Sostenibilidad cosmética: cómo parecer ecológico sin cambiar nada

Setyo Budiantoro.

Imagen:  El «greenwashing» en materia de ESG es endémico en todo el mundo. Imagen: captura de pantalla de X.

Nunca ha sido tan fácil parecer sostenible, ni tan difícil serlo de verdad.


En un mundo adicto a las apariencias, los criterios ESG (medioambientales, sociales y de gobernanza) se han convertido en el disfraz perfecto.

Algunas cosas se adoptan tan rápidamente y de forma tan universal que nos olvidamos de plantearnos la pregunta más importante de todas: ¿por qué? Los criterios ESG son uno de esos casos.

En solo unos años, estas tres letras se han convertido en la lengua franca de los negocios globales. Las salas de juntas se hacen eco de sus promesas. Los informes anuales se adornan con sus métricas. Las decisiones de inversión dependen de su presencia.

Para muchas empresas, el ESG es ahora el pasaporte a los mercados globales, la prueba de fuego para la seguridad de la reputación, el andamiaje de la estrategia a largo plazo.

Pero bajo esta aceptación generalizada, se está desarrollando algo silenciosamente inquietante. En medio de la carrera por parecer sostenibles, ¿hemos olvidado serlo?

El panorama empresarial actual está saturado de “cómo”. Cómo divulgar. Cómo cumplir. Cómo demostrar responsabilidad. Crecen los departamentos de sostenibilidad. Se contratan consultores ESG. Se publican puntuaciones. Se actualizan los paneles de control. Se multiplican las certificaciones. Pero en toda esta coreografía, a menudo queda dolorosamente ausente una pregunta: ¿por qué hacemos esto en primer lugar?

Sin un “porqué” vivo, el ESG corre el riesgo de convertirse en una máscara bellamente decorada, un ritual performativo que tranquiliza a las partes interesadas, pero que rara vez transforma el alma de la empresa.

Se convierte en una óptica sin orientación, en un cumplimiento sin conciencia. La verdad más profunda es esta:el ESG ha facilitado que una empresa parezca buena sin llegar a serlo.

Estamos asistiendo al auge de lo que podría denominarse sostenibilidad cosmética, aquella que sabe redactar informes, pero no formular preguntas difíciles.

La que acumula etiquetas ecológicas, pero elude la responsabilidad moral. La que cuantifica el carbono, pero no el coraje. No se trata solo de un problema de comunicación. Es una crisis de integridad.

Cuando las empresas adoptan el ESG únicamente para acceder al capital, obtener licencias o establecer alianzas globales, pierden de vista lo esencial. El ESG nunca pretendió ser una meta.

Se concibió como una puerta de entrada. Un camino hacia una reflexión más profunda: ¿Cuál es nuestro lugar en el mundo? ¿Qué legado estamos dejando? ¿El futuro de quién estamos forjando?

La verdadera sostenibilidad no comienza con métricas, sino con significado. No reside en informes gruesos y coloridos, sino en los momentos invisibles en los que una empresa elige los principios por encima de la conveniencia, incluso cuando nadie está mirando.

No se demuestra con tarjetas de puntuación, sino con la forma en que una empresa responde cuando sus prácticas más rentables se ven cuestionadas por cuestiones éticas que ya no puede ignorar.

Para que quede claro, esto no es un llamamiento para abandonar los criterios ESG. Es un llamamiento para recuperar su esencia.

Porque cuando los criterios ESG se convierten en una simple lista de requisitos, pierden su poder para despertar conciencias. Y el mundo no necesita más métricas. Necesita más espejos.

Necesitamos un cambio: pasar de la sostenibilidad performativa a la responsabilidad transformadora. De “¿Cómo cumplimos la norma?” a “¿Qué futuro estamos ayudando a crear?”. De “¿Cómo reducimos el daño?” a “¿Cómo nos convertimos en una fuerza para el bien?”.

Este cambio no tiene que ver con la perfección. Tiene que ver con el coraje. Se trata de que las empresas se atrevan a preguntarse: si desapareciéramos mañana, ¿el mundo nos echaría de menos? ¿Las comunidades serían más pobres, los ecosistemas más vulnerables, el futuro más incierto? ¿O se perdería poco, porque en realidad nunca aportamos ningún valor añadido?

Esa es la verdadera medida de la sostenibilidad. No en promesas de cero emisiones netas, sino en una presencia neta positiva, la idea de que la existencia de una empresa hace que el mundo sea tangiblemente mejor, no solo menos malo.

Y este cambio no requiere grandes eslóganes. Comienza en silencio. Comienza con la voluntad de mirar hacia dentro, de examinar si nuestras decisiones se ajustan a nuestros valores declarados.

Si nuestras cadenas de suministro reflejan la justicia. Si nuestro crecimiento eleva a los olvidados. Si nuestros beneficios contribuyen a la regeneración en lugar de a la extracción.

Este tipo de sostenibilidad no está reservado a las salas de juntas de Zúrich o Estocolmo.

De hecho, algunos de los ejemplos más poderosos no provienen de Europa, sino de valles tropicales, granjas locales y ecosistemas indígenas donde la sostenibilidad no es una estrategia, sino una forma de vida.

En una de estas regiones, una empresa transformó silenciosamente toda su cadena de suministro en un ecosistema circular. Los residuos del procesamiento de frutas se convirtieron en pienso para animales, fertilizantes orgánicos y bioenergía limpia. No se desechó nada. Todo servía para alimentar algo más.

Más allá de la brillantez técnica, había un compromiso más profundo: restablecer el equilibrio entre la producción, las personas y el planeta.

Lo que lo hizo extraordinario no fue solo la innovación, sino sus raíces. No surgió de Silicon Valley.

Nació de la sabiduría agrícola, el ingenio local y el tipo de humildad que escucha a la tierra antes de hablar con los inversores. No se trataba de ESG como rendimiento. Era sostenibilidad como participación. Como relación. Como responsabilidad.

Y en todos los sectores, en todas las regiones, hay empresas, algunas pequeñas, otras enormes, que recorren silenciosamente este camino. No siempre ganan premios. Pero hacen algo más duradero: reparan. Nutren. Restablecen la confianza. Eligen la profundidad en lugar de la apariencia.

No siempre las encontrarás en la primera página de los rankings de sostenibilidad. Pero sentirás su impacto donde más importa: en la dignidad de los agricultores cuyos medios de vida son respetados. En la salud de los ríos que ya no se tratan como vertederos. En la resiliencia de las comunidades que ya no son invisibles en las salas de juntas.

Estas empresas no se limitan a preguntar cómo cumplir. Viven de un porqué que no se puede externalizar. Entienden que la sostenibilidad no es una estrategia, sino una identidad. No es un departamento, sino una dirección. No es una herramienta de marca, sino una brújula moral.

Ha llegado el momento de que todas las empresas elijan. ¿Serás recordado como alguien que dominó el arte de parecer responsable? ¿O como alguien que, de forma silenciosa, constante y valiente, hizo del mundo un lugar mejor, no por motivos de marketing, sino porque era lo correcto?

La próxima frontera de la sostenibilidad no se conquistará con mejores visualizaciones de datos o herramientas de divulgación más sofisticadas.

La liderarán aquellos que estén dispuestos a anteponer la conciencia a la comodidad y el significado a las métricas.

Así que pregúntese, con honestidad y sin fingir: si su empresa dejara de existir, ¿el mundo perdería algo irremplazable? Si la respuesta es incierta, tal vez sea hora de volver atrás, no a la mesa de diseño, sino al espejo.

Porque el verdadero futuro de los criterios ESG no pertenecerá a las empresas que gritaron más fuerte, sino a aquellas cuyas decisiones silenciosas ayudaron a construir un mundo mejor y verdaderamente sostenible.

Traducción nuestra


*Setyo Budiantoro es experto en desarrollo sostenible en The Prakarsa, miembro del MIT Sloan IDEAS, miembro del comité asesor de Fair Finance Asia y experto en ODS-ESG en la Asociación Profesional de ESG de Indonesia (IEPA).

Fuente original: Asia Times

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