Lo que el árbol tiene de florido viene de lo que tiene sepultado
Fausto Jáquez
Mi madre regresaba a la casa donde nació cada vez que tenía ocho meses de embarazo. Se preparaba y partía rumbo a Gurabo para dar a luz al lado de mi abuela, y asistida por Crucita, la comadrona más prestigiosa desde Jacagua hasta Tamboril.
Como fui el segundo de sus seis hijos, sería cuando tuvo el tercero que yo me aventuraba por los alrededores de la vieja casona construida sobre pilotillos de madera para evitar que los tiempos de lluvia la inundaran.
Recuerdo tres matas de mango, dos de limoncillo, varias de aguacate y demás frutas tradicionales en la campiña dominicana. La que fue fuente de mi más pintoresca experiencia fue una de guayacán, que estaba debajo del cuarto de mi tío Pululo.
Recuerdo cuando logré alcanzar la primera rama, cuando logré colgarme cabeza abajo, suspendiendo y balanceando mi cuerpo apoyado en las rodillas. Me sentí un superhéroe, y el día que logré sacar la cabeza por el cojollito sentí que había conquistado el mundo.
Mis padres se divorciaron y empecé a errar por el país, lo usual en los hijos de militares. No fue hasta la muerte de mi madre, cuando sentí la melancolía fruto del dolor de su partida, que tuve la necesidad de volver a Gurabo, el lugar donde nací (sembré mis raíces).
Presuroso, fui a la mata de guayacán, que para mi sorpresa ya hacía diez años que había dejado de crecer, por lo que yo la igualaba en tamaño (mido 6 pies 6 pulgadas).
Me senté a la sombra del árbol y medité lo relativo de las distancias, los tamaños y las posesiones materiales. Ningún lugar ni altura donde haya estado se compara con lo que sentí al conquistar ese árbol, y nada material con el amor que en mi niñez me dieron mi madre, abuela, hermanos, hermanas, tíos, tías, primos, primas y todos los que pintaron de ilusión mi infancia.
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