Primer daño, primer silencio
Por Roberto Lafontaine
La Organización Panamericana de la Salud (OPS) ha hecho un llamado urgente por el Día Mundial de la Seguridad del Paciente 2025: garantizar cuidados seguros para todos los recién nacidos y niños. La advertencia no es menor. Más del 50% de las muertes infantiles en la región ocurren en los primeros 28 días de vida, muchas de ellas por causas evitables: errores en la medicación, infecciones intrahospitalarias, diagnósticos tardíos o negligencia estructural. La campaña señala que basta con lavarse las manos, dar esteroides a tiempo, permitir el contacto piel a piel, y formar al personal. Tan simple como eso… o tan engañosamente simple.
No hay crimen más silencioso que dejar morir al que aún no sabe hablar.
El llamado de la OPS evidencia un problema real y urgente, pero lo hace desde una retórica tecnocrática, neutral y sin conflictos. Se apela al sentido común sanitario, sin nombrar el elefante en la sala: la arquitectura fragmentada, desfinanciada y mercantilizada de los sistemas de salud en América Latina y el Caribe. Un sistema donde los hospitales públicos están saturados, el personal agotado, y las incubadoras dañadas. Un sistema donde se enseña más sobre indicadores que sobre justicia, y donde la seguridad del paciente es una meta burocrática antes que un compromiso ético con la vida.
El problema no es que falte conocimiento técnico. Lo que falta es voluntad política para transformar las condiciones estructurales que hacen insegura la atención infantil: infraestructura hospitalaria precaria, personal mal distribuido, desregulación del sector privado, y desprotección institucional frente al capital médico-industrial. En muchos países, incluido el nuestro, las reformas sanitarias promovidas en las últimas décadas —bajo la promesa de cobertura universal— han institucionalizado la desigualdad. Se compró el paquete: afiliación sin garantía, protocolo sin equipos, cobertura sin acceso.
En República Dominicana, esta contradicción se hace visible en los hospitales materno-infantiles. Según datos del propio Ministerio de Salud, aún existen maternidades con índices de sepsis neonatal superiores al 20% y centros donde un solo intensivista debe cubrir varias incubadoras al mismo tiempo. Cada semana, en la prensa local, se reportan muertes de recién nacidos que oficialmente se califican como “inevitables” pero que las familias, con razón, sienten como abandono.
La OPS, al emitir estos llamados desde su posición geopolítica, protege implícitamente la continuidad del modelo. Un modelo impulsado por agencias del Norte Global que promovieron reformas basadas en la demanda, eficiencia y gestión por resultados, sin tocar las raíces coloniales de la exclusión sanitaria en nuestra región. Así, la campaña por la seguridad del paciente infantil termina sirviendo como salvavidas simbólico: se habla del daño clínico, pero no del daño estructural.
¿Y las familias? ¿Qué pasa con las madres que llegan al hospital con su bebé en brazos creyendo que estar afiliadas a la seguridad social las protege? Pasa que descubren —tarde— que no hay incubadora. Que la enfermera no dio abasto. Que el diagnóstico llegó tarde. Que el medicamento no estaba. Que el pediatra estaba de licencia. Que la promesa de la reforma era, al final, una cobertura sin contenido. Una fe sin redención.
Por eso, hablar de seguridad en los cuidados pediátricos sin hablar de justicia sanitaria es una forma de maquillar la tragedia. Los recién nacidos no necesitan solamente manos limpias: necesitan sistemas limpios. Sistemas comprometidos con el derecho a la vida desde el primer aliento. Sistemas financiados públicamente, con participación comunitaria, con atención preventiva y territorializada. Sistemas que no gestionen el daño, sino que protejan la vida.
Si un recién nacido muere por falta de higiene, ¿es un error… o una decisión estructural?