No hay línea roja
Enrico Tomaselli.
Imagen: Detalle de un mosaico dedicado a Alejandro Magno.
Desde esta perspectiva, la reciente incursión OTAN-Ucrania en la región de Kursk no es, de hecho, nada extraordinario -aunque, por supuesto, y por razones similares pero opuestas, ambas partes tienen interés en enfatizarlo mucho.
Una cosa que a veces olvidamos es que las personas -las poblaciones- contemplan los acontecimientos a la luz de su propia historia, de su propia cultura, que a veces puede ser significativamente diferente.
Evidentemente, esto se aplica a todo, y por tanto la guerra no es una excepción.
Si consideramos entonces que la guerra es realmente un conjunto de acontecimientos decididamente explosivos, tanto de hecho como en sentido figurado, y por tanto extremadamente cambiantes, sujetos a una dinámica constante y, en cierto modo, dotados de vida propia, es fácil comprender cómo una perspectiva cultural diferente se refleja inevitablemente no sólo en la percepción de la guerra, sino también en su conducta.
El arte occidental de la guerra, por ejemplo, está profundamente marcado por la idea de ataque, también porque prácticamente todas las guerras occidentales han sido, históricamente, guerras de expansión.
Desde el punto de vista occidental, por tanto, la guerra es predominantemente un hecho ofensivo. Europa, a lo largo de su historia, ha conocido esencialmente tres grandes invasiones, ninguna de las cuales la ha conquistado por completo: la mongola, la islámica y la otomana. Por el contrario, ha llevado la guerra a todos los rincones del mundo, incluso a los más remotos.
Esta visión de la acción bélica está tan arraigada en nuestra cultura que nos resulta difícil concebir el acto de la guerra de otro modo.
E, independientemente del curso del conflicto, se concibe en torno a la idea de la acción decisiva. Desde la falange macedónica hasta el primer golpe nuclear, éste es el hilo conductor del pensamiento militar occidental.
Desde la aparición del poder hegemónico de Estados Unidos –que ha hecho del ataque el fundamento de toda su doctrina militar-, el concepto ofensivo de la guerra se ha reforzado, informando a todo el complejo militar-industrial, y reflejándose a su vez en la cultura occidental, en su sentido común.
Sin querer recapitular aquí cosas que ya se han dicho varias veces, se podría decir, en cierto sentido, que el enfoque cultural ofensivo ha terminado prevaleciendo hasta tal punto que, en ocasiones -y de manera cada vez más evidente- la guerra no solo ha asumido el papel de instrumento principal (no un instrumento, sino el instrumento), sino que ha terminado superponiéndose a los fines:
la guerra ya no como un instrumento para lograr objetivos, sino como un objetivo en sí misma.
Aquí se realiza la paradoja de un impulso milenario dirigido a conseguir la máxima capacidad de acción decisiva, que luego se reifica en la acción por la acción; el principio Clausewitziano (nunca suficientemente reiterado) de la guerra como instrumento para conseguir de otro modo un resultado político, se transforma en un estado de guerra permanente, que ya no busca ni el acto decisivo, ni la consecución de un objetivo político que se sitúa más allá de la guerra.
Esto ha dependido en gran medida del hecho de que -precisamente- la guerra se ha convertido también (si no predominantemente) en un medio para alcanzar objetivos económicos, más allá y más que políticos.
Es, de hecho, la apoteosis de la idea capitalista, precisamente porque no existe otra cadena de producción-consumo tan extensa y rápida. La voracidad de la guerra, en términos de consumo, no tiene parangón.
Esto es aún más evidente si observamos las guerras occidentales de la era contemporánea, en las que no sólo prevalece claramente el cálculo utilitario, la evaluación coste/beneficio, sino que se llega a los límites de las guerras sin finalidad (al menos una finalidad clara), de las que uno se retira como de una mesa de póquer, cuando simplemente ya no le apetece jugar.
Guerras que han durado décadas (y costado cientos de miles de víctimas), y justificadas por la consecución de un objetivo, a las que se pone fin de repente, sin haber logrado el propósito declarado, y sin haber sufrido una derrota sobre el terreno. Piensa en Vietnam o Afganistán.
La paradoja sigue existiendo, pero no está resuelta.
El entorno cultural occidental sigue apuntando a la idea de la guerra como acción ofensiva, y ésta sigue siendo la inspiración de las doctrinas militares y, en consecuencia, de la articulación de las fuerzas armadas.
Pero, al mismo tiempo, la atención se ha desplazado del factor decisivo al consumo. La duración de la guerra ya no es (simplemente) el tiempo necesario para alcanzar los objetivos políticos, sino el tiempo adecuado a las necesidades del ciclo producción-consumo-producción.
El conflicto ruso-ucraniano, que dura ya treinta meses, es un observatorio privilegiado desde infinitos puntos de vista, porque aquí se enfrentan no sólo diferentes sistemas de armas y diferentes doctrinas militares, sino también concepciones históricas y culturales de la guerra aún más diferentes.
Lo cual, obviamente, se refleja de forma significativa no sólo en la percepción de la guerra, sino también en su conducción. Y no se trata sólo del hecho de que para Rusia esta guerra sea existencial (la existencia y la integridad de la nación rusa están amenazadas), mientras que para el Occidente colectivo sólo forma parte de una estrategia global de defensa de su hegemonía.
La radical diferencia de perspectiva es tal que dificulta la comprensión, independientemente de cómo uno se posicione, del punto de vista ruso.
En primer lugar, hay que reiterar que el lanzamiento de la Operación Militar Especial, en febrero de 2022, aunque en términos tácticos fuera ofensivo, para los rusos, en términos estratégicos, fue un movimiento defensivo. Moscú percibió claramente el ascenso agresivo de la OTAN, que si se invirtieran los papeles probablemente ya habría atacado en 2014.
Otro factor que tiende a olvidarse es también la autoconciencia.
Rusia sabe que es una nación muy rica en recursos, y por tanto muy atractiva para un Occidente que, por el contrario, tiene relativamente pocos, y siempre ha recurrido al saqueo de los ajenos.
Pero también es consciente de sus propias debilidades, que a menudo tienden a olvidar incluso los más acérrimos seguidores de Occidente. Es un país enorme (el mayor del mundo), con una superficie de unos 18 millones de kilómetros cuadrados (toda Europa tiene unos 10 millones), pero con una población de 146 millones (Europa tiene 745 millones).
Esto por sí solo nos ayuda a comprender dos cosas muy sencillas, pero no siempre tan obvias como deberían: hay un enorme territorio que vigilar (¡20.000 kilómetros de fronteras terrestres!), con un potencial humano muy limitado del que echar mano, lo que hace doblemente complicado protegerlo, y existe la necesidad de preservar al máximo el recurso humano, aún más valioso que para otras naciones precisamente porque es (relativamente) escaso [1].
Además, aunque Rusia es considerablemente más poderosa que Ucrania, esta última no es en realidad más que una especie de enorme Compañía Militar Privada de la OTAN, por lo que la comparación no debe hacerse entre Moscú y Kiev, sino entre la Federación Rusa y los 36 países de la Alianza Atlántica (más otros diez aliados de EEUU).
Estamos, pues, ante un conflicto absolutamente simétrico. Y sólo esto basta para explicar tanto la duración del conflicto como el hecho de que no se trata de una sucesión unilateral de éxitos por una de las partes; al contrario, es completamente normal que ambas partes se anoten éxitos.
De hecho, teniendo en cuenta la simetría del conflicto, es digno de mención que los éxitos rusos sean mucho mayores que los ucranianos, tanto en cantidad como en calidad.
Desde esta perspectiva, la reciente incursión OTAN-Ucrania en la región de Kursk no es, de hecho, nada extraordinario -aunque, por supuesto, y por razones similares pero opuestas, ambas partes tienen interés en enfatizarlo mucho.
Digamos que era fácilmente previsible. Ya poco después del inicio de la Operación Militar Especial, tras la retirada de las tropas rusas de las regiones de Kiev y Sumy, yo mismo escribí que
en el noreste del país hay una línea fronteriza de varios cientos de kilómetros de longitud, que tras la retirada de las tropas rusas vuelve a estar en manos ucranianas. Y que, en consecuencia, ofrece la posibilidad de ataques contra territorio ruso [2].
Obviamente, el Estado Mayor ruso también tuvo en cuenta esta eventualidad, y evidentemente consideró más económico mantener una defensa laxa en ese tramo de frontera, creyendo en todo caso poder intervenir más adelante, que fortificarlo y/o comprometer tropas más preparadas y en mayor cantidad.
Además, como bien saben en Moscú, invitar al enemigo a atacar significa ponerle en una situación en la que tendrá que hacer frente a pérdidas más importantes, que es uno de los principales objetivos rusos.
Aunque, obviamente, Kiev habla de 1.000 kilómetros cuadrados de territorio ruso conquistado, la realidad es muy diferente.
En primer lugar, porque la penetración se debe principalmente a unidades del DRG [3] compuestas cada una de ellas por unas pocas docenas de hombres, que se han adentrado unos veinte kilómetros, a lo largo de un frente de unos cincuenta; y luego porque dentro de esta zona no hay una presencia sólida y generalizada de fuerzas ucranianas.
Lo que ha ocurrido en realidad es la creación de una gran bolsa en territorio ruso, de unos veinte kilómetros de profundidad, que, tras la estabilización del frente, corre el riesgo de convertirse en una trampa para las fuerzas ucranianas.
En cualquier caso, hay que reiterar que la acción ucraniana no es extraordinaria, sino el hecho de que no haya ocurrido antes.
Y, no en segundo lugar, que Rusia tiene una profundidad estratégica infinitamente superior, teóricamente incluso de 10.000 kilómetros.
Históricamente, en tiempos modernos y contemporáneos, los ejércitos occidentales han llegado a Moscú dos veces, sólo para salir derrotados.
La misma cuestión se aplica a las llamadas líneas rojas. Piénsalo por un momento, evitando el condicionamiento de los medios de comunicación, para darte cuenta de que se trata de un auténtico disparate: en la guerra, sencillamente, no hay líneas rojas.
Más aún en una guerra de esta envergadura. Se trata en gran medida de un minué (*) propagandístico entre las partes, ni más ni menos que la sucesión de suministros de nuevos sistemas de armamento a Kiev.
En ambos casos –una nueva línea roja cruzada, un nuevo sistema de armamento suministrado– no cambia ni el marco estratégico ni el táctico, es pura y simple niebla de guerra, funcional a la ocultación de los diferentes puntos de vista sobre el conflicto: para la OTAN, se trata de alcanzar determinados objetivos (un claro distanciamiento de Europa respecto a Rusia, el sometimiento económico de ésta a los intereses estadounidenses, el inicio de un ciclo de producción bélica a gran escala, el desgaste y la desestabilización de la Federación Rusa…), mientras que para Rusia se trata de defender su espacio vital. Ninguno de los dos quiere llegar ahora a un enfrentamiento directo.
Si la OTAN lo hubiera querido, habría tenido infinitas oportunidades de pasar a la ofensiva, aunque sintiera la imperiosa necesidad de justificarlo ante su propia opinión pública. Si Rusia lo hubiera querido, ocurriría lo mismo.
La cuestión es que ambos son conscientes de que, en términos estratégicos a largo plazo, el conflicto es inevitable, pero ninguno está dispuesto a apoyarlo en este momento, en estas condiciones.
Lo que nadie sabe con certeza es si esta guerra durará lo suficiente para convertirse entonces en la verdadera guerra Rusia vs. EEUU-OTAN, o si por el contrario se agotará antes de que llegue el momento del conflicto real.
Por el momento, parece que Estados Unidos se está preparando, una vez más, para levantarse de la mesa.
Después de Saigón y Kabul, se acerca la hora del «bye bye, Kiev».
Traducción nuestra
*Enrico Tomaselli es Director de arte del festival Magmart, diseñador gráfico y web, desarrollador web, director de video, experto en nuevos medios, experto en comunicación, políticas culturales, y autor de artículos sobre arte y cultura.
Nota nuestra
(*) Minué» (minuet en inglés) es una danza tradicional francesa del siglo XVII. En este contexto, se usa metafóricamente para describir un intercambio cuidadosamente coreografiado o una serie de movimientos entre las partes involucradas.
Notas del autor
1 – Desde esta perspectiva, el conflicto ucraniano es en realidad rentable para Moscú. Aunque las pérdidas son bastante significativas (probablemente unos 100.000 hombres, si se comparan con al menos 600.000 ucranianos), hay que tener en cuenta que, entre la población de las zonas anexionadas y los refugiados de toda Ucrania, ha adquirido unos diez millones de nuevos habitantes. Y, obviamente, a esto hay que añadir la adquisición de territorios particularmente ricos (en minerales y no sólo), la ampliación del control sobre el Mar Negro y el aumento de su profundidad estratégica, más alejada de las principales ciudades.
2 – Cfr. «La Guerra Civile Globale», Enrico Tomaselli (autoedición, disponible en Amazon).
3 – (Diversionno-razvedyvatel’naâ gruppa, DRG), grupos móviles de reconocimiento y sabotaje.
Fuente original: Enrico’s Substack