Plan A, plan B
Enrico Tomaselli.
Ilustración: Giubbe Rosse News
Mientras Europa observa atónita cómo Estados Unidos la pasa por alto descuidadamente y avanza hacia un acuerdo con Rusia, volvemos a la cuestión de hacia dónde (y cómo) va Estados Unidos. El tsunami Trump parece arrasarlo todo y a todos, dentro y fuera del país, pero puede que la ola no sea tan alta como parece.
La presidencia de Trump -lo que representa y expresa- está aún en pañales, por muy rutilante que sea, por lo que no es fácil entender del todo cómo se desarrollará, en qué dirección (y sobre todo cómo) tratará de llevar a Estados Unidos -y al mundo-.
Algunos elementos, sin embargo, empiezan a estar claros, y están arraigados en lo que podría, incluso fácilmente, haberse previsto, ya desde la forma en que se desarrolló la campaña.
El primero de esos elementos es que buena parte de la acción de la nueva administración se dirige al interior de Estados Unidos; hacer América grande de nuevo, en la visión de esa pieza de poder estadounidense que llevó a Trump a la Casa Blanca, significa, en primer lugar, desmantelar radicalmente ese entramado de aparatos e instituciones puesto en marcha durante las décadas de gobierno neocon-dem.
Una labor a la que el equipo de Trump se está dedicando con ahínco -y, podría decirse, con cierto estupor por parte de sus víctimas- pero que, más allá de los efectos mediáticos, necesita tiempo para producir efectos concretos.
Obviamente, es más fácil la parte destructiva, a la que, sin embargo, pronto se opondrá la resistencia de los mismos aparatos [1], que por el momento aún están aturdidos, pero tarde o temprano habrá que abordar la cuestión de cómo / con qué reemplazarlos. Y esto será más largo y complejo.
El otro elemento, fuertemente caracterizado por la personalidad del nuevo presidente, es el mismo enfoque precipitado, áspero – y en última instancia agresivo – aplicado en la escena internacional.
En cierto modo, resumido simbólicamente en la decisión de rebautizar el Golfo de México como Golfo de América, es decir, una decisión unilateral, sustancialmente limitada en sus efectos concretos, pero de gran visibilidad, y que sobre todo relanza una imagen musculosa de Estados Unidos, que ha decidido dejar de lado las formalidades diplomáticas y reafirmar su poder hegemónico desde el tono.
Evidentemente, como dice el refrán, aquí es donde cae la pava, porque si se trata de volver a hacer grande a Estados Unidos, significa que no es sólo su imagen percibida la que ya no lo es, y por tanto este tipo de maquillajes no sólo son insuficientes, sino que corren el riesgo de tener un efecto boomerang.
Porque es toda la realidad mundial la que ha cambiado, no sólo Estados Unidos, y negarse a ver la realidad es el primer paso para socavar cualquier intento de cambiarla.
Aparte de estos primeros elementos superficiales, sin embargo, también se puede empezar a tener una idea más completa del diseño estratégico estadounidense, o al menos de sus perspectivas a corto y medio plazo.
En este marco, puede afirmarse que el objetivo es transformar el Occidente colectivo en una especie de fortaleza norteamericana, en la que las periferias del imperio -Europa, América Latina, Australia, Japón y Corea del Sur- van a desempeñar el papel de foso protector; ya no se trata, por tanto, de países vasallos dotados de cierta autonomía, sino de territorios estrictamente integrados en el sistema de defensa político-militar de la fortaleza continental, y sometidos al mando directo del emperador.
Esta maniobra de fortificación avanzaría en dos direcciones: por un lado, el corazón del imperio -representado por el continente norteamericano- drenaría hacia sí todos los recursos (económicos e intelectuales) posibles de los países vasallos, y por otrointentaría levantar un muro entre los territorios imperiales y el resto del mundo, donde hic sunt leones.
La idea básica es aislar Occidente de la forma más tajante posible, dejando fuera a todos los demás, con el fin de explotar su (supuesta) superioridad tecnológica, militar y económica para impedir que otras potencias salven la distancia que las separa de Estados Unidos.
Esta maniobra de fortificación procederá en dos direcciones: por un lado, el corazón del imperio – representado por el continente norteamericano – drenará hacia sí tantos recursos como sea posible(económicos e intelectuales) de los países vasallos, y, por otro lado, intentará levantar un muro entre los territorios imperiales y el resto del mundo, donde hic sunt leones (*).
La idea central es aislar lo más claramente posible a Occidente, dejando fuera a todos los demás, con el fin de explotar su (presunta) superioridad tecnológica, militar y económica para evitar que otras potencias superen la brecha que las separa de los Estados Unidos.
La era de la globalización está muerta y enterrada. Estados Unidos se ha dado cuenta de que la creación de un mercado global -que ha fomentado la desindustrialización occidental, y estadounidense en particular- ha permitido el crecimiento de competidores grandes y pequeños, hasta el punto de amenazar la supremacía de Washington, por lo que es necesario invertir radicalmente la tendencia:
devolver la capacidad de producción a Estados Unidos, mantener el dominio tecnológico (y por tanto militar), reducir drásticamente el comercio Este-Oeste, marginando a los países más peligrosos y cooptando a los que son potencialmente útiles.
En esta perspectiva, la hostilidad hacia los BRICS (destinada a agravarse) proviene no tanto de la idea de que se trata del embrión de un bloque antioccidental, sino de la necesidad de dividir a sus miembros, incorporando a algunos a su esfera de influencia (India, Brasil), y empujando a otros a los márgenes.
La estrategia trumpiana (de su bloque de poder) es también una estrategia que puede definirse como más allá del liberalismo, es decir, pretende superar la fase del neoliberalismo (supremacía de las oligarquías económicas sobre las políticas), para llegar a una nueva fase en la que las primeras ocupen el espacio de las segundas [2]. No por casualidad, tanto Trump como su alter ego mariscal de campo, Musk, son precisamente dos oligarcas económicos.
En conclusión, Estados Unidos se encamina hacia un cambio brusco en las relaciones internacionales, pero también en las relaciones sociales internas.
Se trata de crear un bloque occidental militarizado (en sentido político y no literal), bajo estricto mando estadounidense, que, al amparo de un nuevo telón de acero, recupere su potencial y restaure su supremacía, a la espera de que este proceso madure y ponga a EEUU en condiciones de asestar el golpe definitivo a su mayor competidor, China, poniendo así a raya a todos los demás.
Se trata, como bien se comprende, de un plan sumamente ambicioso y nada fácil de lograr, que de todos modos requiere un período de necesaria calma –al menos dos o tres décadas– y esa es la razón (una de las razones…) por la que Trump intenta desvincularse del conflicto en Ucrania, incluso sacando provecho de ello dos veces [3], y apaciguar el tormentoso Medio Oriente.
Aparte de las mencionadas incógnitas internas, este diseño estratégico parece, sin embargo, ignorar una serie de factores decididamente significativos.
En primer lugar, la supremacía tecnológica de la que presume Estados Unidos es en realidad mucho más limitada, y menos real, de lo que ellos creen.
Desde la inteligencia artificial hasta los sistemas de armamento más avanzados, China y Rusia están por delante en muchos ámbitos, e incluso Irán y Corea del Norte son decididamente competitivos.
Además, China es capaz de invertir tanto y más en investigación y desarrollo que Estados Unidos, y el número de licenciados en ciencia y tecnología en estas naciones es muy superior a las medias occidentales.
Paradójicamente, la política sancionadora adoptada hace algún tiempo contra los países considerados hostiles, incluso en términos de desarrollo tecnológico, ha resultado contraproducente; de hecho, estos países han buscado soluciones autárquicas, que excluyen el uso de componentes de hardware/software occidentales, desarrollando productos equivalentes, a veces incluso mejores, y a menudo más baratos. El caso de la IA china DeepSeek , o de los misiles hipersónicos rusos e iraníes, es emblemático.
También en términos militares, la superioridad occidental es todo por recuperar. Los ejércitos europeos, quizá con la única excepción del polaco, están agotados, adolecen de una profunda falta de preparación para la guerra contemporánea[4], y pagan sobre todo el precio de un enfoque doctrinario obsoleto, concebido en otras épocas, para otros escenarios, y sobre todo para otros adversarios.
El dominio de los misiles rusos e iraníes (la OTAN no tiene misiles hipersónicos…) es total. A nivel convencional, la producción de blindados y artillería de Rusia y China supera ampliamente la de todos los países de la OTAN, los medios son más robustos y flexibles, y cuestan mucho menos que los de Occidente.
En el campo de la guerra electrónica, Rusia está muy por delante de todos. En el campo de los aviones no tripulados, Rusia e Irán están a la vanguardia. Tradicionalmente, se cree que la superioridad occidental reside principalmente en la aviación y la marina.
Pero el rendimiento del cazabombardero ruso de 5ª generación, el Su-57, se considera asombroso, y una vez que entre en producción en serie, podría dar un vuelco al equilibrio de poder de la aviación.
En cuanto a la armada, incluso en solitario, la armada china cuenta ahora con una fuerza naval mayor y en gran medida más moderna que la estadounidense. Las flotas china, rusa e iraní -que a menudo realizan ejercicios conjuntos- probablemente ya pueden competir con las occidentales.
Y, por supuesto, el arsenal nuclear ruso es el mayor del mundo.
En resumen, no parece nada fácil un diseño que, en un plazo relativamente corto, consiga alcanzar todos los objetivos marcados, es decir, reconstruir el potencial productivo de Estados Unidos, ajustar su fuerza militar, reforzar su supremacía tecnológica y defender el poder del dólar como moneda de intercambio internacional.
Incluso si se lograsen todos, hay que tener en cuenta que los países contrarios también continuarían su desarrollo tecnológico y militar, por lo que no serían necesariamente suficientes para cerrar la brecha.
En consecuencia, incluso una perspectiva optimista puede no ser suficiente para el desafío final, y será necesario dividir el frente enemigo. Esto, sin embargo, es lo que podríamos llamar el Plan A.
Sin embargo, para que éste cree las condiciones necesarias para poder enfrentarse y vencer al adversario número uno, es decir, China, es crucial -precisamente- asegurarse de que Pekín llegue solo al momento decisivo.
A este respecto, Washington cuenta con poder desprender a Rusia de su aliado chino [5], y probablemente con eliminar a Irán a tiempo [6].
El camino hacia la realización del Plan A, como ya se ha mencionado, requiere un período de respiro, al menos en lo que se refiere a los conflictos cinéticos.
Por lo tanto, la necesidad de poner fin a los dos principales -en los que EEUU está fuertemente implicado- o al menos retirarse de ellos, se convierte en un objetivo primordial.
Ambos, sin embargo, presentan bastantes dificultades para su resolución. En lo que respecta a Ucrania, estas dificultades pueden resumirse básicamente en la absoluta falta de voluntad rusa de comprometer soluciones a la baja, y en la necesidad -no menos importante- de evitar una derrota manifiesta de la OTAN y de Estados Unidos (una derrota sustancial es inevitable).
En cuanto a Palestina, en cambio, se trata de la imposibilidad de abandonar Israel, y de la imposibilidad de alcanzar una paz duradera sin poner fin a la existencia de un Estado sionista en Tierra Santa.
A pesar de la gran falta de escrúpulos de Trump, y a pesar de la firme voluntad de llevar a cabo este giro decisivo respecto a la estrategia seguida hasta ahora por Washington, parece claro que los márgenes de éxito, precisamente en los primeros pasos internacionales, son extremadamente problemáticos y estrechos.
Dado que, obviamente, estas dificultades no surgieron de la nada el día de la toma de posesión de Trump, sino que eran bien conocidas incluso de antemano, es razonable suponer que en los think tanks vinculados al bloque de poder trumpiano fueron examinadas con tiempo suficiente y que, por tanto, se imaginaron soluciones para afrontarlas.
Lo que, por tanto, podríamos denominar Plan B, y que persigue los mismos objetivos, pero en un plazo y de una manera menos ambiciosos.
Esta segunda versión del diseño estratégico pivota sobre dos ideas rectoras: a corto plazo, tratar de desarrollar las relaciones bilaterales con Rusia, sobre la base de una especie de asociación global de seguridad, y a medio plazo llegar a la definición de un Yalta 2.0, involucrando -en mayor o menor medida- también a China, y aspirando a establecer nuevas reglas de convivencia erga omnes (**).
Desde el punto de vista estadounidense, un enfoque de este tipo seguiría respondiendo al objetivo de restaurar su capacidad de ejercer la hegemonía, pero señalando que ello requiere una fase más larga.
Lo más probable es que este tipo de planteamiento se encontrara con el favor inicial de Moscú, que tendría todo el interés en resolver (al menos temporalmente) las áreas y sectores de crisis que le conciernen directamente: Ucrania, por supuesto, pero también la presencia de la OTAN (Estados Unidos) en Europa, el mar Báltico, el océano Ártico y, en menor medida, Oriente Medio.
Para Washington, esta segunda hipótesis tendría la ventaja (potencial) de ofrecer la facilidad para un intento de abrir una brecha entre Rusia y China, aunque esta posibilidad se vería limitada por otros factores.
En primer lugar, porque los dirigentes rusos han metabolizado bien la falta de fiabilidad y la duplicidad occidentales, pero también porque en este marco Europa quedaría políticamente marginada y reducida, y en cualquier caso claramente separada de Rusia; por tanto, el centro de gravedad político-económico de Rusia seguiría orientado hacia el este, hacia Asia -y por tanto hacia China.
A juzgar por los tonos con los que la administración Trump se acerca por primera vez a Moscú, parece que aún no se ha decidido entre el enfoque del palo y la zanahoria y otro más suave, salpicado de halagos y ofertas.
En resumen, a medio camino entre el plan A y el plan B… Y por el momento parece ser correspondido igualmente por los dirigentes rusos.
Queda por ver si este idilio inicial tendrá continuidad, y en qué medida, cuando llegue el momento de las verdaderas negociaciones. En cuyo camino pesan dos obstáculos tan pesados como pedruscos:
la clara negativa rusa a cualquier congelación del conflicto, y la precisa voluntad de Moscú de aceptar la confrontación sólo en el marco de un acuerdo más amplio de seguridad mutua.
En resumen, la distancia entre las partes es considerable y no será fácil salvarla, si es que es posible. El entusiasmo (o consternación) con el que se está acogiendo este primer y pequeñísimo paso -la llamada telefónica de Trump a Putin- parece realmente excesivo, como si la reanudación de un diálogo implicara automáticamente una rápida resolución de los problemas. Algo de lo que aún estamos muy lejos.
Por lo demás, es evidente que este camino, además de accidentado, es necesariamente largo. Y en el tiempo que se tarda en desarrollarlo aún pueden ocurrir muchas cosas.
No es posible predecir si Europa reaccionará y cómo lo hará (aparte de la frustración inicial). Tampoco es posible predecir las reacciones en Ucrania, que al igual que Europa está siendo claramente marginada.
Queda por ver cómo se posicionará China al respecto, que mientras tanto ha propuesto una cumbre trilateral Estados Unidos-Rusia-China para encontrar un acuerdo en Ucrania sin la participación de Kiev, con Pekín dispuesta a erigirse en garante de cualquier acuerdo al que se llegue.
Pero, sobre todo, es imprevisible lo que ocurrirá sobre el terreno, donde las fuerzas rusas siguen machacando a las ucranianas, de las que no se descartan movimientos desesperados.
Si los respectivos puntos de partida ya están lo suficientemente alejados, está claro que los cambios significativos a lo largo de la línea de batalla podrían afectar significativamente a la ubicación del punto de llegada.
Sin embargo, una cosa está bastante clara. Sea cual sea el resultado, la apertura de una fase negociadora entre Washington y Moscú constituye un punto de inflexión. Habrá un antes y un después. Y de cómo termine puede depender la elección de la Casa Blanca: plan A o plan B.