La metamorfosis del vacío: Totalitarismo intelectual y crisis del juicio en el campo artístico
Por Ruahidy Lombert
En una reciente publicación en un medio digital, la reconocida curadora dominicana Sara Hermann expresó su posición en defensa del fallo del jurado de la XXXI Bienal Nacional de Artes Visuales. Su texto, formulado con la convicción que la caracteriza, trasciende el caso particular y pone en evidencia un fenómeno más amplio; revela cómo parte del mundo del arte ha convertido el disenso en amenaza, refugiándose en la retórica del prestigio para blindarse del escrutinio.
Cuando un sector del establishment cultural responde a cuestionamientos verificables no con argumentos, sino con etiquetas —»fascista», «autoritario», «ignorante», «voces estúpidas»—, no está defendiendo una idea; está blindando su poder. Es la forma más sofisticada del totalitarismo intelectual, donde el disenso se castiga como amenaza moral y la crítica se descalifica para evitar el escrutinio. Etiquetar al pensamiento contrario es la coartada de quienes han perdido la capacidad de argumentar; es transformar la discrepancia en herejía y convertir la palabra democracia en un ritual vacío que solo admite una voz: la propia.
El verdadero peligro no reside en una decisión fallida del jurado, sino en la cultura de la complacencia que la respalda, ese entramado de afinidades, silencios y prestigios que convierte la mentira en norma estética y la cobardía en virtud intelectual.
I. La obra inexistente: metamorfosis y contradicciones
La pieza se sostiene sobre la expectativa de una acción que nunca ocurrió. Inscrita como escultura, defendida como instalación, justificada finalmente como performance. Cada metamorfosis responde no a complejidad conceptual, sino a necesidad defensiva; cuando una categoría no sostiene las contradicciones, se invoca otra. Pero ninguna resuelve el problema fundamental. Una integrante del jurado admitió que se premió la trayectoria del artista, confesando que sin «20 años de práctica» lo mismo no habría sido conceptualizable. Más aún, la miembro del jurado, Yina Jiménez, confesó en una entrevista para El Matutino Alternativo la naturaleza condicional del gesto al afirmar:
“La obra es que habríamos visto a Karmadavis sembrando la palma en el jardín de esculturas del Museo de Arte Moderno.”
Esa breve frase encierra la paradoja estructural del caso. El condicional compuesto “habríamos visto” no describe una acción realizada, sino una posibilidad frustrada; un acontecimiento hipotético que nunca ocurrió.
La siembra, ahora forzadamente performática, no existió.
El verbo no refiere a una acción, sino a un deseo. Premiar ese deseo como obra equivale a consagrar la intención sobre el hecho, la expectativa sobre la verificación. La frase se convierte así en la confesión más transparente de todo el proceso, el jurado no evaluó una obra, sino la promesa de una que jamás se materializó.
Ese desliz gramatical, casi inadvertido, revela la raíz del colapso institucional; la sustitución del acontecimiento por su relato, de la realidad por su hipótesis.
Cuando el lenguaje opera como coartada, el campo artístico se transforma en un laboratorio de ficciones legitimadas, donde el valor de una obra no depende de su existencia, sino de la autoridad simbólica de quien la describe.
“Habríamos visto” se convierte entonces en la fórmula sacramental de un sistema que canoniza la potencialidad como si fuera presencia, y el vacío como si fuera acontecimiento.
Lo que se consagra no es la obra, sino la imposibilidad de contradecirla. La acción nunca ejecutada se reconfigura como performance retrospectiva; la ausencia se estetiza; la nada se declara acontecimiento.
La siembra inexistente deviene así metáfora de un campo artístico que prefiere premiar su propio discurso antes que enfrentarse a la evidencia.
II. El texto que celebra lo que pretende criticar
El texto que acompaña la obra —que Hermann defiende con vehemencia como una «crítica del autoritarismo»— dice textualmente:
Leído con atención, el texto revela una contradicción profunda entre la intención declarada y la retórica empleada. La palma «observa» con agencia activa; posee «altura y belleza» sin ironía; y los verbos que estructuran el discurso —crece, sigue vivo, busca florecer— son términos de vitalidad positiva, no de denuncia. Si el propósito fuera una crítica inequívoca del autoritarismo, los verbos serían otros: extirpar, marchitar, erradicar. Pero aquí lo que florece no es la resistencia, sino la memoria del poder.
Florecer es verbo de realización plena, de belleza que alcanza su esplendor. No es verbo de amenaza, sino de celebración. Cuando el establishment defiende esto como «memoria crítica del autoritarismo», está defendiendo un texto que describe —casi con admiración— la vitalidad persistente del régimen que proclama criticar. Es la ironía shakespeariana perfecta; la ortodoxia cultural defendiendo, como transgresión crítica, lo que en realidad celebra la continuidad simbólica del poder.
Impuesta por un jurado alineado, sin voces disidentes ni rupturas críticas que desafiaran el consenso preestablecido. No hubo pluralidad de miradas, sino confirmación mutua. La unanimidad del laudo fue menos un signo de certeza que de servidumbre estética; un acto reflejo de un sistema que prefiere la complacencia a la contradicción. Y ese fue el gran fallo del Comité Organizador.
III. Invocar el nazismo cuando se agotan los argumentos
Cuando las contradicciones se tornaron insostenibles, el establishment desplegó su última estrategia: invocar el nazismo. Hermann comparó explícitamente la anulación del premio con el Entartete Kunst, el programa nazi de «arte degenerado» mediante el cual el Tercer Reich destruyó obras, confiscó colecciones, encarceló artistas y los envió a campos de concentración.
Pero invocar el Entartete Kunst exige una mínima conciencia histórica. Aquello no fue un debate estético, sino un mecanismo de persecución y exterminio cultural. El arte moderno —Dix, Grosz, Klee, Beckmann, Kirchner— fue presentado como enfermedad moral y sus autores convertidos en enemigos del Estado. Comparar la anulación de un laudo —con la obra exhibida públicamente, el artista libre y el contenido político intacto— con ese horror es una banalización del mal; la instrumentalización del genocidio como recurso retórico.
Resulta especialmente alarmante cuando voces que han construido su autoridad en torno a la memoria de la dignidad, la resistencia y la lucha contra el autoritarismo, se suman con ligereza a la ola de descalificación y consignas. Cuando quienes custodian el relato del antitrujillismo reproducen los mismos mecanismos de intolerancia y dogma que dicen combatir, la paradoja se vuelve insoportable. Personas que deberían encarnar el pensamiento crítico terminan apelando al mismo lenguaje de persecución simbólica que históricamente denuncian. No hay gesto más trágico que ver cómo la memoria de la libertad se convierte en instrumento de la ortodoxia.
Cuando ya no se puede explicar por qué el jurado utilizó un condicional que admite inexistencia, se recurre al atajo del chantaje moral, cuestionar equivale a colaborar con el nazismo. «Si preguntas, eres moralmente equivalente a quienes ejecutaron atrocidades.» La estructura lógica es transparente: cuestionar = nazismo = mal absoluto = tu voz es ilegítima.
IV. Freemuse y la banalización de la opresión real
La estrategia de intimidación moral no se detiene ahí. Hermann invoca el informe de Freemuse, que documenta «más de 1.100 vulneraciones a la libertad artística en 92 países», señalando casos donde «grupos religiosos, sectores ultraconservadores» y «regímenes autocráticos» censuran arte. Enumera ejemplos reales de censura en América Latina y luego equipara todo eso con la anulación de un premio en la Bienal Nacional de Artes Visuales.
Esa comparación constituye una falsa equivalencia obscena que trivializa la opresión real sufrida por artistas verdaderamente perseguidos. Los casos recogidos por Freemuse incluyen creadores encarcelados, obras destruidas, artistas exiliados, censura estatal directa, amenazas de muerte y confiscación de materiales. Son hechos con consecuencias tangibles: libertad, seguridad, vida.
¿Qué ocurrió en República Dominicana? Se anuló un premio.
Equiparar estas realidades no es análisis; es uso cínico del sufrimiento ajeno como escudo retórico. Es convertir la opresión real en excusa simbólica para evitar responsabilidad intelectual. Cuando Hermann invoca casos donde artistas arriesgan la vida para defender que un jurado se contradijo sin consecuencias, no defiende libertad artística; profana su significado.
Mediante esta operación, el establishment intenta cerrar todo espacio de crítica legítima sin responder una sola pregunta verificable. No se explica el condicional; se invoca el horror nazi. No se justifica negar el texto; se acusa de fascismo. No se sostiene la metamorfosis categorial; se descalifica como ignorancia. Ninguna pregunta respondida. Todas reemplazadas con destrucción moral del preguntador.
V. «Voces estúpidas»: del argumento ideológico al insulto desnudo
Hermann ejecuta la operación de descalificación ideológica con transparencia notable: «No me sorprende que muchas de las voces que han protagonizado esta particular ofensiva pública […] provengan de sectores ideológicamente alineados con la extrema derecha.» Pero no se limita a etiquetar ideológicamente. Cruza la línea hacia el insulto desnudo, la violencia simbólica sin máscara; caracteriza a quienes cuestionan como «voces estúpidas» que «expresan nostalgia por regímenes represivos».
La operación es perfecta en su obscenidad; ciudadanos que señalan un condicional gramatical verificable son convertidos en imbéciles que añoran dictaduras. La descalificación es doble y sistemática: intelectual (estúpidos incapaces de comprender) y moral (nostálgicos del autoritarismo que la obra supuestamente critica). Es destrucción total del interlocutor mediante insulto directo, sin necesidad de responder una sola pregunta que formula.
Es homogeneización totalitaria del disenso, toda crítica se convierte en extremismo ideológico cuando conviene y estupidez cuando no. Mediante esta operación, se cierra el espacio de debate sin necesidad de argumentos; basta etiquetar ideológicamente al crítico para invalidarlo sin examinarlo.
VI. El insulto como estrategia institucional
Es especialmente grave cuando representantes de instituciones llamadas a fomentar el pensamiento crítico recurren al descalificativo y a la extorsión de la opinión como forma de defensa. El insulto, en ese contexto, no es un exabrupto: es una estrategia. Convertir la diferencia de criterios en sospecha moral es el modo más eficaz de neutralizar el debate.
Cuando la crítica se responde con epítetos —»fascista», «ignorante», «extremista», «voz estúpida»— se sustituye el argumento por la difamación y se convierte el intercambio intelectual en un campo de depuración ideológica. Este mecanismo, revestido de autoridad institucional, no busca esclarecer, sino amedrentar, disciplinar la palabra ajena para que solo sobreviva la que reafirma el consenso.
Que tal actitud provenga de figuras con responsabilidad pública en el ámbito de la cultura agrava su alcance: instala el precedente de que el poder simbólico puede insultar impunemente en nombre de la libertad artística. Pero allí donde el insulto sustituye al argumento, lo que se defiende no es el arte, sino el privilegio de no ser interpelado. El insulto, en boca de quien ostenta poder simbólico, no hiere: delata.
El problema no es la discrepancia de criterios —natural y saludable en todo debate artístico—, sino la renuncia a la responsabilidad intelectual que implica examinar los hechos con independencia. Cuando la función crítica se somete a la lógica de la pertenencia o del prestigio, la institución cultural deja de ser espacio de pensamiento para convertirse en eco del poder.
VII. Náufragos, apóstatas y la victimización del poder
También están los náufragos del criterio, esos que cambian de rumbo cada vez que el viento del consenso sopla en otra dirección. No piensan; amainan las velas. Son veletas revestidas de convicción, girando con solemnidad cada vez que el poder cultural cambia de punto cardinal. Su coherencia es el cálculo, su brújula la supervivencia simbólica. En ellos no hay traición, porque nunca hubo fidelidad a una idea; solo la necesidad de estar del lado donde el sol calienta.
Y junto a ellos avanzan los apóstatas del pensamiento, quienes abandonan sus convicciones no por lucidez, sino por afecto. Confunden la lealtad con virtud y el silencio con prudencia. Creen que callar ante la incoherencia es un gesto de nobleza, cuando en realidad es una forma de renuncia. Son los guardianes de un equilibrio cómodo, los que ofrecen su criterio en sacrificio para no perturbar la armonía del grupo. En su discurso, la palabra solidaridad ya no emancipa: adormece. No pierden vínculos, pierden distancia crítica; y con ella, la posibilidad de pensar con libertad.
Cuando el pensamiento se agota, recurren al refugio más cómodo: la victimización del poder. Se presentan como silenciados quienes en realidad controlan el discurso.
Alegar censura se ha convertido en el mecanismo contemporáneo de castración del pensamiento; una operación discursiva mediante la cual los sectores que históricamente han detentado el poder cultural se presentan como víctimas del mismo sistema que han dominado. No denuncian censura; la instrumentalizan como escudo moral para evitar el examen de sus propias contradicciones.
En un escenario tan crispado —donde todo se interpreta en clave de bando—, la palabra deja de ser diálogo y se convierte en arma. Pensar se vuelve sospechoso, disentir un delito moral. Lo que está en juego ya no es el arte, sino el derecho mismo a pensar sin permiso.
VIII. Las preguntas retóricas que se responden con hechos
Hermann formula preguntas retóricas que se responden con hechos:
«¿Hasta qué punto puede intervenir el aparato gubernamental en una decisión artística sin menoscabar la autonomía del campo cultural?»
Cuando el jurado se contradice, usa condicionales de inexistencia y niega los textos provistos por el artista, el Ministerio tiene deber ético de verificar. No interfiere con la autonomía, la ordena dentro de los marcos de responsabilidad pública.
«¿Estamos ante un acto de censura encubierta motivado por el disenso que genera la obra?»
No. No se censura el contenido político; se verifica si la obra existe según sus propios términos.
«¿Por qué esta pieza específica ha suscitado tal nivel de animadversión?»
No hay animadversión, hay escrutinio. No se rechaza al artista, se exige coherencia a quienes lo premiaron.
IX. El deber ético del Ministerio y la lealtad que ciega
El Ministerio de Cultura, al detener la inercia de la falsificación simbólica, no actúa por capricho, sino por deber ético; recordarle al país que la reputación no crea arte, ni el prestigio sustituye la verdad. En tiempos donde el narcisismo pretende erigirse en canon, rescatar el valor de la obra frente al ruido del ego es un acto de defensa de la institucionalidad, de los artistas y de la verdad misma.
Los defensores de la libertad y del pensamiento deben cuidarse de no dejarse arrastrar por el torbellino de la emoción ni por la fidelidad mal entendida. Las lealtades que ciegan no son virtudes: son pactos de silencio. Y en nombre de esa falsa nobleza, muchos acaban traicionando lo que dicen defender: el derecho a pensar sin miedo.
X. Lo que realmente se exhibe: una palma en un macetero
¿Y qué es, al final, lo que se exhibe en el Museo de Arte Moderno? Una palma en un macetero. Eso es todo. Ninguna acción, ninguna huella del gesto que el jurado afirmó haber premiado. Lo que el visitante contempla no es una obra conceptual, sino un objeto ornamental, un simulacro de obra sostenido por la retórica de sus defensores. Una planta doméstica elevada a categoría de “símbolo crítico” por la simple operación discursiva de quienes la describen.
Edulcorada por la presión mediática y preservada como emblema de una batalla imaginaria, la pieza se mantiene no por su mérito, sino por la necesidad institucional de justificar un error convertido en bandera. La obra no interpela: decora. Su poder no proviene de la forma ni del pensamiento, sino del relato impuesto a posteriori.
Al final, la defensa no responde a la pregunta “¿qué es esta obra?”, sino a “¿quién la aprobó?”.
Esta “obra ausente” evidencia cómo la teoría posconceptual se ha convertido, en ciertos circuitos, en coartada del poder: un cascarón teórico vacío para justificar lo injustificable.
Paradójicamente, el gran ganador de esta Bienal no es el Ministerio ni el jurado, sino Karmadavis. Sin proponérselo, su descategoría performática ha cumplido una función más profunda que cualquier manifiesto: ha desnudado la hipocresía estructural de un sector que confunde pertenencia con pensamiento y prestigio con verdad. Su obra —o más bien, su ausencia— ha funcionado como un espejo implacable. Al intentar justificarla, sus defensores terminaron exhibiendo el andamiaje de silencios, afinidades y complicidades que sostiene al sistema. Karmadavis no destruyó el campo: lo reveló. Logró la forma más alta de crítica posible —no la que se enuncia, sino la que se encarna en la evidencia de su propio absurdo.
Lo demás —el insulto, la etiqueta, la invocación del genocidio como escudo— no es pensamiento, sino miedo a pensar.
Leer con los ojos del otro, defender lo incomprendido por lealtad: he ahí la forma más refinada de servidumbre intelectual.

