Sobre la inutilidad (cómplice) de las izquierdas del sistema en su fase degenerativa (I,II)

Andrés Piqueras.

Ilustración: Francois Thevenet.

Lo iluso proviene de dejarse llevar por ilusiones, y constituye con frecuencia el combustible de la esperanza en cuanto que anhelo sin anclaje material. Esperanza de conseguir más democracia, más libertad, más igualdad… dentro de los márgenes del menguante valor.


[Adjunto en varias entregas análisis de la degeneración política consecuente con la decadencia sistémica del capitalismo, o podríamos decir y viceversa]


Parte I

Marx explicó que los hechos sociales se expresan dentro de específicos procesos económicos, de forma dialécticamente paradójica, ni irremediablemente subordinados a ellos ni explicables fuera de los mismos. En el actual modo de producción la mercancía asigna a todas las relaciones sociales una particular forma capitalista.

Por eso, la distinción marxiana entre trabajo abstracto y trabajo concreto deviene crucial para el análisis crítico de las relaciones capitalistas de (re)producción y de sus (auto)-representaciones invertidas. Significa esto último que una característica intrínseca a la sociedad capitalista es que las relaciones sociales existen a través de formas de aparición que a su vez velan su propio contenido. El capital se hace sociedad como un ente económico, que es el valor.

El valor es invisible, como un fantasma, pero se muestra en la forma de dinero, en su movimiento como más dinero. La mercancía, el dinero y el capital son diferentes en su forma pero idénticos en su sustancia. De manera que la forma refracta la unidad en diversidad, mientras que la sustancia expresa la unidad de la diversidad. Una y otra permiten comprender el capitalismo como una totalidad.

Entonces, si la realidad social existe en términos de una sustancia social y sus formas de aparición fenoménica, es a través del análisis de la forma-valor y su movimiento autonomizado como capital -más allá de las intenciones y deseos personales de los individuos, detentadores de mercancías-, que se obtiene el sustrato explicativo de la sociedad capitalista, la manera en la cual las opciones y posibilidades, las condiciones subjetivas y el comportamiento social de las personas es moldeado.

También, lógicamente, las posibles manifestaciones económicas y decantaciones políticas dentro del modo de producción capitalista vienen impresas en tales dinámicas que, al estar ocultas en lo profundo de la estructura, oscurecen tanto las razones como los antagonismos intrínsecos que las constituyen, dificultan su aprehensión.

De manera que, por ejemplo, las propias crisis del capital son interpretadas (incluso por supuestos “expertos”) como sus reversos. Así, el estallido bursátil es visto como causa antes que como expresión de aquéllas; los impagos se contemplan como falta de dinero en vez de como un crecimiento exacerbado del dinero ocioso, y los activos financieros se apuntan como si añadieran valor a la producción, en lugar de considerarlos en su mayoría como una imposición a cargo de ella (en el capitalismo la ignorancia sobre lo que sucede en la economía no es un mero fallo de entendimiento, sino una producción suya, que alcanza su pico en las fases monetarias de las crisis y afecta incluso a los “expertos”. Esto concuerda con que la ciencia, en cuanto forma de conciencia social objetivada, queda subsumida al capital, como resultante de su propio proceso de acumulación).

En consecuencia, si el principio rector del metabolismo capitalista es la reproducción ampliada de capital a través de la extracción de plusvalía (forma particular de explotación del trabajo ajeno), tal lógica determina cada una de las partes constitutivas del mismo, sean el Estado -sus múltiples formas corporativas y políticas-, sean las maneras en que se organiza la producción, la reproducción y el consumo, sean las distintas coagulaciones sociales institucionales. 

A fin de cuentas, el entramado de instituciones que definen la política como “política institucional”, no deja de ser sino una parte de la Política metabólica implicada en la forma mercancía y en el correspondiente movimiento del valor-capital. Es esta última la que marca las posibilidades de vida, los intereses y cursos de acción de los individuos, los colectivos y las sociedades, el suelo donde se construye legitimación o, por el contrario, alternatividad. Todo lo que se desarrolla en nuestra sociedad –el comercio, el dinero, la propiedad de la tierra el trabajo asalariado forzado- puede ser reconstruido en cuanto que “formas derivativas” de la mercancía-valor. También el tipo de individuos y sus relaciones sociales.

Por eso es precisamente esa Política en grande la que se difumina tras el velo de ilusión democrática, para que permanezca intocada mientras se derivan los esfuerzos y los objetivos hacia la –subordinada- política institucional.

Como quiera, además, que ese movimiento del valor hecho capital deshace comunidad, la política institucional (en cuanto que esfera de mando del capital y de administración-control y gestión social, con su apéndice, la justicia) está concebida para llevarse a cabo sobre individuos desposeídos.

Una (des-)sociedad de individuos sin poder (dependientes de las personificaciones del capital –la clase capitalista en su conjunto- para vivir), está conformada para albergar formas pasivas de política (institucional), expresadas como representación-delegación; porque al ser el valor-capital el “sujeto” raigal de este orden social, los individuos sólo pueden llegar a ser sujetos contra él. Nada más así pueden arrancarle concesiones; sólo de esa manera pueden extraer al menos su versión “reformista”. 

Tengamos en cuenta que el movimiento del propio valor-capital también proporciona aperturas indeseadas, pues trastoca posiciones, identidades e intereses, modificando a la sociedad en función de las grietas, fracturas, des-identidades, marginaciones, etc. que ese movimiento va dejando (la dilución de “todo lo sólido”).

Este es el terreno de la multiplicidad de luchas y movimientos. No obstante, aunque unas y otros pueden desarrollarse en torno a una alta variedad de divisiones internas al todo, siempre tendrán que moverse dentro de sus márgenes, por lo que cualquier proyecto emancipador, precisamente para trascender esos márgenes, no puede centrarse en una sola de las fracturas o fallas del Sistema, sino que tiene por fuerza que apuntar a la totalidad capitalista. Esto es, tiene que afectar a la Política del capital, ejerciendo (contra)Política en todo su orden metabólico

Porque la “opción reformista” que puede conseguirse dentro del capitalismo tiene por límite la propia reproducción ampliada del capital, dado que las exigencias del valor hecho capital (esto es, la permanente obtención de plusvalor) prevalecen por encima de cualesquiera consideraciones sociales, políticas, morales, éticas, estéticas o religiosas (cuyas prédicas, por sí mismas, en nada afectan al decurso del valor).

Traduciendo: cualquier sociedad capitalista tiende a confinar la política (y la ética) dentro de las riberas del valor-capital. Su movimiento autonomizado hacia su propia reproducción ampliada marca las fronteras hasta las que el Sistema se deja reformar en favor de la sociedad sin revolucionarse a sí mismo, sin estallar y desembocar en otro orden social o en un modo de producción diferente.

No tener en cuenta esto lleva por lo general a las opciones que se dicen “de izquierdas” a hacer política vendiendo humo. El resultado casi siempre es una integración mansa en el orden del capital, para hacerse “izquierda del Sistema” e intentar arrancarle alguna concesión menor (que al tiempo permita legitimarse de alguna forma frente al resto de la sociedad).

Cualquier proyecto transformador, por contra, ha de tener en cuenta las siguientes consideraciones.

El apogeo del capitalismo industrial ha sido “la etapa social” del capitalismo en tanto que única expresión del mismo con capacidad de construir cierto tipo de sociedad (de individuos) en grados diversos, y desarrollar las fuerzas productivas como proceso simultáneo e indisociable. Fase corta de la historia, que se ha ido deteriorando hasta la actualidad, cuando el capital lleva implícita una auto-reproducción destructiva, como veremos en el capítulo siguiente, la cual creciente y cada vez más extendidamente comienza a ser percibida –y padecida- por las sociedades (cambio climático, destrucción de hábitats, violencia generalizada, pérdida de los patrimonios colectivos, deterioro de los mercados laborales, inseguridad social, pandemias…). A pesar de todo, y como producto precisamente de la conformación ideológica colectiva heredada de la base “progresista” del capital industrial, la suma de todos esos procesos todavía se percibe más como “crisis” en cuanto que baches del Sistema, que como síntomas incontestables de su decadencia.

Mientras tanto, la obstrucción de la dinámica del valor que entraña esa decadencia, y en consecuencia el auge de un crecientemente financiarizado y parasitario “capitalismo”, va corroyendo por dentro, incesantemente, a la propia sociedad. Lo que quiere decir también que la (podredumbre de la) “economía” limita y asfixia aún más el espacio de acción de la política, que va quedando más y más reducida a (intentar) gestionar el deterioro metabólico del capital (es a esto, supongo, a lo que en los últimos tiempos algunos autores han querido llamar “post-política”).

Esa es la causa subyacente de la decadencia de la opción reformista del capitalismo, y con ella de la paulatina pérdida de lugar y de razón histórica de las distintas expresiones partidistas de la socialdemocracia en cuanto que izquierda del Sistema, que le pretendían, o hacían ver, capaz de mejorarse a sí mismo permanentemente (hasta el punto incluso de auto-superarse en el socialismo, según las versiones clásicas). En su decadencia o morbidez este modo de producción ya no sólo no es susceptible de generar “avance social”, sino que tiende a deshacer lo conseguido, a involucionar profundamente en todos los ámbitos.

Es un sistema envejecido, cada vez más agotado por sus propias contradicciones, como las que se dan entre: 

  • el desarrollo de las fuerzas productivas y el valor;  

  • el valor y la riqueza social;  

  • la valorización del capital y la realización del beneficio;  

  • la sociosfera y la ecosfera (o entre crecimiento, recursos y sumideros);  

  • crecimiento (dinerario) y acumulación (de capital); 

por citar algunas de las de más peso.

El amplio ramillete de contradicciones que azotan al capitalismo actual desata una peligrosa combinación de crisis (económicas, sociales, ecológicas, culturales, de reproducción, de legitimación…) que empiedran el camino de una crisis civilizacional o total.

Es por eso que la agencialidad del capital plasmada como clase social tiene que intervenir hoy de manera cada vez más perentoria y contundente para insuflar toda la vida “artificial” posible al “sujeto automático” del valor-capital.

Eso significa que la política incardinada en el Estado se hace cada vez más rehén de la (obstruida) Política metabólica del capital, en cuanto que aquélla está más necesitada de volcarse en el mantenimiento de ésta, a expensas incluso de su papel de regulación social anejo al Estado como “capitalista colectivo”.

Esto es, las intervenciones estatales para la integración de las clases subordinadas y para la prevención de conflictos (procesos de legitimación), pasan a ser relegadas en pro de los esfuerzos por mantener el beneficio de clase capitalista (aun por encima de una menguante acumulación de capital como movimiento ampliado del valor).

Tal condición se traduce necesariamente en un conjunto de medidas (antisociales) tendentes a:  

  • reducir la anterior parcial redistribución de la riqueza (con el deterioro de las prestaciones y servicios sociales -empobrecimiento del salario indirecto y diferido-);  

  • elevar la tasa de ganancia a costa del incremento de la explotación y consecuente decadencia de las condiciones laborales, que conlleva también la pérdida de peso del salario directo para la reproducción de la fuerza de trabajo, con la consiguiente tendencia a la sobreexplotación, que se traduce en una mayor sobreexplotación, asimismo, del trabajo no-pago;  

  • apropiarse privadamente de la riqueza social acumulada (acentuación de la desposesión social), que pasa también por convertir en beneficio las actividades de reproducción social, de (creación y mantenimiento) de los bienes comunes para la vida.  [Pueden incluirse aquí las exacciones fiscales y el otorgamiento de dinero público a la inversión o incluso al balance de cuentas empresariales, mediante todo un paquete de contra-reformas: a) reducción de aportes patronales a la seguridad social; b) tributación regresiva en general; c) incremento de las oportunidades de inversión de capital excedente u ocioso a través de privatizaciones masivas; d) legalización de trabajos precarizados; e) significativo descenso de los empleos y de los salarios públicos; e) crecientes subvenciones públicas a la Banca y empresas privadas (rescates, ayudas, condonación de deudas…), entre otras. Estas políticas vienen a complementar las propias medidas empresariales para intentar contrarrestar la caída de la tasa de ganancia: deslocalización, desplazamientos técnico-organizativos, desplazamiento hacia los circuitos que anteriormente eran secundarios en la acumulación de capital (el suelo, la vivienda, las hipotecas), con la consiguiente gestión estatal del territorio de cara a su valorización especulativa (haciendo del conjunto del hábitat una mercancía que lleva emparejada su depredación)].  

Todos estos procesos no son casuales, propios de decisiones “perversas” o de malos gobernantes, ni resultantes de algún “fallo” del Sistema.

Son, por contra, procesos sistémicamente vinculados a las leyes del valor-capital y su reproducción ampliada, que se manifiestan con mayor contundencia, cada vez más necesariamente, en su actual fase degenerativa. 

No tener en absoluto esto presente lleva a quienes desde la “izquierda” se dedican a vender humo, a quedar cada vez más empequeñecidos/as, arrinconados/as y arrojados/as a la basura por el (movimiento degenerativo del) propio Sistema.


Parte II

Los agentes y movimientos socio-políticos atrapados en la alienación fundante de la sociedad capitalista, la de la mercancía, la traducen cotidianamente cuando interiorizan una supuesta escisión entre la esfera económica y la esfera política.

En razón de ello, no conciben la totalidad metabólica del capital como arena en la que lidiar, por lo que no contemplan romper con su orden social y se ven abocados demasiado a menudo a un accionar y a unos objetivos y propuestas reducidos a conseguir mejoras dentro del mismo. Objetivos ilusos que permanecen incluso en su actual fase degenerativa. 

Lo iluso proviene de dejarse llevar por ilusiones, y constituye con frecuencia el combustible de la esperanza en cuanto que anhelo sin anclaje material. Esperanza de conseguir más democracia, más libertad, más igualdad… dentro de los márgenes del menguante valor. En el ámbito de la política institucional -la política pequeña- esto es prácticamente sinónimo de fracaso, como estamos viendo que ocurre una tras otra con todas las “opciones progresistas” del Sistema que han saltado a la palestra en las últimas décadas.

La clase trabajadora fue incorporada al parlamentarismo burgués solamente cuando el Sistema pudo dejar de escindir sus Estados en “dos naciones” (la de las elites y la de la plebe) e integrar a la segunda mediante procesos de cierta redistribución de la riqueza y atención a las coordenadas básicas de su reproducción social.

La contrapartida fue confinar crecientemente la acción de clase en el marco de la política parlamentaria, con minúsculas. Pero la mercancía, el valor y el capital no son fuerzas parlamentarias, sino metabólicas del Sistema, que plasman las estructuras de Poder social con mayúsculas (más allá de puestos o cargos simbólico-institucionales), entrañan el modo de producción y reproducción de los procesos materiales de vida y de conciencia, así como las posibilidades de acción.

Marcan estructuralmente, en definitiva, los límites del parlamentarismo-reformismo que se puede ejercer en cada fase del capital y las condiciones bajo las que algunas capas de la clase trabajadora pueden acceder a la esfera institucional (siempre en desventaja de medios, posibilidades y recursos, respecto de la clase dominante).

Por eso, para la fuerza de trabajo deviene perentorio recuperar la dimensión Política (con mayúsculas) extraparlamentaria, metabólica, de totalidad. Más aún, cuando los puestos de mando del capital (de dirección o gestión social) escapan hacia esferas cada vez más ajenas a la intervención plebeya -de nuevo la población relegada a esa condición-, más y más alejadas de cualquier veleidad “democrática”, inalcanzables para cualquier efectividad reformista parlamentaria.

Así, la política económica y monetaria, los Bancos centrales y la política exterior, están cada vez más protegidos contra cualquier influencia social. Por supuesto los ejércitos, las finanzas, las inversiones en las cadenas globales del valor, las transnacionales… todo ello ha venido estando a lo largo de la historia ampliamente sustraído a las decisiones populares, pero en la actualidad resulta además integrado en estructuras globales fuera del alcance de la sociedad (órganos rectores de la UE, por ejemplo, G20, Foro de Davos, FMI, Banco Mundial, Organización Mundial de Comercio, mercados financieros, Tratados Bilaterales, grandes corporaciones transnacionales…), que imponen la ley del valor y la dictadura de su tasa de ganancia, traducidas en pérdida de redistribución del excedente, apropiación privada de lo público, techos de gasto, camisas de fuerza monetarias como el euro o aplicación obligatoria de ortodoxias neoliberales, por ejemplo.

Ahí la clase trabajadora siempre opera, pues, en un terreno político desequilibrado a priori por las estructuras de Poder existentes del modo de gestación y reproducción del metabolismo social. Así que sin proyección totalizante, sin integralidad práxica, sin enfrentar el modo de control del capital, las multivariadas izquierdas del Sistema se ven abocadas, más tarde o más temprano, de una forma u otra, a reproducir el orden del capital de manera connivente o cómplice, pues tienen que colaborar en sustentar la dinámica del valor, en que la reproducción ampliada de capital sea lo suficientemente exitosa como para que el Sistema pueda ser susceptible de proporcionar mejoras sociales. 

Por eso mismo esas izquierdas quedan inmersas en la irrelevancia e impotencia más evidentes, cuando se ven forzadas a padecer los vaivenes de una achacosa acumulación.  Por contra, entonces, el Sistema despliega tendencias más y más autoritarias y la dictadura de su (menguante) tasa de ganancia se exacerba, haciéndose sus adversas consecuencias sociales más evidente en todos los ámbitos.

Tendencia despótica del Sistema 

En la actualidad, una vez que las sociedades y sus direcciones de clase han sido derrotadas (fase neoliberal del capital), en su etapa post-neoliberal y “post-democrática” lo que tratan los agentes del capital es precisamente de encauzar  las reacciones habidas o por haber frente al deterioro de las condiciones de existencia y disciplinar-movilizar a la población a su antojo, porque necesitan que aquellas sociedades que fueron atomizadas funcionen como electorados pasivos movidos a discreción en función de una creciente competencia por los cada vez más escasos recursos o bienes sociales. De manera que hoy el despotismo se ejerce en nombre de la propia «democracia» (despotismo democrático).

Por decirlo de otra manera, ya no hay freno al ejercicio del poder neoliberal por medio de la ley, en la misma medida que la ley se ha convertido en el instrumento privilegiado de la lucha del neoliberalismo contra la democracia. El Estado de derecho no está siendo abolido desde fuera, sino destruido desde dentro para hacer de él un arma de guerra contra la población y al servicio de los dominantes (…) El marco normativo global que inserta a individuos e instituciones dentro de una lógica de guerra implacable se refuerza cada vez más y acaba progresivamente con la capacidad de resistencia, desactivando lo colectivo.

Esta naturaleza antidemocrática del sistema neoliberal explica en gran parte la espiral sin fin de la crisis y la aceleración ante nuestros ojos del proceso de desdemocratización, por el cual la democracia se vacía de su sustancia sin que se suprima formalmente (…)  Lo que aquí llamamos nuevo neoliberalismo es una versión original de la racionalidad neoliberal en la medida que ha adoptado abiertamente el paradigma de la guerra contra la población, apoyándose, para legitimarse, en la cólera de esa misma población e invocando incluso una soberanía popular dirigida contra las élites, contra la globalización o contra la Unión Europea, según los casos.

En otras palabras, una variante contemporánea del poder neoliberal ha hecho suya la retórica del soberanismo y ha adoptado un estilo populista para reforzar y radicalizar el dominio del capital sobre la sociedad. En el fondo es como si el neoliberalismo aprovechara la crisis de la democracia liberal-social que ha provocado y que no cesa de agravar para imponer mejor la lógica del capital sobre la sociedad” (Dardot y Laval, “Anatomía del nuevo neoliberalismo”, extraído de https://vientosur.info/anatomia-del-nuevo-neoliberalismo/).

En las formaciones socioestatales centrales del Sistema, el intento de preservar los privilegios del imperialismo (del “bienestar”) se convierte en un sueño nostálgico para la golpeada fuerza de trabajo, con concreciones políticas altamente reaccionarias.

Una parte creciente de ella se enrosca sobre sí misma pidiendo al Estado protección contra “los otros” y en adelante mira como rival o incluso enemiga a la clase trabajadora del resto del planeta. La inmigración se convierte, por doquier, en nódulo básico de la derechización social y de las contiendas electorales, según la creciente “fronterización” de las relaciones sociales globales se retroalimenta con una reestructuración y relocalización de la división internacional del trabajo, con la militarización de las relaciones internacionales y con la destrucción de condiciones laborales y sociales de las poblaciones en general.

Es por eso que tal inducida pulsión de rechazo racista-xenofóbico, ese “clasismo” entre la propia clase trabajadora, se aplica en una escala descendente de precarización, de unas sociedades a otras, en cada vez más partes del planeta.

Las opciones fascistas de nuevo cuño, las que algunos llaman “derechas extremas” (y aquí debemos tener precisión conceptual, pues las derechas nunca podrán ser “radicales” en un sentido marxista, es decir, ir a la raíz de los procesos), no son sino instrumentos políticos que traducen la degeneración del capital, favorecidos también por la mencionada integración al Sistema de las izquierdas neosocialdemócratas, carentes de soluciones reales para la población. Ante la deserción, cooptación, integración o colaboración de las nuevas izquierdas y de la mayor parte de las tradicionales, el vacío es ocupado por los renovados engendros del Sistema.

Así, el (neo)fascismo es de nuevo engordado por el Capital y multiplicado en distintos ámbitos y escenarios sociopolíticos, machacándose mediáticamente con sus mensajes, para 

  1. Ir “ablandando” a las sociedades y acostumbrándolas a la renovada supraestructura ideológica que destila el Sistema en degeneración, haciéndolas aceptar la cosmovisión acorde con ella.

  2. Ejercer de amenaza y hacer que la fuerza de trabajo con todavía alguna veleidad izquierdosa o de corte social vea como “aceptables” o preferibles, las políticas antisociales de las versiones blandas del Capital (“derechas moderadas”, socialdemocracia clásica, neosocialdemocracia o “izquierda del Sistema”…), ante el miedo a las fuerzas duras (“dóberman”) que aquél enseña (todavía a menudo encadenadas).

  3. Preparar a la sociedad para una posible instauración fascista de nuevo cuño. Teniendo en cuenta que esta opción definitiva la guarda el Capital en su versión fuerte para cuando la clase trabajadora ha adquirido fuerza y capacidad de enfrentar a su sistema de dominación y explotación (que no es el caso hoy). También recurrirá a ella en una versión puede que menos acabada si precisa de la militarización social para preparar un crecimiento a través de la Guerra. Proceso en el que sí hemos entrado de lleno.

Lo vemos en la última entrega.


*Andrés Piqueras es profesor titular de Sociología en la Universitat Jaume I de Castelló. Autor y director de numerosos estudios sobre migraciones, mundialización, identidades, movimientos sociales y agencialidad política; ha desmenuzado también la dialéctica Trabajo/Capital a lo largo del capitalismo histórico. Entre sus libros más destacados cabe citar Capital, migraciones e identidades (2007) y la obra colectiva del Observatorio Internacional de la Crisis (OIC), del que es miembro, El colapso de la globalización (2011). Recientemente ha publicado un libro de gran importancia, La opcion reformista: entre el despotismo y la revolucion, antecesor del que aquí se presenta. También es Premio Nacional de Investigación ¬´Marqués de Lozoya¬ª 1994, del Ministerio de Cultura, por su investigación sobre la identidad valenciana.

Fuente: El Blog de Andrés Piqueras Parte I y Parte II

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