Letra muerta
Manuel Fermín Cabral
El derecho a ser juzgado en un plazo razonable y sin dilaciones indebidas se ha convertido en letra muerta. No importando su raigambre constitucional, resulta pasmoso ver cómo la Suprema Corte y, consecuentemente, las Cortes de Apelación intentan prácticamente proscribirlo del ordenamiento jurídico. Y lo han logrado… Lo convirtieron en polvo, en cenizas… todo sobre la base de motivaciones impensables; de interpretaciones gaseosas que, por su naturaleza, caben en cualquier recipiente. De ahí que se trate entonces de una “garantía constitucional” sin “garantes” … Y, vale decir, sin jueces, las garantías constitucionales no tienen ningún valor. Absolutamente ninguno.
Obvio que esa tumba es compartida también por otra víctima de esta maldecida cruzada judicial: la interpretación pro homine. Porque el estiramiento en normas procesales con claridad meridiana, como el que acontece casi a diario, rebosa por completo un mandato que, por su rica y alargada tradición, no deja resquicio a la duda. ¿Qué tan difícil sería interpretar el artículo 148 del Código Procesal Penal? Una disposición modificada por la hoy malograda Ley núm. 10-15, para precisamente acomodar al sistema y sus debilidades: dilaciones indebidas y tácticas dilatorias provocadas por el imputado y su defensa “no constituyen parte integral del cómputo” del plazo de los cuatro años. ¿Qué ha de entenderse por dilaciones indebidas y tácticas dilatorias? De entrada, se impone advertir, primero, que el Tribunal Constitucional, en una decisión paradigmática (TC/148/22), confirmó enteramente la razonabilidad del texto ponderado, esto es, del artículo 148 y su explícita disposición respecto a la duración total de un proceso. Explicó magistralmente la dicotomía del plazo razonable como derecho fundamental y, diríamos, su concreción normativa en la normativa procesal penal; siendo esta última una decisión soberana del legislador, mas no libérrima, por supuesto, en tanto que debía sortear el espinoso test de razonabilidad. Y así lo hizo.
Dice sobre ello el máximo intérprete de la Constitución que, en efecto, esta última “no dispone plazos para la duración de los procesos penales, por lo que dicha regulación ha quedado a cargo del legislador y que la finalidad del plazo de duración máxima de dichos procesos (…) no es violatorio de este primer aspecto del test, porque al configurarlo el legislador ordinario fijó el tiempo para que el Ministerio Público y/o la parte querellante puedan ejercer eficientemente su rol contra el acusado; mientras que en favor de este último se estableció la figura de la extinción de la acción por haber trascurrido el plazo máximo, con la salvedad de que para la configuración de esta última figura, no se computan las dilaciones o retardos del proceso causadas por la propia persona imputada (…) básicamente, lo que procuró el legislador fue poner un límite a los procesos judiciales penales, sin que este límite entorpezca las investigaciones y sustanciación de estos.”
Lo precedentemente expuesto no es sino la consagración de la tesis del plazo legal, es decir, del establecimiento de un plazo delimitado normativamente por el legislador. Se trata de una concreción que, como bien apunta Pastor, “evita la manipulación judicial (decisionismo y arbitrariedad) de la razonabilidad de la duración de
los procesos al estipular un límite absoluto al poder de enjuiciamiento
del Estado que, en cuanto tope máximo, está fuera del alcance de toda
interpretación incierta.”
Pero volviendo sobre la interpretación en curso, ya antes el Tribunal Constitucional (TC/394/18), y he aquí lo importante, había delimitado lo que eran esas dilaciones indebidas, esas tácticas que desviaban el proceso de su normal discurrir. Destacó el abuso de las vías recursivas y de los cambios constantes e injustificados de las defensas técnicas. Una apelación contra un auto de envío a juicio sería, por ejemplo, una dilación indebida. Son esas las cuestiones que han de discutirse al momento de juzgarse una petición de extinción, puesto que así lo ha previsto el legislador. Sin embargo, esto no parece tener ninguna relevancia en la línea jurisprudencial que en los últimos tiempos se ha refugiado en tierra de nadie y en un evidente desafío a la ya referida disposición normativa. Una jurisprudencia que, por supuesto, también ha sido el producto de vacilaciones increíbles, profundizando aun más la severa incertidumbre que azota a todo el que entra a un proceso penal.
Lo anterior viene a cuenta a propósito del “fallo” (el entrecomillado es expreso) rendido por la Tercera Sala de la Cámara Penal de la Corte de Apelación del Distrito Nacional respecto al caso conocido como los Super Tucano. Que no se trató únicamente de un enjuiciamiento al ya proscrito derecho a un juicio sin dilaciones indebidas, sino de una vulneración al derecho a la prohibición de la doble exposición previsto en el artículo 423 del Código Procesal Penal. Esto así dado que dos decisiones absolutorias habían ya intervenido, incluyendo la sentencia que decretó la extinción. Esta última ha sido expresamente definida por la mismísima Suprema Corte de Justicia como una sentencia absolutoria (Salas Reunidas, sent. núm. 2, 6 de julio 2016, B. J. 1268, pp.
12 – 23), a fin de dar admisión al recurso de apelación, dada la omisión del legislador en prever la recursividad de sentencias de ese tipo. Pero ayer la incoherencia campeó por sus fueros… Ayer, en un ejercicio evidentemente contradictorio, se admitió, en un primer momento, su carácter absolutorio para dar apertura al recurso y, luego, en un giro sorprendente, se decía que no era entonces absolutoria, tirándose al despeñadero de la arbitrariedad esos mandatos interpretativos de los artículos 74 de la Constitución y 25 del Código Procesal Penal… pues ya tocaban los deberes del pesado fondo. Y así se hizo justicia.