¿Sobrevivirá la figura vicepresidencial?
Por Luis Córdova
Mientras leía la prensa argentina, imaginando el clima en la Casa Rosada tras la ruptura entre Javier Milei y Victoria Villarruel, me pregunté qué tan pertinente es la figura de la vicepresidencia en nuestras democracias.
Esa mañana, un joven ingeniero, libertario y admirador del polémico economista austral, respondió sin titubear a mi pregunta: ¿es necesario un vicepresidente? Su “no” contundente, compartido por otros en la conversación, reflejaba la experiencia reciente. ¿Tienen razón? Obviamente que parten de la experiencia recientísima y les da sentido a cada planteamiento.
En América Latina, la vicepresidencia genera más conflictos que estabilidad: en Argentina, Milei acusó a Villarruel de sabotaje fiscal por impulsar un aumento de pensiones; en Ecuador, Daniel Noboa suspendió a Verónica Abad por 150 días, ratificado por un tribunal; en Colombia, Francia Márquez denunció racismo tras ser apartada del Ministerio de Igualdad por su cuestionado manejo administrativo. Peor aún, en Nicaragua, Rosario Murillo refuerza el control familiar de Ortega, mientras en Venezuela el cargo es un instrumento de libre nombramiento presidencial. Chile y México eliminaron la vicepresidencia hace años, pero persisten modelos como el peruano, con dos vicepresidentes.
Como vemos, la figura vicepresidencial lejos de fortalecer la democracia, está generando caos a la vez que reproduce autoritarismos, un vicio peligroso para sistemas representativos.
La invención del vicepresidente fue fruto de la Convención Constitucional de Estados Unidos de 1787, que procuró un cargo para el candidato presidencial que quedara en segunda posición en los resultados electorales con la responsabilidad de presidir el Senado y garantizar la sucesión en caso de muerte o incapacidad del mandatario. Según John Adams, el primero en ocupar el puesto, este es “el cargo más insignificante jamás inventado”.
En el país, tuvimos el primero 10 años después de la independencia, el controversial Felipe Alfau, trinitario y santanista, quien a pesar de no aceptar la designación de vicepresidente, ocupó brevemente el ejecutivo a solicitud del General Pedro Santana, y aunque por períodos ha sido suprimida, la figura se mantiene ininterrumpidamente desde la Constitución de 1966.
A favor del cargo, se argumenta que asegura estabilidad, incluye minorías o actúa como contrapeso. Pero estas razones palidecen ante el auge de personalismos, mandatarios que monopolizan la atención y electores fascinados por “políticos celebrities”, con poco espacio para un “segundo al mando”.
Latinobarómetro 2024 revela que el 65% está insatisfecho con la democracia y solo el 37% confía en el presidente, lo que, junto a la indiferencia del 25% al tipo de régimen y la apertura al autoritarismo (35%), lleva a los jóvenes, más escépticos y abiertos a soluciones populistas, a rechazar cargos como la vicepresidencia, vistos como obstáculos a liderazgos directos.
Mientras algunos coleccionan anacronismos, afirmando que “eso no pasará aquí”, la pregunta persiste: en una democracia marcada por la desconfianza y el personalismo, ¿es hora de eliminar la vicepresidencia?