos creen los seis han sido incinerados en la base aérea de San Isidro mientras otros creen que fueron arrojados al mar para que sirvieran de pasto a los tiburones».

Fue la última masacre de Ramfis y de los Trujillo. Cumplida su misión se subió a la fragata Presidente Trujillo y se largó a Europa para no volver jamás a tierras dominicanas. Murió ocho años después, en 1969, a causa de un accidente en Madrid. Nunca nadie se interesó en extraditarlo para hacerlo pagar por esa masacre y por otros tantos crímenes. Lamentablemente.

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