Violencia y criminalidad, un problema sistémico
César Pérez
Cuando un sistema es incapaz de regular la producción y distribución de la riqueza y del espacio alimenta la voracidad de los que más tienen, se producen los desequilibrios regionales, los procesos de urbanización descontrolados y empobrecedores, los espacios “tierra de nadie”, se restringen las economías urbanas y la vida cotidiana, disminuyendo la identidad de la gente con su hábitat y con el país, emigrando sus mejore talentos.
Desde siempre, el flagelo de la violencia y la criminalidad, en sus diversas modalidades ha azotado el mundo. Cada forma de producir y distribuir la riqueza ha tendido que lidiar con ese fenómeno. Es una constante, cuya complejidad, expansión e incidencia en la vida social, política y económica, crece conforme crece la diversidad y capacidad de un sistema de producir riqueza. Hoy, más que nunca las transformaciones tecnológicas han multiplicado esa capacidad de diversificar y potenciar los bienes y servicios, además de las más insólitas exclusividades de acceso a cierto consumo. Por eso, hoy la violencia, la criminalidad y diversas formas de corrupción han alcanzado niveles tales que en algunos países han doblegado instituciones claves del Estado llevándolo prácticamente al colapso.
Este fenómeno no es privativo de países de economía poco o relativamente poco desarrollada. En los inicios de los años 90 en Italia, entonces la séptima economía del mundo, algunos jueces llevaron a cabo una investigación/acción llamada “mani puliti (manos limpias), que denunció el entramado de corrupción creado por altos dirigentes políticos para sobornar a sectores empresariales, los cuales a la vez sobornaban a aquellos, donde la participación de la mafia era evidente. Se le llamó “targentopoli” (ciudad soborno). La denuncia significó la caída de altos jefes de las cúpulas política y empresariales. Las organizaciones criminales recurrieron a todos los medios para detener los procesos judiciales, asesinando connotados miembros de la judicatura, desatándose el atentado criminal contra el famoso juez siciliano Gianni Falcone, en 1992.
La persecución a esos jueces llegó a tal nivel que tuvieron que refugiarse en cuarteles, junto a sus familias. El Estado fue incapaz de defender los pilares en que descansaba la Justicia. Una costosísima derrota. En América Latina y el Caribe reina la violencia del crimen organizado. En Chile, por inevitable razón táctica para detener la derecha, el gobierno de izquierda ha convocado el Consejo de Seguridad Nacional, Cosena, una creación de la dictadura pinochetista (de la que forma parte el ejército), para intentar enfrentar el incremento de la violencia e inseguridad. De las 20 ciudades más peligrosas del mundo, las primeras seis están en México, en varias regiones muchos alcaldes tienen que renunciar a un segundo mandato, porque sus vidas no están garantizadas si no hacen lo que ordenan las bandas criminales.
En muchas zonas de ese país, el Estado es incapaz de proteger a sus elegidos ni el libre ejercicio del periodismo. En Ecuador, zonas de Colombia, de Haití, Venezuela, Honduras, etc. la sociedad y los elegidos son prácticamente rehenes de la criminalidad, al igual que en la generalidad de los países de esta región que, del mundo, es la más desigual, la de mayores niveles de discriminaciones de carácter étnico y social, la de mayor corrupción y con algunos estados rehenes de las élites económicas. Está demostrado que, a mayor desigualdad social, mayor es el incremento de la violencia, más criminalidad y la corrupción y mayor el costo del combate a este flagelo, lo cual implica menos recursos para combatir y mitigar la pobreza.
A ese propósito, según un informe del BID sobre el gasto del PBI, “Estados Unidos invierte 2,75%, Francia 1,87% y Alemania 1,34% en el combate a la inseguridad, en la región latinoamericana se destina hasta 3,55%”. Ese gasto, aparte de no corresponderse con niveles de eficiencia deseables, ni de rehabilitación de los apresados, todo lo contrario, es dinero que hubiese servido para invertirlo en mejorar las condiciones del hábitat. ¿Cuánto se invierte para detener las aglomeraciones urbanas degradadas, sin servicios, con escuelas tomadas por la violencia y de pésima calidad de la enseñanza? Existe una relación entre pobreza urbana, inseguridad, criminalidad, pero más que la pobreza es la desigualdad la que alimenta el flagelo.
La desigualdad es la cara más afrentosa de la pobreza, porque incrementa el sentimiento de exclusión/reclusión y de carencia de derechos, una circunstancia que se “normaliza” e institucionaliza en la mente de los excluidos como en los excluyentes. Una expresión de este aserto es que cuando este fenómeno es errónea y alevosamente asociado al tema migratorio, la generalidad de esos dos sectores tiende a reaccionar de manera similar frente al migrante. Así, se produce otra forma de violencia que algunos autores la tipifican como delito de odio, tan frecuente en los países cuyas economías dependen fundamentalmente de la mano de obra extranjera. Algo que nos toca de cerca…
La violencia e inseguridad ciudadana es muy compleja, ha devenido sistémica y la mejor perspectiva para su abordaje es la integral. Combatirlo solo mediante la fuerza o con la orgía del poder que irrespeta derechos humanos inalienable, como se hace en El Salvador, dificulta ir a la causa última que lo provoca: la desigualdad. Cuando un sistema es incapaz de regular la producción y distribución de la riqueza y del espacio alimenta la voracidad de los que más tienen, se producen los desequilibrios regionales, los procesos de urbanización descontrolados y empobrecedores, los espacios “tierra de nadie”, se restringen las economías urbanas y la vida cotidiana, disminuyendo la identidad de la gente con su hábitat y con el país, emigrando sus mejore talentos. Sobre todo, los más jóvenes.
Son elementos que configuran nuestros sistemas políticos. Son los costos de la inseguridad ciudadana.