La utopía de un mañana ético

Rafael Narbona

Así como Netanyahu se ha convertido en el principal promotor del antisemitismo, las distintas iglesias cristianas se han transformado en las mayores fábricas de ateísmo y odio al fenómeno religioso. La institucionalización de la espiritualidad solo ha servido para transformar la religión en un instrumento al servicio del poder político y económico. Invenciones absurdas y crueles como la idea del infierno, el parto virginal o la doctrina del pecado original han provocado que la idea de Dios se asocie a la crueldad, la venganza y la opresión. La historia nada ejemplar de las iglesias, que han acumulado bienes, promovido matanzas y abusado de los inocentes, solo ha fortalecido ese fenómeno.

Pese a todo, yo albergo una profunda inquietud espiritual. No creo en dogmas ni en catecismos, pero sí en la esperanza de un mañana ético. La eternidad puede interpretarse como ese «reino de los fines» del que habló Kant. Es el lugar donde las víctimas son rescatadas del olvido y la historia supera todos sus fracasos. Nunca podremos demostrar la existencia de ese mañana ético mediante la experiencia, pero si eliminamos su posibilidad, si negamos radicalmente su existencia, Auschwitz, Gaza, My Lai, las fosas de Katyn, el genocidio de Ruanda o Hiroshima -por citar solo unos pocos ejemplos de una lista tristemente interminable- no serán únicamente las horas más trágicas del devenir humano, sino el fin de la historia para los inocentes inmolados por el odio y la ambición de poder.

Al postular un mañana ético, la intención de fondo no es simplemente negar la finitud mediante una pirueta metafísica, sino abrir el horizonte a un porvenir utópico. Eso sí, ese porvenir utópico empieza aquí y ahora. No se trata de prometer un paraíso a los infortunados, sino de luchar contra los agravios que sufren los más humildes y vulnerables. Por eso, la espiritualidad no puede ser una vivencia apolítica, sino un compromiso histórico, real y concreto con la creación de un mundo más justo y solidario. Como afirmó Ignacio Ellacuría, filósofo y sacerdote jesuita asesinado por el ejército salvadoreño, «nadie tiene derecho a lo superfluo hasta que todo el mundo disfrute de lo esencial».

Hoy en día, el principal enemigo de un mundo justo y en paz es el capitalismo salvaje sostenido por las teorías neoliberales. El neoliberalismo es una forma de materialismo. Rinde culto a los bienes materiales y justifica la explotación de las personas para garantizar el bienestar de una minoría privilegiada. Se disfraza de democracia para aplacar las protestas, pero su esencia es la desigualdad, el abuso y, en ocasiones, la destrucción de los pueblos, con el pretexto de la guerra justa.

Lo que hoy llamamos democracias solo son oligarquías empresariales. «La máxima autoridad en el planeta es la autoridad de los que sufren, sin que haya ningún tribunal de apelación» -escribe Jon Sobrino, teólogo de la liberación. La verdadera batalla cultural no es una batalla contra esa diversidad que tanto irrita a los integristas, sino «la batalla del lenguaje, creado y controlado por los poderosos. No hay que dejarse imponer la definición de lo que es terrorismo y paz, comunidad internacional y civilización. Más de fondo, no hay que dejarse imponer la definición de lo que es ‘lo humano’. Aceptar que existe un decir ‘políticamente correcto’ es facilitar muchas cosas al imperio. Los cristianos deberían ser, visceralmente, si se quiere, anti-imperio y pro-reino. El reino de Dios es el reino donde los pobres nos salvan y nos redimen del egoísmo y la insolidaridad. En esta lucha contra el imperialismo, los cristianos nos jugamos nuestra esencia”.

Frente a la inhumanidad promovida por el capitalismo, urge una espiritualidad o teología política que restaure la dignidad del ser humano y nos ayude a comprender que la verdadera riqueza no está asociada a la acumulación, sino a la alegría de compartir. «Los ateos -señaló Ernesto Cardenal- dicen lo mismo que decían los cristianos primitivos, que también fueron ateos». El culto al becerro de oro es el paganismo de nuestro tiempo. El amor al ser humano, especialmente al paria, explotado y marginado, es la espiritualidad del presente y yo creo firmemente que ese es el camino de la verdad y la vida.

 

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