Octavio Paz y la soledad
Por Basilio Belliard
Para Octavio Paz, todo ser humano tiene sed de otredad, siente la necesidad ontológica de buscar su completud en el otro, donde se realiza, o sea: que el hombre se realiza en la mujer y viceversa; el yo, en el otro; el individuo, en la sociedad y en la familia.
La obra de Octavio Paz (1914-1998) depara en un diálogo reflexivo con la soledad y la otredad, de estirpe machadiana– vinculado a la frase: “la esencial heterogeneidad del ser”. Esta reflexión Paz también la prolongó al tema de la muerte, la historia y la identidad. Nunca está el yo sin el otro, ya que su identidad está indisolublemente ligada a la alteridad, y esa búsqueda constante de la otredad fue una forma de trascender al yo. Es decir que, en este ensayista y poeta mexicano y universal, soledad y otredad son categorías ontológicas que caracterizaron su pensamiento filosófico, y aun su imaginación y sensibilidad. En su obra, la búsqueda de soledad fue un mecanismo ontológico por encontrar la comunión consigo mismo y con el otro, y lo hizo a través de la poesía y el amor. También fue una forma de negar la muerte para así evitar la angustia telúrica. O sea, que, para este poeta, una manera simbólica de experiencia de la muerte en la vida es la soledad. Y de ahí que el hombre persiga la comunión con el otro, busque la otredad, como una forma de negar la muerte –o la idea de la muerte–, lo cual es una expresión vitalista y afirmativa de filosofía, que evoca, hasta cierto punto, la idea de “razón vital” de José Ortega y Gasset—su lejano maestro.
Octavio Paz siempre fue un defensor del lugar y el tiempo de la poesía en la historia, como una forma de reivindicar la voz del poeta, en tanto conciencia histórica y estética del presente: el instante del poema y la eternidad de la historia. De ahí que siempre se concibió como un poeta moderno, en la tradición de Charles Baudelaire, y también su pasión por la política, en tanto historia del presente, como un intelectual con conciencia crítica de la historia y del presente. En síntesis: buscó en la tradición la modernidad, y en la modernidad, la tradición. En El laberinto de la soledad, Paz hizo un examen de la mexicanidad y del mexicano, es decir, una especie de ontología de México, desde su pasado y su presente, a partir de preguntarse qué es y quién es el mexicano –y quien era él como ciudadano mexicano–, y explorando en las raíces antropológicas e históricas del espíritu de la historia y la cultura de México. Y en la búsqueda de la soledad del mexicano, se encontró con un laberinto, pues al buscar su soledad, halló la otredad, en una experiencia que fue el resultado de la búsqueda de sí mismo: la dialéctica de la soledad. Es decir, que, al buscarse a sí mismo, encontró al otro, o sea, su otro yo, y al encontrarse a sí mismo, se perdió en el laberinto de su identidad –o de su soledad. Vale decir, que la identidad existencial es, pues, un laberinto ontológico para el mexicano y para toda persona: para todo ser social.
Para Octavio Paz, todo ser humano tiene sed de otredad, siente la necesidad ontológica de buscar su completud en el otro, donde se realiza, o sea: que el hombre se realiza en la mujer y viceversa; el yo, en el otro; el individuo, en la sociedad y en la familia. De modo que, el hombre, siempre en su búsqueda de otredad, se encuentra a sí mismo, o en la búsqueda de su yo, encuentra al nosotros que busca, desde su nacimiento. Es decir, que descubrimiento y búsqueda encarnan y representan una dialéctica ontológica entre el yo y la otredad, la identidad y la alteridad.
Desde El laberinto de la soledad (1950), en Paz siempre hay una relación de oposición dialéctica, que matizó gran parte de sus reflexiones, entre la imagen rostro-máscara, yo-otredad, en la que el yo y el rostro representan la máscara, en una tensión entre la inmanencia y la trascendencia de su identidad, donde reside su concepción ontológica del mundo. En su obra ensayística, la persona gramatical del nosotros tendrá una gran hegemonía con respecto al yo, a pesar de que siempre habrá un equilibro ontológico entre la mismidad y la otredad: la inmanencia y la trascendencia. Es decir: que el yo será el otro, y el otro, el mismo. De modo que, en el autor de Conjunciones y disyunciones, siempre hubo una preocupación por el tema de la soledad, que se expresa entre su ser y su otredad.
La soledad a la que alude no es a la del mexicano exclusivamente, sino a la soledad existencial del hombre, a la idea de que nacemos solos y moriremos solos, pues somos seres de soledad, no solitarios. Sin embargo, el hombre es, por naturaleza, gregario, social. La soledad para Paz es un sentimiento, un estado del ser, intrínseca al hombre, pero que convive con ella, la atenúa, la disipa, a través del trabajo y del juego, ideas sobre las que influirían Johan Huizinga, con el Homo ludens y Roger Caillois, con El hombre y los juegos. En efecto, la soledad será un sentimiento constitucional del individuo, ya que siempre está solo, aun en medio de la muchedumbre. En esta dialéctica hay un laberinto. En este dilema existencial, en esta soledad del mexicano, Paz encuentra una explicación al sentimiento histórico de orfandad, suspicacia, tristeza, melancolía, desarraigo y complejo de inferioridad, de su pueblo.
Este pensador mexicano hizo pues intrahistoria y metahistoria de México, al hacer una especie de psicoanálisis existencial del mexicano, y explorar en el trauma, la culpa, la psicosis y el síntoma de su alma. Estas reflexiones se desprenden de su libro El laberinto de la soledad, que es una suerte de ensayo moral sobre la idiosincrasia, la psicología, la ontología, la antropología y la historia de México –escrito en 1950, entre Francia y México, es decir, desde una experiencia del desarraigo, de un exilio voluntario. Así pues, exploró en el sentimiento de su Nación y en el carácter ontológico del mexicano, haciendo énfasis en su Revolución de 1910 y su folclore. En efecto, hace una anatomía de su idiosincrasia, su esencia antropológica, su pasado prehispánico, su ontología, su mitología y su psicología, a partir de Freud, Nietzsche y Heidegger, esencialmente. En esta reflexión, Paz reveló la condición constitucional de soledad del mexicano y del latinoamericano como mito –y que luego hizo Gabriel García Márquez, en Cien años de soledad, de 1967, a través de la poética narrativa del Realismo Mágico, durante el Boom de la narrativa hispanoamericana.
Octavio Paz, al verse a sí mismo, no solo ve a todo mexicano, sino que ve, en el otro, también al mexicano y a los mexicanos. Pero la reflexión sobre la mexicanidad y lo mexicano, acaso sea una excusa de este poeta y pensador para pensar la historia general de México, y de Occidente. Si bien en Paz el concepto de soledad tiene un componente ontológico, no menos cierto es que también tiene un cariz antropológico. Este afán por buscar los orígenes del ser mexicano, en su historia, fue una forma de fundar una suerte de filosofía del mexicano para alcanzar la universalidad y la modernidad. Fue, además, un mecanismo para develar la máscara de la identidad del ser mexicano, cuya impronta no tiene un carácter nacionalista, sino que actúa como un pensamiento plural para explicarse a sí mismo, y al mexicano, en general. Para Paz, en síntesis, no hay soledad sin comunión ni comunión que no demande soledad; son, por ende, dos caras de una misma moneda.
La relación soledad y comunión, Paz la extendió a la poesía, pues la puso al servicio de una teoría poética, ya que la poesía, según él, es una experiencia dialógica entre comunión y soledad, y de ahí su tesis temprana titulada “poesía de soledad y poesía de comunión”, a la cual fue fiel –y que aparece en su libro de ensayo Las peras del olmo, de 1957—y que forma parte de una conferencia que dictó, en ocasión del cuarto centenario del nacimiento de San Juan de la Cruz. Así, todo intento poético de experiencia de soledad es también una tentativa para hacer que el poeta retorne al estado de comunión primitiva, al ritual colectivo, en que la poesía se bailaba y se cantaba, al alrededor de una hoguera, como hacían los aztecas.
En Paz, el vínculo entre soledad y comunión depara en búsqueda y negación recíprocas. Es decir, que cuando estamos solos, queremos estar acompañados, y cuando estamos acompañados, queremos estar solos. Ahora bien, la vida del hombre transcurre entre esta dialéctica –o dilema o metafísica–, lo cual lo hace ser un ente angustiado existencialmente. Si el hombre es un ser de soledad y comunión, también es un ser hecho de tiempo, un ente temporal, pues es el tiempo el que crea la conciencia de la soledad, de la comunión y de la muerte, a lo que tanto se refiere Paz. Es decir, que la soledad, como categoría existencial del hombre, está determinada por el tiempo –tema metafísico por excelencia–, y de ahí el vínculo entre soledad y tiempo. De modo, que su concepto de soledad está asociado al concepto de tiempo. En efecto, la soledad, si bien no es una condición eterna y permanente en el hombre, sino circunstancial (pues existe la muerte), no menos cierto es que constituye un absoluto (como la muerte, el amor o la locura), que está determinado, a su vez, por el transcurrir del tiempo. Es decir, que es el tiempo el que determina la soledad y la comunión, el cambio o paso de un estado existencial a otro, de modo intermitente. Siempre estamos intercambiándonos estados de soledad y de comunión, vale decir, pasando de una condición a la otra, y viceversa. En consecuencia, entre soledad y comunión hay una voluntad, que genera una conciencia de trascendencia o inmanencia: trascendencia de la soledad hacia la comunión, o es la comunión la que trasciende a la soledad, o se hace inmanente –o intrínseca– esta dialéctica –o esta metafísica. En resumen, el centro de gravedad de esta reflexión ocupó gran parte de la obra y del pensamiento de Octavio Paz.
En el autor de Los hijos del limo, la búsqueda de comunión fue un mecanismo ontológico por superar la soledad y asumir el amor. En el fondo, afirmar el amor fue en él un recurso para disipar la soledad y la muerte, lo cual permite al ser trascenderlas. Así pues, el amor aparece en Paz como una forma de expresión de la comunión, y también fue otro de los temas sobre los que reflexionó el poeta mexicano –como lo revela en acaso su obra las filosófica, La llama doble: amor y erotismo, de 1993. El deseo de comunión es deseo de amar. Soledad y comunión conforma una oposición binaria que se complementa y atrae, rechaza y afirma. En consecuencia, hay una conciencia de soledad y una conciencia de comunión, que simboliza amor y desamor, vida y muerte, y que representa el centro motriz de la obra El laberinto de la soledad.
La idea de comunión, en el autor mexicano, implica una defensa del amor, pues es una forma de negar la soledad, y hacer una apuesta por la comunión, lo cual es un rasgo de la cultura occidental, que se caracteriza por el horror a la soledad –y también a la muerte. Así, sin comunión no hay amor, ni erotismo, ni sexo; por tanto, tampoco reproducción humana. De ahí que la comunión es una herencia social y una necesidad del hombre por distanciarse del odio para vivir en comunidad, en sociedad, como ente civilizado. La comunión es experiencia de plenitud, en cambio, la soledad es experiencia de vacío. El ser humano lucha no por vivir en soledad sino en comunión. Sin embargo, la soledad le permite al hombre la purificación espiritual, el desarrollo del ocio creativo, el tiempo para alcanzar la comunión, la paz, el sosiego y el silencio, estados del espíritu indispensables para lograr el autoconocimiento y aun la autorrealización. En tanto que la comunión posibilita poner en práctica la soledad, la socialización, el reconocimiento del otro, y además el auto-reconocimiento. También la cura del espíritu, ya que permite la interacción social y la ruptura del aislamiento que enferma la voluntad de vivir.
Según Paz, todo lo que el hombre hace (cantar, bailar, escribir, celebrar, etc.) es para matar la soledad o para abolir el tiempo de la soledad, y de ahí que viva siempre tratando de que sobreviva, predomine y sobresalga, la comunión.
La idea de la soledad en Paz tiene un componente romántico, pues ve en este sentimiento el nacimiento de la experiencia onírica, el “sueño de la razón”, la materia prima de la creación poética y artística, así como el alimento espiritual de la vida despierta, en tanto la soledad fue un rasgo peculiar del espíritu romántico.
Al interrogarse acerca del ser nacional, en El laberinto de la soledad, terminó interrogándose a sí mismo, e intentó “curarse”, por así decirlo, de la “enfermedad” romántica de la soledad. De modo que hizo una especie de auto-psicoanálisis, un diagnóstico del espíritu mexicano, que tendrá gran deuda con el mexicano Samuel Ramos, con su libro Perfiles de la cultura y del hombre mexicano, y desde luego (y Paz lo admitió) con Nietzsche y su obra Genealogía de la moral. Así pues, su concepto de la soledad del mexicano como una experiencia existencial, en la relación entre soledad y comunión, constituirá el eje central del laberinto metafísico en que se instaló su espíritu intelectual.
La esencia del concepto de soledad en él no evoca a la melancolía portuguesa de saudade, ni tampoco al sustrato hispánico; más bien, recuerda a la melancolía azteca, vinculada a la timidez y a la obediencia, que tanto caracterizó el alma de estos antepasados habitantes prehispánicos del Nuevo Mundo.