Peña Gómez: mi historia ( 7 de 11)

Por Farid Kury

En la ceremonia de toma de posesión de Héctor García Godoy no estuvieron presentes Antonio Imbert Barrera, ni el coronel Elías Wessin y Wessin ni el coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó. Llegaba al poder bendecido por los norteamericanos, y en cierto modo, por el PRD. Imbert y Wessin no lo veían con agrado. A los comandos izquierdistas y a muchos constitucionalistas, entre ellos, Caamaño, tampoco agradaba. El cansancio, el agotamiento y la desesperación colectiva hacían que ambos bandos lo aceptaran muy a regañadientes.

Vegano y de sólo 42 años, García Godoy pertenecía a una familia distinguida y de tradición en el poder. Por el lado paterno era nieto de Federico García Godoy, autor de “Rufinito” y de “Guanuma”, joyas de la literatura dominicana. Por el lado materno, era nieto de Ramón Cáceres, ex presidente de la República y matador del dictador Ulises Heureaux. En tanto, él había sido diplomático en el final de la dictadura de Trujillo, Canciller en el gobierno democrático del profesor Juan Bosch, y funcionario en El Triunvirato, y también uno de los fundadores del Partido Reformista. Era sin duda un político de fácil adaptación a las circunstancias. Era, como el agua, adaptable a cualquier envase.

Ahora llegaba al Palacio provisionalmente y con la encomienda de convocar a elecciones. De todas maneras, su presidencia significaba el fin de una guerra civil y patriótica que duró 135 días, en los cuales el valor y el patriotismo dominicano llegaron a niveles insospechados.

Poco tiempo después, el CEFA fue disuelto y el coronel Wessin y Wessin sacado del país. En cuanto a los militares constitucionalistas ninguno fue colocado en puestos de mando dentro de las Fuerzas Armadas. Además, la represión y los asesinatos contra los simpatizantes de la causa constitucionalista estuvieron a la orden del día. La paz y la pacificación del país se estaban imponiendo, pero a punta de bayonetas.

Así andaban las cosas cuando el 25 de septiembre, acompañado de su esposa, Doña Carmen Quidiello, y de una comitiva de dirigentes perredeístas, arribó al país desde Puerto Rico el profesor Juan Bosch, justo dos años después de su derrocamiento y cinco meses después del inicio de La Guerra de Abril. Su prestigio y su moral estaban más altos que nunca. Era el símbolo político más elevado de la justicia social y la guerra patria. Llegaba en medio de insistentes rumores de que se atentaría contra su vida y contra los que osaren recibirlo. Pero el PRD no era de los que se dejaba amedrentar. Era un partido aguerrido, con una amplia base social y popular y de una profunda idolatría a su líder.

Por aquellos difíciles días, convertido ya en un dirigente importante del partido blanco, dejé sentir mi voz en defensa de nuestro líder, el profesor Juan Bosch. Fui firme en proclamar a través de la radio que cualquier atentado contra Juan Bosch pondrá el país nuevamente al borde de la guerra. Lo dije sin ambages así: “Personas influyentes están presionando a los círculos oficiales de Washington para impedir el retorno del profesor Juan Bosch”. Y a seguidas advertí que “de suceder cosas desagradables que pongan en peligro la integridad física de Bosch, se pondría en serio peligro la paz precaria de que disfruta actualmente el país”.

En el aeropuerto estuve entre los primeros que abrazó a mi compadre y líder, profesor Juan Bosch. El recibimiento fue grande y emocionante. Del aeropuerto nos dirigimos al malecón donde me tocaría el honor de presentarlo ante una gigantesca multitud que de manera delirante lo aclamaba. El discurso de Bosch fue breve y emocionante. Entre otras cosas dijo: “Si la admiración matara, yo no estaría hablando a ustedes en estos momentos. Abrazar a Caamaño, a Montes Arache, a Lachapelle, Alvarez Holguín, Lora Fernández, Ureña, Pichirilo, Barahona, Domingo de la Mota, Amor Díaz, y a todo soldado constitucionalista constituye una experiencia difícil de explicar con palabras”.

Aquella tarde, terminada la manifestación del malecón, el profesor Juan Bosch recorrió el conde, el histórico Conde, donde el coronel Caamaño había tenido la sede principal del gobierno constitucionalista, y yo, seguidor a ultranza de Bosch, estuve a su lado en todo el recorrido. Al final de la caminata en la que nuestro líder iba recibiendo los saludos de los dominicanos, me tocó desde el local del PRD pronunciar algunas palabras en las que resalté el valor patriótico de los militares constitucionalistas y pedí a los presente cerrar filas bajo el liderazgo carismático y las orientaciones del líder del Partido Revolucionario Dominicano.

II

Con el regreso del profesor Juan Bosch retornó la esperanza de devolverlo al poder. Esta vez no a través de la guerra, sino de las elecciones, que serían convocadas por el gobierno provisional para el 1 de junio de 1966. La utopía de las masas no podía sucumbir. Lo que no se logró en La Trinchera del Honor, trataríamos de lograrlo en esas elecciones.

Pero las masas ignoraban lo que Juan Bosch y los principales dirigentes perredeístas sabíamos. Si el intento militar del 24 de abril de 1965 de devolverlo al poder había fracasado y había provocado la intervención militar de Estados Unidos, era impensable lograrlo en las elecciones. Al frente de las Fuerzas Armadas seguían los militares opuestos a nuestro líder, y el país seguía ocupado por las tropas norteamericanas. Los militares constitucionalistas habían sido aislados en las afueras de la capital, y algunos habían sido desterrados en insignificantes posiciones diplomáticas.

Para nosotros la situación era muy desfavorable. Eso lo sabíamos con exactitud. No nos hacíamos ilusiones de ganar. Pero, entendiendo que era la manera de sacar las tropas interventoras del país, y muy consciente de lo que pasaría, el ex presidente adoptó la decisión, muy correcta, de participar en las elecciones. El doctor Joaquín Balaguer sería nuestro contrincante. De sólida formación intelectual y de un instinto político admirable, había sido llevado por el tirano a la presidencia en 1960, y había tenido que abandonarla después de su muerte en enero de 1962. Asilado por 45 días en La Nunciatura y desterrado luego, regresó al país, en plena revolución, bendecido por los norteamericanos. Ahora, frente a nuestro líder, sería el candidato de la oligarquía, de los mandos militares y del gobierno norteamericano.

En esas elecciones mi papel fue preponderante. Estuve muy cerca del profesor Juan Bosch recibiendo directamente sus instrucciones y aportando mis ideas. Participé en la organización de las escasas manifestaciones que hicimos y casi en todas pronuncié encendidas y formidables piezas oratorias.

En aquella campaña, y en atención a mis méritos y talento, el propio Bosch me ofreció una diputación por la capital, lo cual era una muestra del aprecio y cariño que entonces me tenía mi compadre. Pero, como en 1962, rechacé el ofrecimiento, no sin expresarle mi más profundo agradecimiento. No me interesaba ser diputado ni ocupar ningún cargo. Mi negativa fue justificada así: “Ni ahora ni en la campaña anterior aspiré a cargo público alguno. Yo debí ser diputado y no quise. Luego el profesor Bosch me ofreció un alto cargo en el gobierno, y lo rechacé al notar que el Partido necesitaba que algunos de sus más altos dirigentes permanecieran en sus filas. Ahora tampoco voy a aceptar ninguna posición. Sinceramente puedo asegurar que dentro del campo político no tengo ninguna aspiración que se contraiga hacia el desempeño de ninguna posición. Mi única posición es ver la patria libre de explotadores, de invasores y de la miseria”.

El 1 de junio el pueblo acudió a las urnas y votó mayoritariamente por nuestro candidato, pero la Junta Central Electoral, en base a un fraude descomunal, proclamó ganador al doctor Balaguer. El 1 de julio el déspota ilustrado sería juramentado como presidente constitucional de la República. Aquel acontecimiento fue una derrota para los ideales de la guerra de Abril. Casi cinco meses después, el 27 de noviembre, nuestro líder abandonaría el país rumbo a España, donde su pensamiento político e ideológico sufriría una transformación drástica. De demócrata empedernido pasaría a ser marxista, aunque no leninista. En su ausencia, en la ausencia del gran astro, me tocaría, junto a los valiosos dirigentes, mantener encendida la llama del perredeísmo.

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