20 años después de la catástrofe de Irak,los apologistas de la guerra todavía dominan la política exterior de EE UU

Katrina vanden Heuvel para Globetrotter.

 

 Biden llegó al Gobierno jurando crear una política exterior para la clase media, pero ha procedido a reafirmar el delirio imperial americano: que tenemos los recursos, la sabiduría y el privilegio para ser los policías del mundo, el oponerse a Rusia y China en sus propios vecindarios, mientras caza terroristas, lanza bombas desde drones en siete países, y despacha fuerzas en más de 100 países en todo el mundo.


En Varsovia, durante febrero, el presidente Joe Biden condenó la invasión ilegal de Rusia a Ucrania: “La idea de que una fuerza de más de 100.000 invadiesen otro país… no había pasado algo similar desde la Segunda Guerra Mundial”. Un mes después se cumplió el 20º aniversario de la mayor debacle de política exterior de los Estados Unidos desde Vietnam: la “guerra de elección” de los Estados Unidos contra Irak, con 130.000 soldados invadiendo un país para derrocar a su Gobierno.

Dado el alcance de la locura, es comprensible que Biden quiera enterrarla en la memoria. Aunque no tan orweliano como Biden, gran parte de los comentarios en torno al 20º aniversario trataron igualmente de explicar, justificar o restar importancia a la calamidad. Esto no es sorprendente, ya que pocos de los perpetradores, propagandistas y porristas que nos condujeron a la guerra han sufrido alguna consecuencia. Sus reputaciones volvieron a pulirse; su estatura en la cúpula de la política exterior estadounidense se mantuvo. Extrañamente, aquellos que nos llevaron al desastre continúan dominando las principales plataformas mediáticas de los Estados Unidos, mientras que aquellos que nos alertaron contra ella son, en gran medida, empujados hacia los márgenes.

“Maquillar” la guerra de Irak no es tarea fácil. La administración Bush publicitaba su doctrina de guerra preventiva, desdeñaba la necesidad de que los Estados Unidos – en el apogeo de su momento unipolar – buscaran la autoridad de las Naciones Unidas, la aprobación de los aliados de la OTAN, o la adhesión al derecho internacional. Mucho antes del 11 de septiembre de 2001, Irak era un objetivo para los neoconservadores, tal como lo dejaron claro los propagandistas del Proyecto para un Nuevo Siglo Americano. La presión por la guerra comenzó horas después del 11 de septiembre, a pesar del hecho de que Saddam Hussein era un enemigo declarado de Al Qaeda. La administración Bush hizo campaña para vender la amenaza, volviéndola – como escribió el secretario de Estado Dean Acheson al comienzo de la Guerra Fría – “más clara que la verdad”. Para asesoría en el mensaje, la administración contrató a gurúes profesionales de las relaciones públicas como Charlotte Beers, “la reina de Madison Avenue”, que venía directamente de haber sido galardonada por campañas promocionales para vender arroz Uncle Ben y champú Head & Shoulders. Del presidente hacia abajo – aunque no tenían evidencia alguna de una conexión que no existía – buscaron asociar a Saddam Hussein con el 11 de septiembre. Luego se enfocaron en la amenaza que representaban sus supuestas armas de destrucción masiva. Para superar a los analistas escépticos de la CIA, el vicepresidente Dick Cheney formó su propio grupo de inteligencia, mientras que el übber-lobista John Rendon inventó un Congreso Nacional Iraquí encabezado por el nefario financista Ahmed Chalabi, que proveyó “inteligencia” por encargo.

A pesar del mercadeo del miedo, la administración enfrentó las mayores manifestaciones jamás organizadas contra una guerra antes de que comenzara, lo que el New York Timesdenominó “un nuevo superpoder”. Alemania, Francia y la OTAN se negaron a apoyar; la ONU se negó a autorizar. Pero periodistas y editorialistas de los medios mainstream se hicieron eco de lo que aseguraba la administración; los opinadores liberales se apresuraron a exhibir su fervor patriótico. Con pocas excepciones, los políticos liberales apoyaron para preservar su “credibilidad”. Funcionó el bombardeo diario de distorsiones y engaños: en vísperas de la guerra, dos tercios de los estadounidenses creían que Saddam Hussein estaba detrás del 11 de septiembre, y cerca del cuatro quintoscreyeron que estaba a punto de tener armas nucleares.

Y entonces, la catástrofe. La guerra le costó a los Estados Unidos 4.600 muertos, y más de 30.000 heridos. Los estimados de los muertos iraquíes alcanzan los 400.000, con la impactante cifra de 7 millones de refugiados y un millón más de desplazados internos. El conflicto sectario brutalizó a Irak. Emergió y proliferó una nueva generación de yijadistas. Irán ganó influencia en la región.

Al día de hoy, la reputación de los Estados Unidos no se ha recuperado. La mayor parte del mundo se ha mantenido al margen del conflicto ruso-ucraniano, desestimando el hostigamiento estadounidense del “orden internacional basado en reglas” como hipocresía. La influencia de China se ha esparcido mientras que los Estados Unidos se revuelve en guerras sin fin en el Medio Oriente. Los estadounidenses están cansados de las guerras sin victoria. La prensa despilfarró su credibilidad. Y la arrogancia e irresponsabilidad del establishment de la política exterior quedó expuesta, todo contribuyendo a la victoria de Donald Trump en 2016.

Veinte años después, los promotores y apologistas de la guerra luchan por justificar su dirección calamitosa, o ablandaron opiniones y alcanzaron, en las palabras del expresidente de la Foreign Policy Association, Richard Haas, “un consenso impreciso sobre el legado de la guerra”.

Una excusa frecuente es que la guerra fue un error o una tragedia, pero no un crimen. La administración, se alega, en realidad creyó que Hussein tenía armas de destrucción masiva. Fue, según escribe Hal Brands para Foreign Affairs, “una tragedia comprensible, nacida de motivos honorables y preocupaciones genuinas”. A pesar de la falta de evidencias, una “masa crítica de funcionarios de alto nivel… hablaron entre sí para creerse la justificación mejor preparada y disponible”, concluyó Max Fisher en el Times. De hecho, la “guerra de elección” fue producto de la hibris, en unos tiempos en los que los Estados Unidos estaba en la cima de su poder, conducido por fanáticos que desdeñaban la ley, la evidencia y “el orden basado en reglas”. O, como lo puso el Secretario de Estado Colin Powell, al revisar el material que le suministraron para su discurso en la ONU, “estas son patrañas”.

Otros, risiblemente, sugieren que como resultado de la invasión Irak está mejor hoy en día. Saddam Hussein era un hombre malo, “el arma de destrucción masiva indiscutiblemente real en Irak”, escribe el columnista del New York Times Bret Stephens, justificando su apoyo a la guerra. Librarse de él fue una bendición para los iraquíes, alega Stephens, con “Irak, el Medio Oriente y el mundo mucho mejor por haberse librado de ese tirano peligroso”. Esta conclusión descarada sólo puede hacerse al ignorar la devastación que se forjó sobre el país, la región y la credibilidad de los Estados Unidos. Es la misma arrogancia que llevó al cambio de régimen en Libia, con el resultado, una vez más, de una guerra civil sangrienta.

Algunos, como David Frum – el redactor de los discursos de Bush que se dice creó el término “el eje del mal” (la agrupación absurda de Irak e Irán –dos enemigos fervientes– con el régimen de Corea del Norte, del que ninguno tenía conexión con el otro) – sugiere que los iraquíes son quienes tienen la mayor carga de culpa. Le “ofrecimos a Irak un futuro mejor”, tuiteó Frum. “Sean cuales sean los errores de Occidente, la guerra sectaria fue una elección que hicieron para sí mismos los iraquíes”.

El precio de no hacer responsables de esta debacle a los perpetradores es que su visión del mundo todavía domina al establecimiento de la seguridad nacional de los Estados Unidos. Biden llegó al Gobierno jurando crear una política exterior para la clase media, pero ha procedido a reafirmar el delirio imperial americano: que tenemos los recursos, la sabiduría y el privilegio para ser los policías del mundo, el oponerse a Rusia y China en sus propios vecindarios, mientras caza terroristas, lanza bombas desde drones en siete países, y despacha fuerzas en más de 100 países en todo el mundo. Condenamos sensiblemente la invasión rusa de Ucrania como una violación del derecho internacional. Pero Richard Haas, un miembro privilegiado de la cúpula de la política exterior, puede escribir – al parecer sin ironía – que la lección que debe tomarse de Irak no es la oposición a una guerra agresiva sino que “las guerras por elección deberían comenzar sólo con un cuidado y consideración extremos de los probables costos y beneficios”. Seguramente, uno de los horrores duraderos de Irak es que, a pesar de la calamidad, el establishmentde la política exterior estadounidense permanece intacto, y su visión permanece sin cambio alguno.


*Katrina vanden Heuvel es directora editorial y redactora de Nation y la presidenta del Comité para el Acuerdo Ruso-Americano (ACURA, por sus siglas en inglés). Escribe una columna semanal en el Washington Post y es comentarista habitual de política estadounidense e internacional en Democracy Now, PBS, ABC, MSNBC y CNN. La encuentran en Twitter como @KatrinaNation.

Fuente: Globetrotter.

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