Nos derrumbó el muro
Luis Córdova
A prima noche del sábado descubrí que Publio Terencio había dejado de tener razón: «Soy un hombre, nada humano me es ajeno», ya no era más.
Las dramáticas imágenes del colapso de un lateral del elevado de la 27 de febrero, en la urbe capitalina, por las aguas de un terrible noviembre.
Imaginar la agonía de los momentos finales de esas vidas, la indignación de los familiares al reconocer los cuerpos, la terrible tarea de los rescatistas: todo desborda al dolor mismo.
En medio de esto nos asestó un golpe moral: no se terminaba de contar muertos cuando el tema se había politizado en las redes.
“Vergüenza periodística”, me dijo un amigo, indignado al leer una nota en ese sentido.
En el infortunio del muro no solo murieron nueve personas. Murió, indefectiblemente, gran parte de la sensibilidad social.
Toda la verdad de siglos colapsó allí, incluyendo a Terencio y la misión del buen cristiano.
Los héroes de la predicción “reivindicaron” con recortes periodísticos que tenían razón.
De pronto parecíamos estar frente a caníbales postmodernos, jubilosos de la muerte del inocente, celebrando su fatal pronóstico.
El muro de la 27 nos derrumbó. Podrán levantar los escombros, viabilizar la ruta… pero emprendimos un camino, sin aparente revés, a la desvergüenza politiquera.
Hundidos, así estamos, no en los escombros de la colapsada estructura sino en un estercolero del que todos, de alguna manera, somos culpables.