Michael Löwy sobre Francisco: el pontífice inesperado

Michael Löwy.

Foto: El papa Francisco junto a Michael Löwy durante el encuentro entre marxistas y cristianos celebrado en el Vaticano en enero de 2024.

El estudioso marxista propone una lectura de las rupturas que marcó el papado de Francisco, en particular su apuesta por los pobres y su sensibilidad ecológica. ¿Fue Bergoglio apenas un paréntesis en la larga historia de la Iglesia católica o el inicio de una deriva distinta?


Con la muerte de Jorge Bergoglio, el Papa Francisco, desaparece una figura poco común que, en una Italia gobernada por los neofascistas y una Europa cada vez más reaccionaria, se distinguía por un sorprendente compromiso ético, social y ecológico. 

Desde que Pío XII excomulgó a los comunistas, la izquierda solo podía esperar anatemas del Vaticano. ¿Acaso Juan Pablo II y Ratzinger no persiguieron a los teólogos de la liberación, acusados de utilizar conceptos marxistas? ¿No intentaron imponer a Leonardo Boff un «silencio obsequioso»?

Es cierto que, desde el siglo XIX, siempre ha habido corrientes de izquierda en el catolicismo, pero solo han encontrado hostilidad por parte de las autoridades romanas. Por otra parte, las corrientes clericales críticas con el capitalismo solían ser bastante reaccionarias. Criticando el socialismo feudal o clerical en El Manifiesto Comunista, Marx y Engels constataban «su absoluta incapacidad para comprender el curso de la historia»; pero reconocían en esta mezcla de «ecos del pasado y estruendos del futuro» una «crítica mordaz y espiritual» que a veces podía «golpear a la burguesía en el corazón».

Max Weber ofrece un análisis más general sobre la relación entre la Iglesia y el capital: en sus trabajos sobre sociología de las religiones, constató la «profunda aversión» (tiefe Abneigung) de la ética católica hacia el espíritu del capitalismo, a pesar de las adaptaciones y los compromisos.

Es una hipótesis que hay que tener en cuenta para comprender lo que sucedió en Roma con la elección del Papa argentino.

Jorge Bergoglio, el Papa Francisco

¿Qué podíamos esperar del cardenal Jorge Bergoglio, elegido Pontifex Maximum en marzo de 2013? Es cierto que era un latinoamericano, lo que ya significaba todo un cambio.

Pero había sido elegido por el mismo cónclave que había entronizado al conservador Ratzinger y procedía de Argentina, un país donde la Iglesia no es famosa por su progresismo, ya que varios de sus dignatarios colaboraron activamente con la sangrienta dictadura militar de 1976.

No fue el caso de Bergoglio: según algunos testimonios, incluso ayudó a esconderse o a abandonar el país a personas perseguidas por la Junta Militar. Pero tampoco se opuso al régimen: un «pecado de omisión», podría decirse. Mientras que algunos cristianos de izquierda, como el Premio Nobel de la Paz argentino Adolfo Pérez Esquivel, siempre lo apoyaron, otros lo consideraban como un opositor de derecha al gobierno de los «peronistas de izquierda» Néstor y Cristina Kirchner.

Sea como fuere, una vez elegido como Sumo Pontífice, Francisco —nombre que eligió en referencia a San Francisco, el amigo de los pobres y de los pájaros— se distinguió inmediatamente por su postura valiente y comprometida. En cierto modo, recuerda al Papa Roncalli, Juan XXIII, quien fue elegido como un «Papa de transición» para garantizar la continuidad y la tradición, pero inició el cambio más profundo en siglos en la Iglesia: el Concilio Vaticano II (1962-65). De hecho, Bergoglio había pensado inicialmente en tomar el nombre de Juan XXIV, para honrar a su predecesor de los años sesenta.

El primer viaje del nuevo pontífice fuera de Roma fue en julio de 2013, al puerto italiano de Lampedusa, donde llegaban cientos de inmigrantes ilegales, mientras muchos otros se ahogan en el Mediterráneo.

En su homilía, no tuvo miedo de ir contra el Gobierno italiano —y gran parte de la opinión pública— al denunciar la «globalización de la indiferencia» que nos hace «insensibles a los gritos de los demás», es decir, a la suerte de «los inmigrantes muertos en el mar, en esas embarcaciones que, en lugar de ser un camino de esperanza, eran un camino de muerte». Luego volvería varias veces sobre esta crítica a la inhumanidad de la política europea hacia los inmigrantes.

En relación con América Latina también se produjo un cambio notable. En septiembre de 2013, Francisco se reunió con Gustavo Gutiérrez, fundador de la teología de la liberación, y el diario vaticano Osservatore Romano publicó por primera vez un artículo favorable a este pensador. Otro gesto simbólico fue la beatificación —y más tarde, canonización— del arzobispo salvadoreño Óscar Romero, asesinado en 1980 por militares tras denunciar la represión antipopular, un héroe celebrado por la izquierda católica latinoamericana pero ignorado por anteriores pontífices. Durante su visita a Bolivia en julio de 2015, Bergoglio rindió un intenso y vibrante homenaje a la memoria de su compañero jesuita Luis Espinal Camps, sacerdote misionero, poeta y cineasta español asesinado el 21 de marzo de 1980, bajo la dictadura de Luis García Meza, por su compromiso con las luchas sociales. Durante su encuentro con Evo Morales, el presidente socialista boliviano le regaló una escultura realizada por el mártir jesuita: una cruz apoyada sobre una hoz y un martillo de madera…

Durante su visita a Bolivia, Francisco participó de un Encuentro Mundial de Movimientos Sociales en la ciudad de Santa Cruz. Su discurso en esta ocasión ilustra la «profunda aversión» al capitalismo de la que hablaba Max Weber, pero en un grado nunca alcanzado por ninguno de sus predecesores. He aquí un pasaje ya famoso de su discurso:

Se está castigando a la tierra, a los pueblos y las personas de un modo casi salvaje. Y detrás de tanto dolor, tanta muerte y destrucción, se huele el tufo de eso que Basilio de Cesarea llamaba «el estiércol del diablo». La ambición desenfrenada de dinero que gobierna. Ese es el estiércol del diablo. El servicio para el bien común queda relegado.

Cuando el capital se convierte en ídolo y dirige las opciones de los seres humanos, cuando la avidez por el dinero tutela todo el sistema socioeconómico, arruina la sociedad, condena al hombre, lo convierte en esclavo, destruye la fraternidad interhumana, enfrenta pueblo contra pueblo y, como vemos, incluso pone en riesgo esta nuestra casa común. 

Como era de esperar, el planteamiento de Francisco encontró una considerable resistencia en los sectores más conservadores de la Iglesia. Uno de los opositores más activos es el cardenal norteamericano Raymond Burke, entusiasta partidario de Donald Trump, que también entró en contacto, durante un viaje a Italia, con Matteo Salvini, el líder de la Legga del Norte. Algunos de estos opositores acusaron al nuevo pontífice de ser un hereje, o incluso un… marxista disfrazado.

Cuando Rush Linebaugh, un periodista católico reaccionario estadounidense, lo calificó de «Papa marxista», Francisco respondió refutando cortésmente el adjetivo, al tiempo que añadía que no se sentía ofendido ya que conocía «a muchos marxistas que eran buenas personas».

De hecho, en 2014 el Papa recibió en audiencia a dos destacados representantes de la izquierda europea: Alexis Tsipras, entonces líder de la oposición al Gobierno derechista de Atenas, y Walter Baier, coordinador de la red Transform, formada por fundaciones culturales vinculadas al Partido de la Izquierda Europea (como la Fundación Rosa Luxemburgo, de Alemania).

En esa ocasión, se decidió iniciar un proceso de diálogo entre marxistas y cristianos, que se plasmó en varios encuentros, incluyendo una Universidad de Verano conjunta en la isla de Syros, en Grecia, en 2018. En 2024 el Papa recibió a una delegación de los participantes de este diálogo (cristianos y marxistas), incluyendo al autor de la presente nota.

Es cierto que cuando se trata del derecho de la mujer a controlar su propio cuerpo y de la moral sexual en general —anticoncepción, aborto, divorcio, homosexualidad— Francisco se aferró a posiciones conservadoras de la doctrina de la Iglesia. Pero hubo algunos signos de apertura, de los que el violento conflicto de 2017 con la cúpula de la Orden de Malta, una institución rica y aristocrática de la Iglesia católica, fue un síntoma llamativo.

El archiconservador Gran Maestre de la Orden, el príncipe (¡¿?!) Matthew Festing, exigió la dimisión del canciller de la Orden, el barón de Boeselager, por el terrible pecado de distribuir preservativos a las poblaciones pobres amenazadas por la epidemia de sida en África. El Canciller apeló al Vaticano, que falló a su favor contra Festing; pero éste —apoyado por el cardenal Burke— se negó a obedecer, por lo que fue destituido de su cargo por el Vaticano. Esto no implicó la adopción de los anticonceptivos por parte de la doctrina moral de la Iglesia, pero fue un cambio…

Está claro que no había nada marxista en el Papa Francisco y que su teología estaba muy alejada de la forma marxista de la teología de la liberación. Su formación intelectual, espiritual y política le debe mucho a la teología del pueblo, una variante argentina no marxista de la teología de la liberación, cuyos principales inspiradores fueron Lucio Gera y el teólogo jesuita Juan Carlos Scannone.

La teología del pueblo no pretende basarse en la lucha de clases, pero reconoce el conflicto entre pueblo y «antipueblo» y apoya la opción prioritaria por los pobres. También muestra menos interés por las cuestiones socioeconómicas que otras formas de teología de la liberación y le presta más atención a la cultura, en particular a la religión popular.

En un artículo de 2014 («El Papa Francisco y la teología del pueblo»), Juan Carlos Scannone subraya con razón cuánto le deben a esta teología popular las primeras encíclicas del Papa, como Evangelii Gaudium (2014), denostada por sus críticos de izquierda como «populista» (en el sentido argentino y peronista del término, no en el europeo).

Sin embargo, me parece que Bergoglio, en su crítica al «ídolo del capital» y a todo el «sistema socioeconómico» actual, va más lejos que sus inspiradores argentinos. Sobre todo en su última Encíclica, Laudato si’ (2015), que merece una reflexión marxista.

Laudato si’

La «Encíclica ecológica» del Papa Francisco es un acontecimiento de importancia planetaria, desde el punto de vista religioso, ético, social y político.

Teniendo en cuenta la enorme influencia de la Iglesia católica, es una contribución crucial al desarrollo de una conciencia ecológica crítica. Si bien fue recibida con entusiasmo por los auténticos ecologistas, también suscitó preocupación y rechazo por parte de los conservadores religiosos, los representantes del capital y los ideólogos de la «ecología de mercado».

Se trata de un documento de gran riqueza y complejidad, que propone una nueva interpretación de la tradición judeocristiana —rompiendo con el «sueño prometeico de dominación del mundo»— y una reflexión crítica sobre las causas de la crisis ecológica. En ciertos aspectos, como la inseparable asociación del «clamor de la tierra» y el «clamor de los pobres», es evidente que la teología de la liberación —en particular la del eco-teólogo Leonardo Boff— fue una de sus fuentes de inspiración.

En las breves notas que siguen, me gustaría subrayar un aspecto de la Encíclica que explica la resistencia que encontró en el establishment económico y mediático: su carácter antisistémico.

Para el Papa Francisco, las catástrofes ecológicas y el cambio climático no son únicamente el resultado de comportamientos individuales —aunque estos desempeñan un papel—, sino de «los actuales modelos de producción y consumo».

Bergoglio no es marxista, y la palabra «capitalismo» no aparece en la encíclica. Pero queda muy claro que para él los dramáticos problemas ecológicos de nuestro tiempo son el resultado de los engranajes de la economía globalizada actual, engranajes constituidos por un sistema global «estructuralmente perverso de relaciones comerciales y de propiedad» (sección 52 del documento, énfasis añadido). 

¿Cuáles son, para Francisco, estas características «estructuralmente perversas»? Ante todo, un sistema en el que predominan «los intereses limitados de las empresas» y «una racionalidad económica cuestionable», una racionalidad instrumental cuyo único objetivo es maximizar las ganancias. En consecuencia, «el principio de maximización de la ganancia, que tiende a aislarse de toda otra consideración, es una distorsión conceptual de la economía: si aumenta la producción, interesa poco que se produzca a costa de los recursos futuros o de la salud del ambiente» (sección 195). Esta distorsión, esta perversidad ética y social, no es más propia de un país que de otro, sino de un «sistema global, en el que predominan la especulación y la búsqueda de rentas financieras, que tienden a ignorar todo contexto y todo efecto sobre la dignidad humana y el medio ambiente». Parece, pues, que «la degradación ambiental y la degradación humana y ética están íntimamente unidas» (56).

La obsesión por el crecimiento ilimitado, el consumismo, la tecnocracia, el dominio absoluto de las finanzas y el endiosamiento del mercado son características perversas del sistema. En una lógica destructiva, todo se reduce al mercado y al «cálculo financiero de costos y beneficios». Sin embargo, hay que entender que «el ambiente es uno de esos bienes que los mecanismos del mercado no son capaces de defender o de promover adecuadamente» (190). El mercado es incapaz de tener en cuenta valores cualitativos, éticos, sociales, humanos o naturales, es decir, «valores que exceden todo cálculo» (36).

El poder «absoluto» del capital financiero especulativo es un aspecto esencial del sistema, como confirman las crisis bancarias. En este sentido, el comentario de la encíclica es desmitificador:

La salvación de los bancos a toda costa, haciendo pagar el precio a la población, sin la firme decisión de revisar y reformar el entero sistema, reafirma un dominio absoluto de las finanzas que no tiene futuro y que sólo podrá generar nuevas crisis después de una larga, costosa y aparente curación. La crisis financiera de 2007-2008 era la ocasión para el desarrollo de una nueva economía más atenta a los principios éticos y para una nueva regulación de la actividad financiera especulativa y de la riqueza ficticia. Pero no hubo una reacción que llevara a repensar los criterios obsoletos que siguen rigiendo al mundo. (189)

Esta dinámica perversa del sistema global que «sigue rigiendo el mundo» es la razón del fracaso de las Cumbres Mundiales sobre Medio Ambiente: «Hay demasiados intereses particulares y muy fácilmente el interés económico llega a prevalecer sobre el bien común y a manipular la información para no ver afectados sus proyectos» (54). En cuanto predominan los imperativos de los poderosos grupos económicos

Sólo podrían esperarse algunas declamaciones superficiales, acciones filantrópicas aisladas, y aun esfuerzos por mostrar sensibilidad hacia el medio ambiente, cuando en la realidad cualquier intento de las organizaciones sociales por modificar las cosas será visto como una molestia provocada por ilusos románticos o como un obstáculo a sortear. (54)

En este contexto, la Encíclica denuncia la irresponsabilidad de los «responsables», es decir, de las élites dominantes o de las oligarquías interesadas en preservar el sistema, en relación con la crisis ecológica:

Muchos de aquellos que tienen más recursos y poder económico o político parecen concentrarse sobre todo en enmascarar los problemas o en ocultar los síntomas, tratando sólo de reducir algunos impactos negativos del cambio climático. Pero muchos síntomas indican que esos efectos podrán ser cada vez peores si continuamos con los actuales modelos de producción y de consumo. (26)

Ante la dramática destrucción del equilibrio ecológico del planeta y la amenaza sin precedentes que supone el cambio climático, ¿qué proponen los gobiernos o los representantes internacionales del sistema (Banco Mundial, FMI, etc.)? Su respuesta es el llamado «desarrollo sostenible», un concepto cuyo contenido es cada vez más vacío, un verdadero flatus vocis, como decían los escolásticos de la Edad Media. Francisco no se hace ilusiones sobre esta mistificación tecnocrática:

El discurso del crecimiento sostenible suele convertirse en un recurso diversivo y exculpatorio que absorbe valores del discurso ecologista dentro de la lógica de las finanzas y de la tecnocracia, y la responsabilidad social y ambiental de las empresas suele reducirse a una serie de acciones de marketing e imagen. (194)

Las medidas concretas propuestas por la oligarquía tecnofinanciera dominante son completamente ineficaces, como los llamados «mercados de carbono». La crítica del Papa a esta falsa solución es uno de los argumentos más importantes de la Encíclica. Refiriéndose a una resolución de la Conferencia Episcopal Boliviana, Bergoglio escribe:

La estrategia de compraventa de «bonos de carbono » puede dar lugar a una nueva forma de especulación, y no servir para reducir la emisión global de gases contaminantes. Este sistema parece ser una solución rápida y fácil, con la apariencia de cierto compromiso con el medio ambiente, pero que de ninguna manera implica un cambio radical a la altura de las circunstancias. Más bien puede convertirse en un recurso diversivo que permita sostener el sobreconsumo de algunos países y sectores. (171).

Pasajes como éste explican la falta de entusiasmo en los círculos «oficiales» y entre los partidarios de la «ecología de mercado» (o del «capitalismo verde») por Laudato si’.

Al vincular la cuestión ecológica con la cuestión social, Francisco insiste en la necesidad de medidas drásticas, es decir, de cambios profundos para hacer frente a este doble desafío. El principal obstáculo para ello es la naturaleza «perversa» del sistema: «La misma lógica que dificulta tomar decisiones drásticas para invertir la tendencia al calentamiento global es la que no permite cumplir con el objetivo de erradicar la pobreza» (175).

Si bien el diagnóstico de Laudato si’ sobre la crisis ecológica es impresionantemente claro y coherente, las acciones que propone son más limitadas. Es cierto que muchas de sus sugerencias son útiles y necesarias, por ejemplo: «Se pueden facilitar formas de cooperación o de organización comunitaria que defiendan los intereses de los pequeños productores y preserven los ecosistemas locales de la depredación». (180) También es muy significativo que la Encíclica reconozca la necesidad, para las sociedades más desarrolladas, de «detener un poco la marcha, en poner algunos límites racionales e incluso en volver atrás antes que sea tarde», es decir, «aceptar cierto decrecimiento en algunas partes del mundo aportando recursos para que se pueda crecer sanamente en otras partes» (193).

Pero precisamente lo que faltan son «medidas drásticas», como las que propone Naomi Klein en su libro This changes everything: romper con los combustibles fósiles (carbón, petróleo), antes de que sea demasiado tarde, dejándolos bajo tierra. No podemos cambiar las estructuras perversas del actual modo de producción y consumo sin un conjunto de iniciativas antisistémicas que cuestionen la propiedad privada, por ejemplo la de las grandes multinacionales de los combustibles fósiles (BP, Shell, Total, etc.). Es cierto que el Papa habla de la utilidad de «grandes estrategias que detengan eficazmente la degradación ambiental y alienten una cultura del cuidado que impregne toda la sociedad», pero este aspecto estratégico está poco desarrollado en la Encíclica.

Reconociendo que «el actual sistema mundial es insostenible», Bergoglio busca una alternativa global, que denominó como «cultura ecológica»:

La cultura ecológica no se puede reducir a una serie de respuestas urgentes y parciales a los problemas que van apareciendo en torno a la degradación del ambiente, al agotamiento de las reservas naturales y a la contaminación. Debería ser una mirada distinta, un pensamiento, una política, un programa educativo, un estilo de vida y una espiritualidad que conformen una resistencia ante el avance del paradigma tecnocrático. (111) 

Pero hay pocos indicios de la nueva economía y de la nueva sociedad que correspondan a esta cultura ecológica. No se trata de pedirle al Papa que adopte el ecosocialismo, pero la alternativa de futuro sigue siendo un tanto abstracta.

El Papa Francisco hace suya la «opción prioritaria por los pobres» de las iglesias latinoamericanas. La Encíclica lo expone claramente, como un imperativo planetario:

En las condiciones actuales de la sociedad mundial, donde hay tantas inequidades y cada vez son más las personas descartables, privadas de derechos humanos básicos, el principio del bien común se convierte inmediatamente, como lógica e ineludible consecuencia, en un llamado a la solidaridad y en una opción preferencial por los más pobres. (158)

Pero en la Encíclica, los pobres no aparecen como actores de su propia emancipación, el proyecto más importante de la teología de la liberación. Las luchas de los pobres, los campesinos y los pueblos indígenas para defender los bosques, el agua y la tierra frente a las multinacionales y el comercio agrícola, y el papel de los movimientos sociales, que son precisamente los principales actores en la lucha contra el cambio climático —Vía Campesina, Justicia Climática, el Foro Social Mundial— son una realidad social que no aparece mucho en Laudato si’.

Sin embargo, será un tema central en los encuentros del Papa con los movimientos populares, los primeros en la historia de la Iglesia. En el encuentro de Santa Cruz (Bolivia, julio de 2015) Francisco declaró:

Ustedes, los más humildes, los explotados, los pobres y excluidos, pueden y hacen mucho. Me atrevo a decirles que el futuro de la humanidad está, en gran medida, en sus manos, en su capacidad de organizarse y promover alternativas creativas, en la búsqueda cotidiana de las “tres T”. ¿De acuerdo? Trabajo, techo y tierra. Y también, en su participación protagónica en los grandes procesos de cambio, cambios nacionales, cambios regionales y cambios mundiales. ¡No se achiquen!

Por supuesto, como subrayó Bergoglio en la Encíclica, la tarea de la Iglesia no es ocupar el lugar de los partidos políticos proponiendo un programa de cambio social.

Con su diagnóstico antisistémico de la crisis, que vincula inseparablemente la cuestión social y la protección del medio ambiente, «el grito de los pobres» y «el grito de la tierra», Laudato si’ constituyó una contribución preciosa e inestimable a la reflexión y a la acción para salvar a la naturaleza y a la humanidad de la catástrofe.

Corresponde a los marxistas, comunistas y ecosocialistas completar este diagnóstico con propuestas radicales para cambiar no sólo el sistema económico dominante, sino el perverso modelo de civilización impuesto globalmente por el capitalismo, formulando propuestas que incluyan no sólo un programa concreto de transición ecológica sino también una visión de otra forma de sociedad, más allá del reino del dinero y las mercancías, fundada en los valores de la libertad, la solidaridad, la justicia social y el respeto a la naturaleza.

Es difícil prever cuál será el futuro de la Iglesia después de la muerte del Papa Francisco: quien sea elegido por el próximo cónclave, ¿seguirá la orientación crítica y humanista de Bergoglio o volverá a la tradición conservadora de los pontífices anteriores? Muchos nuevos cardenales fueron nombrados por Francisco, es cierto, pero ¿cuáles son sus convicciones íntimas?

En las próximas semanas sabremos si Bergoglio fue solo un paréntesis o si efectivamente abrió un nuevo capítulo en la larga historia del catolicismo.


*Michael Löwy es Director de investigación emérito del Centre national de la recherche scientifique (CNRS). Autor de numerosos libros, entre ellos Ecosocialismo, La alternativa radical a la catástrofe ecológica capitalista.

Fuente: Jacobin

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