Pablo en un carrito de golf

Luis Córdova

La idea fue de Fernando Cabrera, ese duende de Casa de Arte, tejedor de los sueños que han parido a ArteVivo.

Había llegado la primavera del 2005 y desde la Benito Monción, donde siempre hemos sido ingenuos, emergía una dinámica cultural sin precedentes (y lamentablemente sin relevo), sentando las bases para la internacionalización, convertido ya en Festival, de aquel happening ochentero.

Los patrocinios, la magia de los números de un presupuesto siempre pequeño para los anhelos de hacer más desde la ciudad. Se habló a Cuba. El cantautor de la nueva trova tenía un concierto en Madrid, luego volaría a México y finalmente accedió a pasar por Santiago, antes de su regreso a La Habana.

Debí integrar la comisión para ir a recogerlo en Las Américas, pero finalmente Fernando decidió enviar solo al doctor Eugenio Checo, y delegarme tareas previas a la jornada final del sábado, mientras él asumió -literalmente contravientos-, rearmar una tarima que se vino abajo por una tormenta que pasó esa tarde: en minutos se tuvo que rearmar lo que había costado horas. Un milagro más.

Accediendo a un patrocinador, no se pudo llevar a Pablo a Casa de Arte, (sí, lloramos de impotencia, pero el tenerlo con nosotros haciendo historia, subsanaba todo), la magia de ArteVivo ha sido esa: los verdaderos protagonistas nunca han buscado protagonismo. El arte los salva del ego y sus pecados.

Pablo no podía caminar. La enfermedad le había iniciado sus estragos. Sus manejadores exigieron un carrito de golf para transportarlo desde donde el Centro habilitó parqueo hasta el acceso a la tarima.

La negativa de última hora de que por el majestuoso palacio cultural no podía transitar un carrito, nos hicieron colocar cartones por toda la ruta.

Sorprendido Pablo me preguntó por aquello. Le expliqué y estalló en risas. “¿Has visto algo más ridículo?”, con la mejor de mis caras -en sórdida venganza de mis adentros- le contesté que sí, que habían casos y cosas peores.

El Doctor Checo, un duende por excelencia del Festival, nos coló el tema de lo orgulloso que estaba Milanés por lo bien que le quedaba el chivo, que según comensales dominicanos era mejor que el liniero nuestro.

Así, en un lento transitar montado en un carrito de golf y burlándonos de los celadores que nos habían colocado para cuidar el piso, llegamos al camerino, lo esperaba intacto el litro de whisky que habían pedido.

Me despedí. Le dije a mi jefe “misión cumplida Fernando”. Me perdí de todos, confundido en un público abrazado a ella, la que siempre amo. Hay momentos en los que aún es esa noche en mi corazón.

Las canciones de Pablo, igual que el amor, jamás morirán.

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