Nos llegó la tarde
Por Rafael Alburquerque
Cuando nací la Capital apenas sobrepasaba los 150 mil habitantes y estos se concentraban básicamente en la vieja ciudad edificada por Nicolás de Ovando, aunque más allá de sus murallas circundantes ya se levantaban urbanizaciones, como Ciudad Nueva, al sur del cementerio de la hoy avenida Independencia; San Carlos, un asentamiento de canarios de la época colonial, ubicado al norte del hoy parque Independencia; San Lázaro, San Miguel y Villa Francisca, en el norte franco; y Gascue, en el Oeste, donde se asentaban contadas residencias de familias acomodadas.
Ya para 1950, y especialmente con la construcción en 1955 de la Feria de la Paz y Confraternidad del Mundo Libre, levantada por el Tirano para festejar sus veinticinco años en el poder, el oeste de la ciudad de Santo Domingo se expandió con numerosas urbanizaciones que en residencias individuales alojaron hogares de clase media alta, aunque en las cercanías de la llamada Feria comenzaron a poblarse de personas de ingresos limitados.
Aun con este crecimiento geográfico, Santo Domingo no alcanzaba al terminar el decenio de los 50 los 300 mil habitantes, y su pulsión y dinamismo seguían centrados en las vetustas calles y viviendas de mampostería de la Ciudad Colonial. Dentro de sus murallas se desarrollaba la vida diaria de la población.
Allí se ubicaban oficinas importantes del gobierno (Rentas Internas, Cédula de Identidad, Lotería Nacional, Correos), los principales establecimientos comerciales: tiendas de ropa, calzados, lencerías, joyerías; cafés, bares y restaurantes; despachos de abogados y consultorios médicos; las oficinas principales de las instituciones bancarias (Banco de Reservas, Royal Bank, Nova Scotia); las salas de cine (Olimpia, Rialto, Santomé, Leonor); colegios privados y escuelas públicas; líneas de vehículos para transporte de pasajeros al interior del país; y hasta la cárcel en la Fortaleza Ozama, cuando aún no se había construido La Victoria.
En esa ciudad viví mi infancia y adolescencia. Era una urbe sosegada y tranquila, y me atrevería a decir que era una ciudad pueblerina, con moradores que sincronizaban su vida diaria con los ululares de las sirenas cotidianas del Cuerpo de Bomberos, que caminaban parsimoniosamente hacia sus oficinas, con vecinos que se conocían, se frecuentaban y corregían las travesuras de los pequeños. Una sociedad mojigata, con exagerados escrúpulos morales, con prohombres que se ganaban el respeto y la admiración de sus conciudadanos, pero también con santurrones calificados como hipócritas en los mentideros de las beatas.
Una ciudad segura, pero la seguridad impuesta por una tiranía implacable, que no permitía opiniones disidentes. La vida de aquella ciudad misteriosa por sus secretos, pero a la vez atractiva por sus encantos, transcurría en plena monotonía, sin voces que contrariaran al régimen, con una narrativa uniforme asegurada por la prensa y la radio al servicio del Déspota, sin que nadie osase expresar una crítica, ni siquiera en los círculos de sus amigos. Y en un hogar de desafectos, como el mío, la angustia de cada día por el temor de que el padre desapareciera, fuera apresado o sufriera un aparente accidente. La zozobra permanente en la conversación por miedo a que cualquier palabra pudiera ser mal interpretada, el nerviosismo al escuchar la radio extranjera ante la incertidumbre de que algún vecino pudiera denunciarlo, y el agobio por el acoso económico a que era sometido el que no se doblegaba.
Pero si fui testigo de los crímenes y atropellos que sufrió el país bajo la brutal tiranía, también lo fui de un pueblo lanzado a las calles reclamando libertad. La vida me permitió conocer de primera mano la liquidación de la tiranía, después de treinta y un años de opresión brutal; la lucha de un pueblo en las calles por escoger sin cortapisas su primer gobierno en libertad; el egoísmo de una oligarquía y la incomprensión tozuda de una jerarquía eclesiástica que pusieron en jaque al primer gobierno de la democracia; el combate aguerrido por la soberanía de una Patria intervenida; los desgarres y sufrimientos por la consolidación de la democracia, la consecución plena de la libertad y, finalmente, el crecimiento económico de los últimos cincuenta años.
Hoy, la capital de la República es una gran urbe, con una población que alcanza los cuatro millones en lo que ha pasado a denominarse el Gran Santo Domingo, con metro para desplazarse, tapones infernales, y una vida agitada que concentra sus actividades comerciales y lúdicas en el polígono del noroeste. El país ya es catalogado como un país de renta media alta, y su sociedad ha cambiado, con nuevos hábitos y costumbres, imbricada en la globalización, con las virtudes y los vicios que depara el mundo digital. Hemos progresado, y aunque sintamos nostalgia por el pasado, los adelantos de hoy nos hacen más fácil y placentera la vida.
Estas reflexiones de un caminante de larga trayectoria, a propósito de cumplir mañana, 14 de junio un nuevo año. ¿Cuántos? Solo sé que nací el año que los nazis ocuparon París. Mientras tanto, lo celebraré con un buen trago de ron añejo en las manos y recitando el bello poema de Mario Benedetti, cuyos primeros versos dicen: “Aquí no hay viejos/solo, nos llegó la tarde”.