Madagascar de pie: entre la crisis del neocolonialismo francés y el despertar panafricanista del siglo XXI
Por Beto Cremonte
El levantamiento de las últimas horas en Madagascar revela mucho más que una crisis política doméstica. Lo que se desarrolla en la isla es el síntoma visible de un proceso continental más profundo: el agotamiento del modelo neocolonial y la emergencia de una conciencia soberanista que atraviesa África desde el Sahel hasta el Índico.
De 2009 al presente: los cimientos de una crisis estructural
Madagascar arrastra desde hace más de una década un conflicto que combina desigualdad social, subordinación política y dependencia económica. En 2009, un joven empresario y exdisc-jockey, Andry Rajoelina, encabezó un golpe de Estado civil-militar que derrocó al entonces presidente Marc Ravalomanana, con el respaldo tácito de París. Aquel episodio marcó el inicio de una era de inestabilidad institucional que perdura hasta hoy. Rajoelina, símbolo del ascenso de una nueva élite neoliberal, consolidó su poder con apoyo de sectores empresariales franceses y del aparato mediático alineado con la antigua metrópoli.
Desde entonces, su gobierno ha oscilado entre promesas de modernización y políticas de entrega de recursos estratégicos. Bajo su mandato, empresas francesas, canadienses y australianas obtuvieron concesiones mineras en Ambatovy, una de las reservas de níquel y cobalto más importantes del mundo. Paralelamente, China y Rusia comenzaron a ganar espacio en el sector extractivo, mientras que Estados Unidos fortalecía su cooperación militar con el objetivo de controlar el Canal de Mozambique, corredor marítimo clave en el transporte global de hidrocarburos.
El resultado fue una economía crecientemente dependiente y una sociedad empobrecida: más del 75% de la población vive por debajo del umbral de pobreza, y los efectos del cambio climático —sequías prolongadas, ciclones devastadores y crisis alimentarias recurrentes— han profundizado las tensiones sociales. En ese contexto de miseria estructural, corrupción política y presencia extranjera, el hartazgo popular se convirtió en combustible político.

Un levantamiento que expresa la crisis del modelo neocolonial
Las protestas iniciadas por jóvenes en las principales ciudades del país —Antananarivo, Toamasina y Mahajanga— encontraron un eco inesperado en sectores del ejército, que desde hace tiempo observan con desconfianza el alineamiento del presidente con París. El malestar militar no es nuevo: parte de las Fuerzas Armadas considera que el gobierno ha cedido soberanía territorial y recursos a potencias extranjeras. La alianza entre juventud movilizada y sectores uniformados ha reconfigurado el tablero político, generando una situación de doble poder y un fuerte temor en el Ejecutivo a una insurrección abierta.
En varias regiones de África, la narrativa occidental ha tratado de encuadrar los levantamientos sociales y juveniles como “revoluciones de color”, sugiriendo la existencia de agendas externas que manipulan a la población. Sin embargo, la experiencia reciente en el Sahel y otros países africanos demuestra lo contrario: los movimientos estudiantiles y juveniles, junto con sectores insurgentes del ejército, son impulsados por demandas profundamente nacionales y soberanistas, que buscan recuperar la independencia política y económica frente a décadas de subordinación neocolonial. En Madagascar, la movilización de la Generación Z y el levantamiento militar deben leerse bajo esta misma luz: no se trata de un experimento externo, sino de una insurgencia genuina, nacida de la frustración por la pobreza estructural, la corrupción y la entrega de recursos estratégicos a potencias extranjeras. Reconocer esta diferencia es clave para entender el alcance real de la crisis: más que una “revolución de color”, Madagascar podría estar experimentando un proceso de emancipación nacional, con resonancias en todo el continente africano.
A diferencia de lo ocurrido en otros momentos de la historia malgache, este levantamiento no parece responder únicamente a la manipulación de potencias externas. Aunque existen intentos de instrumentalización mediática —al estilo de las llamadas “revoluciones de color”—, lo que emerge con fuerza es una rebelión genuina frente a la continuidad del orden colonial. La Generación Z malgache, conectada con sus pares del Sahel, de Kenia o de Senegal, ha logrado expresar en clave digital y callejera un sentimiento colectivo de ruptura: no hay futuro posible dentro del modelo impuesto por Francia y sus socios occidentales.
La disputa internacional y la geopolítica del Índico
Madagascar se ubica en un punto neurálgico del tablero geopolítico africano. Su control marítimo es decisivo para las rutas que conectan África austral, Oriente Medio y Asia. Por eso, Francia mantiene en la región bases y acuerdos militares, especialmente en Mayotte y La Reunión, mientras que EE.UU. amplía su presencia a través de AFRICOM. La competencia con China y Rusia ha elevado la tensión: Beijing busca asegurar su acceso a minerales estratégicos y Moscú consolida relaciones con varios países del África austral, en un esfuerzo por romper el cerco occidental.
El presidente Rajoelina, alineado históricamente con Francia, ha intentado equilibrar su política exterior con gestos hacia China y el mundo árabe, pero su dependencia financiera del Fondo Monetario Internacional lo ata al bloque occidental. La deuda externa supera los 6.000 millones de dólares y el país sigue bajo programas de “asistencia técnica” del FMI y del Banco Mundial, que condicionan las políticas públicas.
El levantamiento malgache no puede comprenderse como un fenómeno aislado ni como un simple estallido juvenil. Lo que emerge en Madagascar es parte de un movimiento continental de reconfiguración política y espiritual, una suerte de despertar africano que cuestiona de raíz las estructuras coloniales que aún rigen el continente. Desde el Sahel hasta el Índico, pasando por el Golfo de Guinea y el Cuerno de África, África atraviesa una transformación silenciosa pero profunda, impulsada por pueblos y generaciones que reclaman soberanía frente a un orden mundial agotado.
En los últimos cinco años, Malí, Burkina Faso y Níger rompieron abiertamente con Francia, expulsaron bases militares y proclamaron una Alianza de Estados del Sahel que desafía la arquitectura neocolonial impuesta desde la independencia formal. En el Cuerno de África, Etiopía, Eritrea y Somalia buscan construir su autonomía en un contexto de guerras híbridas y presiones externas. En África Austral, los movimientos sociales y campesinos de Sudáfrica, Zimbabue y Mozambique denuncian la continuidad del control corporativo sobre los recursos naturales. Y en Madagascar, esa misma corriente encuentra un eco propio: una población empobrecida que comienza a reconocer en la juventud y en ciertos sectores del ejército la posibilidad de ruptura.
La Generación Z africana se ha convertido en la protagonista simbólica de este proceso. A diferencia de las generaciones precedentes, que crecieron bajo el mito del desarrollo y la cooperación con Occidente, esta nueva generación se forma en un contexto de frustración, desempleo y colonización digital. Sin embargo, ha sabido convertir esas condiciones en un campo de resistencia: desde las redes sociales, desde la calle, desde la conciencia panafricana que resurge como una fuerza cultural y política. Lo que los medios occidentales describen como “revueltas caóticas” son, en verdad, formas de rebelión anticolonial del siglo XXI.
En este escenario, Madagascar aparece como una frontera estratégica de la disputa global. Su posición geográfica en el Canal de Mozambique lo convierte en un punto de conexión entre el sur y el este del continente, entre el Atlántico y el Índico, entre África y Asia. Por esa razón, Francia no está dispuesta a perder su influencia, mientras Estados Unidos y la OTAN intensifican su presencia en las rutas marítimas del Índico occidental, buscando contener el avance chino y ruso.
Pero lo que está en juego no es solo un territorio o un puerto: es la definición misma de qué tipo de África emergerá en las próximas décadas. Una África subordinada a las nuevas lógicas imperiales —ahora con rostro tecnológico y financiero—, o una África que recupere la promesa inconclusa del panafricanismo revolucionario.
El caso malgache sintetiza esta tension, si el levantamiento actual se articula con la ola de conciencia panafricanista que recorre el continente —la que inspira a los gobiernos del Sahel, la que sostiene la resistencia en la República Democrática del Congo, la que se multiplica en las calles de Nairobi o Dakar—, entonces Madagascar podría transformarse en un nuevo epicentro de esa revolución africana del siglo XXI.
Pero si la revuelta termina siendo capturada por las lógicas de manipulación externa —ya sea mediante una “transición controlada” o una “revolución de color” auspiciada por potencias extranjeras—, la isla quedará nuevamente atrapada en el ciclo de dependencia que marcó su historia reciente.
Lo que ocurre hoy en Madagascar no es, entonces, una simple crisis doméstica: es un síntoma de un cambio de época. África está dejando de ser el laboratorio de la dominación para convertirse en el terreno donde se ensayan nuevas formas de emancipación. Y aunque el camino sea incierto, lo que se vislumbra es el retorno de una verdad histórica que las metrópolis creían sepultada: el continente no es un espacio pasivo ni periférico, sino el corazón de las futuras disputas globales.
Si bien podemos afirmar que los procesos de estos últimos días aún deben encontrar su cauce, si es cierto que Madagascar, con su pueblo movilizado, su juventud insumisa y su ejército dividido, encarna esa contradicción entre continuidad y ruptura, entre neocolonialismo y soberanía. El desenlace aún es incierto, el proceso está en pleno desarrollo y los acontecimientos son minuto a minuto, pero el signo del tiempo parece inequívoco: África está despertando nuevamente, y esta vez, la historia podría escribirse desde abajo, desde los pueblos, desde la rebeldía de quienes se niegan a seguir siendo colonia.