¿Mueren por imprudentes o por vivir en el margen? Mortalidad vial y sistema de salud en crisis
Por Roberto Lafontaine
“Tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; fui forastero, y no me recogisteis; estuve desnudo, y no me cubristeis; enfermo, y en la cárcel, y no me visitasteis”
Mateo 25:42-43
Treinta personas perdieron la vida durante el feriado de Semana Santa en accidentes de tránsito. Más del 85% eran motociclistas. A pesar de un amplio operativo nacional, desplegado con recursos, logística y personal en todo el territorio, el saldo fue, una vez más, trágico.
El país observa este fenómeno con resignación, repitiendo cifras que parecen inevitables. Sin embargo, estas muertes no son hechos fortuitos ni atribuibles exclusivamente a la “imprudencia individual”. Son el resultado de una acumulación de determinaciones que configuran la vida —y también la muerte— de miles de personas obligadas a movilizarse en condiciones de exclusión.
En la República Dominicana, la motocicleta se ha convertido en la solución precaria a un problema estructural: la ausencia de transporte público seguro, accesible y territorialmente distribuido. Quien se mueve en moto no necesariamente lo elige; muchas veces no tiene otra opción. Es el vehículo del trabajo, del estudio, de la búsqueda de servicios, del encuentro familiar. También es el vehículo del riesgo.
El entorno urbano y vial está profundamente marcado por una lógica de crecimiento desordenado, centrado en el automóvil privado y funcional al mercado inmobiliario, no a la movilidad humana. Aceras interrumpidas, calles sin iluminación, ausencia de señalización adecuada, infraestructura pensada para la velocidad y no para la vida: todo esto compone un espacio que expone al peligro más que proteger.
A ello se suman determinaciones socioculturales: imaginarios que asocian la velocidad con el éxito, la masculinidad con la temeridad, la conducción sin protección con el coraje. Son construcciones que se aprenden en las calles, en los barrios, y que configuran prácticas normalizadas del riesgo.
En este escenario, las respuestas tradicionales del Estado —retenciones, operativos, sanciones, campañas— aunque necesarias, resultan insuficientes, pues no modifican las condiciones estructurales ni los modos de vida que empujan a la población hacia la exposición constante al peligro.
Y cuando ocurre el siniestro, el sistema nacional de salud no tiene la capacidad instalada para responder eficazmente. La atención a los traumas por accidentes de tránsito recae en hospitales con infraestructura limitada, escasez de personal entrenado y sin protocolos integrados de emergencia territorializada. La inversión pública en salud sigue estando muy por debajo de las necesidades reales. Predomina un enfoque curativo, fragmentado, y poco articulado con las realidades comunitarias.
Esto significa que no solo se muere por el impacto del accidente, sino también por las fallas en la respuesta oportuna del sistema sanitario. Se muere por ausencia de ambulancias, por falta de camas, por demoras en la atención, por descoordinación institucional. La muerte se convierte en una posibilidad cotidiana que revela las grietas de un sistema que no logra cuidar a quienes más lo necesitan.
Desde el enfoque crítico latinoamericano en salud, estas muertes deben leerse como expresión de una lógica estructural de exclusión, no como hechos aislados ni como “inevitables”. Mientras no se reconozcan las determinaciones que las producen, seguiremos atrapados en un círculo de reacción sin transformación.
“En verdad os digo que en cuanto no lo hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis.” (Mateo 25:45)
Jesús no hablaba solo de caridad, sino de justicia. Las 30 muertes de esta Semana Santa nos interpelan como sociedad: ¿dónde estábamos cuando se expusieron al riesgo? ¿Por qué seguimos mirando hacia otro lado cuando los más vulnerables claman por cuidados que no llegan? La salud no es un favor: es un derecho. Y como tal, debe organizar nuestras prioridades colectivas. De lo contrario, cada feriado será una liturgia macabra repetida con cifras, pero vacía de humanidad.
“Este fenómeno, más que una elección individual, es expresión de los determinantes sociales que estructuran cómo vivimos, nos movemos… y también cómo morimos”.