La vida cotidiana bajo la tiranía de Ulises Heureaux
Por Miguel Ángel Fornerín
Navarijo (1951), reitero, es un fresco sobre la vida en Santo Domingo en el último cuarto del siglo XIX. Una obra que nos muestra cómo era la vida dominicana en un barrio de la capital. Cuando iniciaba el período liberal del partido Azul y se afianzaba la segunda República. Una esperanza traicionada por el héroe restaurador Ulises Heureaux, (Lilís), quien mantuvo por más de dos décadas una tiranía típica latinoamericana.
El dominicano de entonces era predominantemente campesino. Existían varias ciudades que muchas veces funcionan como ciudades-estados en un espacio donde había que viajar por mar, por ejemplo, desde la capital a San Pedro de Macorís o desde la capital a Santiago pasando por Samaná. Los caminos eran muy peligrosos y llegar a Santiago por tierra tomando el camino del Sillón de la Viuda tardaba tres días.
Los levantamientos eran constantes y un gobierno podía ser sucedido sin que una de las regiones recibiera la noticia. El transporte en recuas era lo más común, hasta que en ese periodo llegó el tren. Parece que estas se daban por muchos años hasta que el presidente Mon Cáceres y los interventores norteamericanos comenzaron a construir carreteras que conectan todo el país.
En la capital había una intensa vida religiosa. Se celebraban los días Santos y las procesiones eran muy concurridas. De ellas hace referencia Moscoso Puello en su libro. Los niños se alborotaban con el desfile de Las Mojigangas, los carnavales de agua o de San Andrés. Y la procesión de los huesos (115). Hubo una plaza de toros luego de la Anexión donde hoy está la plaza Bartolomé de Las Casas. Aunque a finales de siglo se corrió toros en el lugar donde hoy está el Parque Independencia (Alemar, 2009).
Los jóvenes universitarios también hacían el cante como lo hacían desde la Edad Media los de Salamanca (Cestero, 1913). La capital tenía la playa de Güibia como esparcimiento al sur y había una al margen del río Ozama.El dictador remodeló la Plaza Colón y en ella se plantaron flores (Troncoso de la Concha,19). Pero la ciudad era vetusta y sus edificios no eran buenos para la salud. En la ciudad había varios alambiques de ron.
En las boticas se hacían charlas y los intelectuales cubanos y puertorriqueños nos acompañaron en los deseos de que los mambises de Cuba vencieron al ejército que de esta había salido años atrás. Al lado del Palacio Borgellá estaba el teatro La Republicana. Tanto Moscoso como Cestero en La sangre hablan de las obras que allí se representaban: Rigoletto, Ruy Blas… Las señoritas estudiaban piano y alguna cantante lírica italiana mostraba su figura en las calles de la ciudad.
Había como siempre un gusto por los productos importados. El dominicano comía plátano, arroz y en esa época ya se llamaba “bandera dominicana” al junte de la carne con el arroz y habichuelas. Parece un remedo de la montería de la que narra Bonó en El montero (1854), la caza y el consumo de palomas. Los capitaleños monteaban y cazaban palomas en el espacio retirado de La Esperilla: “La caza de palomas… constituía el medio de vida para muchas personas” (37).
Una familia de clase mediana podía comer: gallina rellena, ensalada, pan de huevo, pescado en los días de Pascua de Resurrección, además de pastelitos, hojuelas; había en la mesa vino y anís, uvas, pera, turrón de Alicante, manzanas y dátiles… Conservando una tradición entre las fiestas religiosas y la comida que recordaba los orígenes hispánicos. También gustaban las hallacas venezolanas y pastelones y los dulces cubanos.
La actual avenida Independencia era el camino de Güibia y en ese espacio vivía la gente rica que tenía allí sus quintas. La ciudad tenía un barrio extrarradio: San Carlos y dos espacios satélites, Engombe y Los Minas de los que llegaban negros a vender sus productos: “Eran esos negros, llamados Minas, de alta estatura de piel de ébano, de nariz ancha y aplastada con ventanas abiertas, frente anchas y cabellos oscuros ensortijados… Bailaban y tocaban atabales…” La gente obsequiaba a esos negros en los días de Pascuas, Año Nuevo y El Día de Reyes con dulces y bebidas” (67-68). Aunque había negros en San Miguel y en al Norte de la ciudad.
La gente era pobre. Y la clase media era pobre, dentro de una dignidad patriarcal. La familia de Moscoso, cuyo jefe era comerciante, muestra la inestabilidad económica. Esto se echa de ver en las distintas mudanzas que tuvieron que hacer. Vivieron en la cercanía de El Polvorín. En la casa de El Tapado, el Salado (188) en Santiago y en San Pedro de Macorís.
Los hombres usaban levita como sinónimo de prestancia; la usaban los médicos, los notarios y los abogados. “Contrariamente a los que ocurre en nuestros días que cada cual viste como le acomode, en aquella época se daba la necesaria importancia al traje.
Los hombres eran cuidadosos de su dignidad” (152). En fin, se distinguían los hombres por su bigote y su bastón y su sombrero de panamá. Hoy dice Moscoso son los hombres simples los que usan guayaberas.
La sociedad liberal progresista estuvo matizada por la llegada del tren de Samaná a Santiago, el alumbrado eléctrico que desplazó a los faroleros; Santo Domingotenía un tranvía tirado por caballos; las calles eran intransitables y al frente de las tiendas aparcaban los caballos de los campesinos. Estaban vendedores de leche, agua; se llamaba a la emigración de grupos que llegarán a desarrollar el país; se hablaba de distintas formas de llevar la mercancía, había ya un telégrafo y el teléfono (131). Con la guerra de Cuba se establecieron nuevos ingenios y la economía de la caña seguía aumentando. En la ciudad viven venezolanos, puertorriqueños, cubanos, judíos, italianos y barloventeños…
La vestimenta de las mujeres era “batas de telas blancas o prusianas francesas». Las batas tenían dos tiras en la cintura que se amarraban por delante.” (255) Eran largas y a veces con colas que arrastraban por el suelo; las faldas eran anchas y largas que llegaban hasta los zapatos. Se usaban manta de lana “generalmente de color negro” (255), se usaban enaguas y la prenda característica era el corsé de buena calidad. Los zapatos eran regularmente botas altas. Los sombreros de las damas: “eran monumentos”. Los adornaban con flores de telas de diversos colores, pájaros y plumas constituían el resto del adorno. Eran enormes, verdaderas torres” (256). “Las mujeres del siglo pasado se cubrían todo hasta la cabeza.” (257).
De vez en cuando la capital se llenaba de mariposas amarillas. Los muchachos salían de la escuela a cazarlas. Y se divertían muchísimo en las playas, en los circos y volando chichiguas, palotes de distintos géneros que eran la atracción de una infancia feliz.