¿Por qué es de vida o muerte romper las ínsulas políticas?
Por Fernando Buen Abad
Cartografía del sectarismo político. Alertas siempre. En la intrincadísima geografía de las luchas sociales, perviven «pequeñas islas» que flotan con «cartas de navegación» propias y como restos de naufragios ideológicos. Son ínsulas políticas hijas de la infiltración y la premeditación. Pedacitos de poder ególatra donde algunos dirigentes o partidos se encastillan con autosuficiencia, repitiendo consignas «del yo» como letanías depositarias de verdades exclusivas… la verdad revolucionaria. Son baluartes de egolatría disfrazados de trincheras. No son plataformas de emancipación; son cárceles semióticas. Y no pocas veces nichos de petulancias intragables.
Todas esas ínsulas políticas no son solamente estructuras organizativas mínimas o grupos de autoafinidad. Son dispositivos semióticos de encierro con códigos autorreferenciales y dogmas que resisten toda dialéctica y toda praxis viva. Son sectarismos petrificados con intereses borrosos o nefastos conquistados en el seno de movimientos sociales genuinos y acciones emancipadoras de mediano y largo plazo. Están ahí para descarrilarlas, en el peor de los casos, o como parásitos, que «no es lo mismo, pero es igual». Nadie convencido con la base se cree superior a la base.
Nosotros vemos un peligro enorme en ese sectarismo que, en ese marco, es una modalidad degenerada de la semiosis política: se reduce la complejidad del mundo a un espejo interior. Se produce sentido para un auditorio previamente convencido, se habla a los convencidos con palabras fósiles, se repite el ritual del encierro simbólico bajo la apariencia de radicalidad. El sectarismo es el intento de abolir la contradicción, de hacer del antagonismo de clases una propiedad privada del discurso de unos pocos. El resultado es la esterilidad política. El sectarismo desactiva la capacidad transformadora del lenguaje, lo reduce a consigna hueca, y produce una semiosis donde el Otro no existe, o peor aún, es enemigo por principio. Es egolatría como parálisis de la historia.
Ópera como principio de clausura. Algunos dirigentes se construyen como marcas registradas, como si su subjetividad fuera un emblema absoluto de la verdad histórica. Se autoproclaman faros, guías, patriarcas de la Revolución. Su imagen sustituye a la colectividad; su nombre eclipsa los procesos. Esta egolatría es profundamente reaccionaria, aunque se ve de progreso. En el plano de la semiosis, la egolatría cancela la dialógica. Instala una lógica-monológica, donde el único que produce sentido legítimo es el Ego iluminado. Esta modalidad simbólica no construye pueblo ni vanguardia: construye culto al espejo de sí mismos. Mayormente mediocre. Es una restauración simbólica de la monarquía en el corazón de las luchas populares. Y su autoproclamación es una ficción política que se ampara en el vacío organizativo. Surge cuando los movimientos no tienen mecanismos democráticos sólidos y alguien —o algún grupo— se arroga la representación de todos. Es una forma semiótica del fraude: se produce un signo de legitimidad sin sustento en la praxis colectiva. Es el significante flotante del poder no conquistado. Deben ser refutados como artefactos simbólicos de dominación. No representa voluntad popular; representan ansiedad de mando. Y esa ansiedad deriva de patología política cuando se reemplaza el debate por la imposición, el consenso por el monólogo, la verdad por la marca personal.
No pocas ínsulas o sectas son habitáculos de microfascismos. Operan como microfascismos semióticos. Son laboratorios de sentido cerrado donde se ensayan jerarquías rígidas, exclusiones simbólicas y codificaciones unívocas de la realidad. Su lenguaje se vuelve técnico, excluyente, ritualizado. Su discurso es el de una casta simbólica que se diferencia del pueblo en nombre del pueblo. Estas ínsulas se creen depositarias de la única estrategia válida, y por tanto, actúan como cancerberos del pensamiento revolucionario. Pero no construyen hegemonía: la impiden. No construyen unidad: la fragmentan. Son obstáculos internos que paralizan la potencia de las masas al encerrarlas en un simulacro de radicalidad.
Romper las ínsulas no es un gesto de «buena voluntad» ni una concesión a la diversidad, es una necesidad de vida o muerte. Porque la transformación social no es un club privado ni una cofradía de iluminados. Es una construcción colectiva y contradictoria, un proceso de semiosis abierto en el que los pueblos se constituyen a sí mismos como sujeto político dinámico. Los pueblos no son una esencia, son una construcción económica, política, simbólica e histórica. No se los encuentra en la pureza de ninguna vanguardia autoproclamada, sino en la multiplicidad de voces que luchan por una vida digna. Romper las ínsulas significa abrir el proceso semiótico a esa multiplicidad. Escuchar. Transformar. Descolonizar los sentidos. La unidad no es fusión: es articulación material y dialéctica.
Ninguna unidad política se decreta. Se construye en el conflicto, con la dialéctica de la lucha de clases. Pero ese conflicto debe tener una dirección: la emancipación. Toda articulación política real exige tensiones, síntesis, rupturas y reorganizaciones. La semiosis transformadora no teme las contradicciones porque las entiende como su motor de avance. La unidad no es uniformidad. No es el silencio del que obedece. Es el resultado de una práctica que pone en común las diferencias para construir poder popular. Toda organización transformadora que desconozca o que nigue esta dialéctica se encierra en una semiosis de muerte: la muerte del pensamiento, del debate, de la transformación.
Hacia una semiótica de la emancipación. Una Filosofía de la Semiosis comprometida con la transformación social no puede permanecer neutral ante estos procesos. Debe intervenir en las disputas del sentido, denunciar los simulacros, desenmascarar las ínsulas disfrazadas de radicalidad. Deben abrir caminos simbólicos hacia una nueva hegemonía de lo común, donde los signos se pongan al servicio de la vida. Es necesario construir una semiótica de la emancipación que no tema al desacuerdo, que no excluya a priori, que no absolutice ninguna forma. Una semiótica que no se limita a interpretar los signos de la lucha, sino que los producen, los disputa, los múltiples. No hay revolución sin lucha simbólica. No hay lucha simbólica sin ruptura de las ínsulas. Romper las ínsulas es también un acto dialéctico. Hay que superar cientos de hábitos y vicios, ciertos liderazgos, ciertos discursos que ya no tienen potencia transformadora. Hay que despedirse de las nostalgias organizativas y de los estandartes personales. Hay que renunciar a la comodidad del encierro. Porque la historia no espera a los que se repiten.
Romper con las ínsulas y romper las ínsulas no es una renuncia, es una afirmación radical de la vida política. Es una invitación a pensar, a crear, a construir un nuevo lenguaje de la revolución. Vacunarse contra las traiciones, incluso. No quedar subordinado a las egolatrías ni a los dogmas, sino a la necesidad histórica de los pueblos por ser fuertes, libres e imposibles de esclavizar. Romper las ínsulas es cuestión de vida o muerte. Porque cada segundo que se pierde en la reproducción del sectarismo, se pierde en la construcción de poder popular. Porque mientras discutimos entre pequeñas ínsulas quién tiene la razón, el capitalismo arrasa con todo: cuerpos, tierras, lenguas, símbolos. No hay semiosis revolucionaria, sin apertura, sin escucha, sin transformación. Y no hay vida sin lucha. La semiosis es el campo donde se disputan los sentidos de la existencia. Por eso, romper las ínsulas políticas es un acto de defensa vital. Una batalla por recuperar el sentido de la revolución: el pueblo como sujeto colectivo de la historia.