Por Cecilia González. RT. El mecanismo funciona a la perfección.
Cualquier escándalo de un personaje no amigo es magnificado, repetido y explotado al máximo por la prensa opositora a los gobiernos populares. O populistas, como les gusta calificarlos, la gran parte de las veces con un dejo de desprecio.
Pasó esta semana en Argentina, pero pasa en América Latina, todo el tiempo.
El enésimo exabrupto de un funcionario de un Gobierno autopercibido como progresista volvió a demostrar que la prensa tradicional sigue controlando la agenda mediática sin que la prensa oficialista, que es minoritaria, logre equilibrar la balanza, aunque también hace sus propios esfuerzos, con los mismos métodos que tienen más de militancia que de periodismo.
Este caso comenzó con un tuit de Aníbal Fernández, el nuevo ministro de Seguridad del Gobierno de Alberto Fernández que ya arrastra una larga carrera como funcionario, tan larga como las interminables polémicas en las que queda envuelto por su incontenible y muchas veces ofensiva verborragia.
Fernández, que ya fue pluriministro en las presidencias de Eduardo Duhalde, Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner, respondió con prepotencia a una crítica al Gobierno que había hecho Nik, uno de los dibujantes más famosos de Argentina y quien es conocido por su afinidad con la derecha y por ser acusado frecuentemente de plagiar a artistas nacionales e internacionales.
La reacción del político, deplorable por el tono y por aludir a la escuela en donde estudian los hijos del caricaturista, no fue sorpresiva, porque si de algo hace alarde Fernández –y quienes lo defienden y justifican– es de su «incorrección política», aunque las bravuconerías no correspondan a la responsabilidad y sobriedad que debería tener cualquier funcionario público, mucho más de uno que acaba de entrar al Gabinete y que forma parte de la renovación urgente de un Gobierno que está en graves problemas y al que le urgen votos en medio de una crisis económica que mantiene a más del 40 % de la población en la pobreza.
Pero más previsible aun fue la cobertura mediática que desató el intercambio tuitero entre el político y el dibujante.
Unidos y organizados
La maquinaria de la prensa opositora, que controla a los principales diarios, radios, portales y canales de televisión, se activó de inmediato para convocar a la indignación general.
En plena sobreactuación, abundaron las columnas moralinas, predominaron los gestos adustos, las críticas y los reclamos de las y los comunicadores expertos en doble vara que jamás se inmutan ante las barbaridades que dicen los políticos de derecha.
Porque la actitud del ministro es indefendible, pero lo es tanto como la de dirigentes que trabajaron con el expresidente Mauricio Macri y siguen ocupando cargos públicos o tienen relevancia mediática. Que son entrevistados como si tuvieran alguna autoridad, sin ser cuestionados a fondo por el desastre económico y social que dejó el Gobierno al que pertenecieron o por sus discursos cargados de agravios hacia los adversarios.
Entre ellos se encuentran, por ejemplo, la presidenta del principal partido opositor,Patricia Bullrich, quien como exministra de Seguridad arrastra una larga lista de difamaciones a víctimas de derechos humanos; la exdiputada Elisa Carrió, experta en vaticinar catástrofes sociales y campañas del miedo; los diputados Fernando Iglesias (conocido como ‘diputroll’ por sus frecuentes injurias y ataques, en particular a mujeres), Waldo Wolff y Fernando Sánchez, y la extitular de la Oficina Anticorrupción, Laura Alonso.
Todos comparten una permanente violencia verbal, difusión de información falsa y un estilo pendenciero que jamás alcanza los niveles de cobertura y condena que se les hace a los políticos peronistas.
Y han hecho escuela, porque varias de las nuevas figuras de la derecha que este año se postulan por primera vez a un cargo de elección popular fueron reclutadas precisamente por la agresividad con la que se manejan en las redes sociales. Ya sea una científica (Sandra Pitta), una supuesta experta en temas de Seguridad (Florencia Arietto) y una politóloga (Sabrina Ajmechet), pasaron del tuit insultante a la boleta electoral, sin escalas, gracias a sus enfervorecidas diatribas antiperonistas.
Degradación
Lo mismo ocurre con periodistas (por ejemplo Jorge Lanata) y personajes de la farándula (Alfredo Casero) que hace apenas dos décadas representaban una supuesta rebeldía y hoy son aplaudidos y abrazados por la derecha. O con líderes que se apropiaron del término «liberal», como Javier Milei y José Luis Espert, dos economistas de ultraderecha convocados y citados a diario por gran parte de los medios como si sus discursos plagados de violencia tuvieran algún grado de sensatez.
En conjunto, todos estos personajes tienen garantizada gran difusión en los medios gracias a que denuestan con insultos al Gobierno, al peronismo y, con una particular obsesión, a la expresidenta y actual vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner. Pero su agresividad verbal, que muchas veces de plano es soez, jamás amerita portadas ni extensas coberturas, ni condenas a granel.
La prensa tradicional se abroquela para tratarlos con benevolencia. Son amigos. Por eso, en el colmo de la hipocresía, todas estas voces pueden criticar, espantarse por la agresividad del ministro de Seguridad, y firmar cartas y manifiestos e instalar hashtags para defender al dibujante con un tono de arrogancia y superioridad moral de la que, en realidad, carecen.
Consolidan así su relato contra el peronismo «mafioso, intolerante y violento» que «no respeta al que piensa distinto», aunque muchas veces quienes en realidad actúan así, o peor, son ellos mismos.
El problema es que, con este tipo de actitudes, dirigentes oficialistas (como Aníbal Fernández o el hoy marginal exsecretario de Comercio, Guillermo Moreno) y opositores (como todos los mencionados) rebajan el nivel de la discusión política en Argentina entre aplausos de sus respectivos públicos. Algunos sectores incluso les exigen una mayor radicalización. El insulto se antepone al debate de ideas.
En ese clima, pierde toda la sociedad.
No era La Morsa
La exagerada cobertura de la pelea tuitera (en la que Fernández tiene mayor responsabilidad por representar al Estado) reflotó un caso paradigmático del daño que produce la complicidad entre periodistas, políticos, policías y espías y que permite fabricar noticias que, más bien, son difamaciones que quedan instaladas y que es imposible eliminar.
En agosto de 2015, el programa ‘Periodismo para Todos’, principal foro opositor de ese momento al Gobierno kirchnerista, aseguró que Aníbal Fernández, entonces precandidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires, era ‘La Morsa’, un misterioso y tenebroso personaje señalado como autor intelectual del crimen de tres empresarios involucrados en el multimillonario tráfico de efedrina que se enviaba a cárteles mexicanos.
Los testigos del programa eran Martín Lanatta, quien habló desde la cárcel porque ya había sido condenado como autor material del crimen; y el excomisario José Luis Salerno, quien ya estaba procesado. Ambos aseguraron que Fernández era ‘La Morsa’.
Desde entonces, gracias a la estrategia del Grupo Clarín, el multimedios más importante de Argentina que ya llevaba años enfrentado al kirchnerismo y que, al igual que el resto de los medios antiperonistas, replicó la ‘noticia’ en sus radios, canales de televisión, portales y diarios, el ministro se convirtió en el político argentino más acusado de tener vínculos con el narcotráfico.
Nada importó que Lanatta estuviera contradiciendo lo que había declarado durante el juicio y que al día siguiente su esposa y su abogado lo desmintieran. Ni que el programa no revelara que la entrevista a Salerno se había realizado en casa de la diputada opositora Elisa Carrió. En plena campaña, una de las líderes más mediáticas del país se convertía en una productora televisiva en las sombras en alianza con periodistas amigos que escondieron esa información, a sabiendas de que demostraba los intereses políticos que había detrás del reportaje.
Lo más grave era que no había ninguna prueba de la acusación. Las declaraciones quedaron sólo en eso, porque en los años siguientes en ningún juicio se pudo probar relación alguna de Fernández con el triple crimen ni con el tráfico de efedrina. Ni fue procesado, ni imputado ni llamado a declarar. Es más, en octubre del año pasado el propio diario Clarín informó en una nota que ‘La Morsa’ era Julio César Posse, un exagente de inteligencia. La revelación fue celebraba incluso por el presidente porque limpiaba la imagen de su ministro.
La calumnia mediática es imborrable. Y, por supuesto, nadie se disculpa por eso. Los responsables siguen presumiendo la inexistente independencia de su periodismo. Solazados en el éxito de su endogámico mecanismo para imponer temas e incitar indignaciones, hasta se premian entre ellos.