A un año de la guerra en Ucrania, un balance geopolítico (III)

Diego Sequera y Ernesto Cazal.

Imagen: OTL

 

Uno de los propósitos centrales declarados de la OME, que ha sido ridiculizado y llevado a la equidistancia habitual, es el de la «desnazificación». Pero Rusia tan solo está invocando una de las cuatro «d» de los Acuerdos de Potstam: La desnazificación de la sociedad alemana y la influencia nazi. Otra de las «d», precisamente, era la desmilitarización, otro de los objetivos establecidos por Putin y la Stavka.


En la entrega final de este prolongado seriado se amplía el panorama para detectar las líneas mayores del conflicto que está definiendo el rumbo del mundo. Como se dijo en el primer capítulo, de menos a más, en la medida en que se vislumbren ciertas causas profundas vigentes en esta guerra, más se retrotrae el mundo contemporáneo a lo que fue su punto de origen: El orden que emergió en 1945 con la toma de Berlín y el lanzamiento de la bomba atómica.

OTAN Ucrania
«La historia enseña que el odio nunca puede convertirse en un factor de unidad nacional», dijo Nikolái Pátrushev el año pasado (Foto: Sky News)

1. LOS HITOS DEL ENGAÑO

Desde el fin de la Guerra Fría, con el colapso y desplome de la Unión Soviética y el comunismo de Europa oriental, se pudiera decir que la expansión y cerco por engaño es el signo central de la relación entre Rusia y el Occidente atlantista (Estados Unidos y sus subordinados).

Una serie de hitos desde 1989 en adelante describen este periplo que tuvo su última expresión antes de la guerra con la no-respuesta concreta a los requisitos planteados por la Federación Rusa a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) sobre la indivisibilidad de su seguridad, el fin de la expansión hacia sus fronteras y el necesario estatus de neutralidad de Ucrania.

El primer «pacto de verosimilitud» vulnerado vino con las inquietudes de las autoridades soviéticas ante el proceso de unificación de Alemania, poco antes del propio desplome de la Unión en sí. Era 1990 y el muro de Berlín apenas había caído.

La ansiedad de las autoridades soviéticas, de suyo bastante comprometidas en su situación interna, era el proceso de unificación de las dos Alemanias y dentro de ese marco la expansión de la OTAN. No sólo el estatus de Berlín reunificado sino de los países que comenzaron a abandonar el Pacto de Varsovia —las repúblicas bálticas, Hungría, Polonia, Checoslovaquia y Rumania—.

«Ni una pulgada más» hacia el este de Europa, más cerca de las fronteras rusas, era el lema que se popularizó luego de que James Baker, secretario de Estado de Bush padre, lo emitiera a comienzos de década cuando se lo verbalizó, reiteradamente, al secretario general del partido comunista, Mikhaíl Gorbachov.

Cuando el señor de la Perestroika y la Glasnost pierde el mando, Boris Yeltsin asume y una nueva tanda de garantías comenzó a salir durante el gobierno de Bill Clinton. Pero emergieron “matices” que comprometían el marco general al tiempo que las señales enviadas por Estados Unidos y Europa iban en otra dirección.

El cuadro interno ruso se había deteriorado aún más, prácticamente habitando el colapso, y era aún menor la capacidad de negociar desde una posición de fuerza. Esto no se le escapó a la administración demócrata que ahora ocupaba la Casa Blanca.

Con ambos líderes, Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Alemania (occidental con Gorbachov, la Alemania tortuosamente unificada con Yeltsin), se quería reafirmar que una ampliación de la OTAN inicialmente sería descartada y en sustitución de eso se proponía una Asociación por la Paz donde cabría toda Europa, Rusia, Bielorrusia y Ucrania.

Pero en una serie de archivos desclasificados en 2018 se evidenció con claridad que el propósito de esa “asociación” nunca fue el de crear una nueva arquitectura de seguridad para Europa sino la propia expansión de la OTAN, según se evidencia en memorias y comunicaciones internas del secretario de Estado Warren Christopher, el secretario de Estado adjunto Strobe Talbott, el vicepresidente Al Gore y el propio Clinton.

De 1993 a 1996, con la reelección de un reducido y alcoholizado Yeltsin, como se evidencia en estos intercambios, una cosa era lo que estos personeros les garantizaban a distintos actores rusos, o al propio presidente dipsómano, y otra muy distinta lo que le decían a sus propios aliados sobre lo que, en realidad, iba a pasar. Y que pasó.

En paralelo a esto cada vez rugía con mayor volumen las distintas guerras en Yugoslavia, donde el rol de la OTAN fue pasando paulatinamente de uno velado con Eslovenia y Croacia, otro más o menos intermedio con Bosnia, finalmente de forma abierta y directa contra Serbia a propósito de Kosovo en los años finales del siglo XX.

De 1997 a 1999 Hungría, Polonia y República Checa entraban en la OTAN. Rusia, incapacitada para responder con contundencia, colapsaba entre la terapia de shock, la degradación sociopolítica extrema, la consolidación de la clase oligárquica y la primera guerra de Chechenia. Años de postración y borrachera unipolar.

En resumen, comenzó la expansión por engaño, toda vez que con ello avanzaba lo que sería una disonancia cognitiva que al día de hoy pareciera haber llegado a su punto máximo: El desdén o descreimiento de la clase política estadounidense —en particular la demócrata— y eurocrática sobre lo que Rusia debe proteger, lo que debe defender, lo que es capaz de hacer por eso, el hasta dónde llega para hacerlo y, desde esa perspectiva angloeuropea, el derecho y la legitimidad que tiene para hacerlo.

Tras el 11 de septiembre de 2001, con el atentado a las Torres Gemelas, comenzó un breve momento de distensión entre Estados Unidos —ahora con Bush hijo— y Vladímir Putin, quien iniciaba un proceso de restitución nacional al cerra victoriosamente el ciclo bélico con Chechenia, además de que, al menos en principio, había una inevitable coincidencia respecto a la amenaza que significaba el terrorismo fundamentalista islámico y la necesidad de cooperar.

Pero aquí también se movía una corriente histórica más profunda, y ese aparente ambiente de entente cordiale rápidamente comenzó a disiparse. La primera década del siglo XXI atestiguó la edad de oro de las revoluciones de color en el espacio postsoviético europeo y centroasiático.

En algunos casos fracasando —Uzbekistán, Bielorrusia— y en otros siendo notablemente exitosa —Serbia, Georgia, Kirguistán, Ucrania—. Todas estas experiencias, además, contaron con el apoyo y la asesoría de los países que ya se habían sumado al fin de la historia: Polonia, Hungría, etcétera.

Ucrania, «independizada» en 1991, como se relató en la segunda entrega de este trabajo, seguía evolucionando/involucionando a su estado actual, sin que nadie perdiese de vista que la exrepública soviética era ya clase aparte y un límite profundamente marcado para la Federación Rusa.

Un informe de la agencia Stratfor, a veces conocida como la CIA privada, describe el estado mental occidental respecto a Rusia en diciembre de 2004, luego de triunfar ese año la “revolución naranja” en Ucrania que llevó al proeuropeo Viktor Yushenko al poder en Kiev.

No tomaría una guerra para dañar considerablemente los intereses rusos, simplemente un cambio en la orientación política de Ucrania. Una Ucrania occidentalizada no sería tanto una daga pendiendo sobre el corazón de Rusia como un taladro en operación constante.

En el contexto de ese entonces el informe se explayaba en los reveses de la política exterior rusa, cómo los países balcánicos, caucásicos y centroasiáticos —con la excepción de «las nostálgicas» Armenia y Bielorrusia— se habían pasado a la órbita estadounidense y la OTAN. «Y ahora», decía, «Ucrania está a punto de dar sus primeros pasos reales para alejarse de Rusia. En resumen, Putin alcanzó la concentración necesaria para consolidar el control, pero el costo será la pérdida no sólo del imperio sino que, con Ucrania, la posibilidad de un día reconstruirlo».

Sorprende al repasar el documento —de casi 20 años de antigüedad— cómo el tono y el alto grado de convencimiento pudiera ser sobre algo que se escribiese en estos días, basados en la disonancia cognitiva mencionada.

El informe triunfalistamente anticipaba que con Ucrania y Georgia la derrota ya era un asunto consolidado, y agregaba: «Decir que Rusia está en un punto de inflexión se queda brutalmente corto. Sin Ucrania, Rusia está condenada a un doloroso deslizamiento hacia la obsolescencia geopolítica y, en última instancia, quizás, incluso a la inexistencia».

Peter Zeihan, el autor del trabajo, establecía tres opciones o vías para Rusia de cara a la «derrota completa de Rusia en Ucrania», planteando cuál podría ser su reacomodo en función de un estatus reducido y amenazado, mientras resaltaba el deseo ruso de ser parte de Occidente.

Para su despecho, ninguna de las tres vías se ejerció como preveía y en 2007 Putin lanza su emblemático y seminal discurso en la Conferencia de Seguridad de Munich en febrero: «El modelo unipolar no sólo es inadmisible para el mundo contemporáneo, sino que es imposible. Y no solamente porque a un líder único en el mundo contemporáneo –precisamente en el contemporáneo– no le van a alcanzar recursos militar-políticos ni económicos sino porque –y ello es aún más importante– se trata de un modelo que no puede funcionar por estar carente de la base moral propia de nuestra civilización», sentenciaba.

«Creo que es obvio que la ampliación de la Alianza Atlántica», decía en otro pasaje, «no tiene nada que ver con su modernización ni con las garantías de la seguridad en Europa. Al contrario, se trata de un factor provocador que merma la confianza mutua. Con pleno derecho podemos preguntar: ¿Contra quién está apuntada tal ampliación?». Fue esta la primera demarcación de los límites.

La segunda demarcación no fue discursiva sino en la acción. Rusia intervino militarmente en Georgia luego de que este último invadiera Osetia del Sur con anuencia de Estados Unidos y en el marco encubridor de las olimpiadas de ese año, en septiembre de 2008. El enfrentamiento, que duró 10 días y dejó como resultado el reconocimiento a la independencia de Abjasia y Osetia del Sur, arrojó definitivamente al suelo los análisis celebratorios de Zeihan y sus amigos.

En el medio de todo esto la llamada «revolución naranja» ya venía quedándose corta con sus grandes promesas de incorporación a la eurósfera. La corrupción y el despojo seguían avanzando y lo único cumplido eran los primeros pasos al reconocimiento oficial de los fascistas ucranianos como héroes nacionales. Los alrededor de 65 millones de dólares invertidos en 2004 por Estados Unidos arrojaron pérdida, pero eso no desalentó el deseo de acentuar la fractura civilizatoria de Ucrania con el mundo ruso como el verdadero imperativo.

***

El 4 de febrero de 2014, con pleno golpe del Maidán en escalada —a semanas de concretarse exitosamente—, se filtra por YouTube una conversación telefónica entre Victoria Nuland, para el momento secretaria de Estado asistente para asuntos europeos y euroasiáticos, y Geoffrey Pyatt, embajador de Estados Unidos en Ucrania.

Cantando victoria, digamos que de forma prematura, ambas figuras —que ya habían sido vistas repartiendo galletas a los manifestantes en Kiev— discutían desembozadamente el futuro gabinete que emergería del cambio de régimen, descartando o definiendo quién es quién. Es la misma conversación en la que, cuando Pyatt manifestó su preocupación por lo que piense la Unión Europea (UE), Nuland responde: «¡Que se joda la UE!» («Fuck the EU!»).

El 23 y 24 de ese mes se cristaliza el golpe y Viktor Yanukovich es derrocado. El parlamento de la República Autónoma de Crimea desconoce al gobierno que emerge del mismo y el 27 de febrero fuerzas especiales rusas, con apoyo local, toman prácticamente sin violencia la península. En menos de un mes, el 16, se celebra un referendo y se incorpora a la Federación Rusa.

Este es tan solo un ejemplo, por lo demás bastante emblemático, para destacar el mismo punto: El triunfalismo maximalista de Estados Unidos, con sus subalternos europeos humillantemente a remolque, establece primero una narrativa de «la victoria», «la libertad» y «la democracia» en una invocación a los altos valores de cobertura del esquema liberal, para luego recibir un nuevo balde de agua fría que les frustra el mayor objetivo geopolítico en lo inmediato de esa acción de cambio de régimen.

Es decir, los hechos vienen a confirmar una vez más la disonancia cognitiva: La convicción de infalibilidad de sus acciones, basados en un relato sin contraste, luego es demolido por las razones que movilizan los hechos que obligan a otros a defenderse, en este caso un país con la fuerza para hacerlo; la seguridad de una visión de mundo amparada en la idea de impunidad como garante, que no logra, y se produce la disonancia. Una que, se puede decir, se manifiesta ahora de forma maníaca en la guerra que ocupa nuestros días.

Mirar constantemente ese abismo eventualmente va a devolver la mirada.

2. LA DISONANCIA Y EL DESANGRE: NOTAS SOBRE UN VACIADO

  • En la Guerra Fría del siglo XX los distintos escenarios bélicos tenían, mal que bien, un discurso público armonizado con la creencia que justificaba las acciones contra el enemigo: El comunismo internacional promovido principalmente por la Unión Soviética. Fue otro costoso «pacto de verosimilitud» que al menos gozó de cierta homogeneidad aparente cuyo esfuerzo de propaganda se pudo preservar con mayor «consistencia» en el tiempo.
  • El discurso anticomunista era sin lugar a dudas no menos histérico, promovido, financiado, manipulado y eficazmente interiorizado en la población frente a lo que vemos hoy en día, y esa base doctrinaria y discursiva sirvió de justificación para una ingente cantidad de atrocidades en los distintos teatros de operaciones oficiales (Vietnam, por ejemplo) o extraoficiales (la guerra sucia en América Latina o las guerras poscoloniales africanas).
  • Pero, ausente esa bipolaridad ideológica, la cobertura moral sobre la que se apoya se vuelve más endeble, toda vez que, por ejemplo, el paradigma posterior de la unipolaridad tardía: La guerra global contra el terrorismo, tampoco opera con la misma delimitación eficiente.
  • El retorno de Rusia, ya como un actor de peso geopolítico incuestionable después de Crimea y Siria, colude con el proceso de ideologización liberal extrema que ha permeado en particular a los demócratas quienes, precisamente desde los 90, han sido los que han conferido la cobertura moral y humanitaria a las acciones de injerencia y de doble rasero que se vio, por ejemplo, en las propias garantías de no expansión de la OTAN hacia las fronteras rusas. De nuevo, valga la reiteración, una disonancia entre el discurso y el verdadero interés de sus acciones.
  • En su política interna esto se vertebró con más intensidad durante la campaña electoral de Hillary Clinton contra Donald Trump, algo que fungió como base para crear ese extraño enemigo entre lo que el liberalismo considera un mundo reaccionario y la nueva demonización rusa, responsabilizado directamente, a través del Russiagate, como el responsable de la derrota electoral demócrata en 2016. Los inicios de la rusofobia entendida no como algo explícitamente político sino moral, hacia donde se transfiere y se consolida la carga ideológica.
  • Un viraje que algunos consideranun «modo propagandista-emocional», que en lo doméstico se cinrcunscribe en una situación narrativa contrastante con los motivos concretos de los países amenazados. Rusia, China o Irán como artefactos más que como naciones con sus propios intereses vitales, «imágenes ‘culturales’ de ‘autoritarismo’ demonizado que son preciados principalmente por su potencial para ser cargados con un ‘empujocito’ de carga emocional, en una guerra cultural con vista a tener ventajas en lo occidental y doméstico, donde estos Estados no juegan ningún papel».
  • Así, con ese cajón de sastre narrativo, al menos en tanto principio operativo, la opinión pública europea, estadounidense y los sectores liberales consulares e indianos del mundo tienen una base de comprensión maniquea: «Democracia versus autoritarismo», en aras de sustentar y justificar las razones de esta guerra y encubrir no sólo los verdaderos motivos de la misma sino que en la emisión del discurso todo vale en favor de ese pretendido esquema de valores, sin importar qué, y sin contrastarlo en lo más mínimo con lo que inevitablemente se va desprendiendo y revelando tras esa nueva cortina de hierro, lo que a su vez tapona las escandalosas fallas en la lógica y, por supuesto, la mediocridad de base de los actores que libran la batalla que justifica la guerra para ese público.
  • «Dejando de lado las consideraciones ideológicas y las intrigas de política exterior, los intereses que las élites occidentales han asumido en la supervivencia de Ucrania pudieran tener algo que ver con el hecho de que el país, por mucho tiempo, ha servido como un nexo global de corrupción», comentaPedro González. Si se toma como referencia los «Pandora Papers», se afirma que Ucrania ha sido el hogar para la mayor cantidad de holdings offshore por encima de Rusia, Honduras, los Emiratos Árabes Unidos y Nigeria.
  • A un poco más de un año del inicio de la Operación Militar Especial (OME) rusa en Ucrania, el sostén militar de este último —sucesivamente destruido en una guerra esencialmente de desgaste— es un signo que con mayor fuerza ha reflejado el verdadero estatuto del conflicto bélico para el «Occidente colectivo»: Por un lado el desangre económico y financiero, con la disonancia operando desde un principio sobre la confianza de la infalibilidad del régimen de «sanciones» y la pretendida victoria militar asegurada sobre Moscú y, por el otro, la banalidad discursiva que actúa como un velo demasiado fino y endeble para poder encubrir la distancia entre las distintas emisiones discursivas de sus líderes y la realidad.
  • Ya a estas alturas el estado de negación, al afirmar que Estados Unidos y la OTAN no están en guerra, se ha visto comprometido por los propios desgajamientos en el discurso. Los ejemplos abundan. Pero quizás uno de los más descriptivos se vio cuando la ministra de Exteriores alemana, Annalena Baerbock, dijo abierta y explícitamente que Occidente en tanto constructo está en guerra con Rusia, para luego verse humillantemente corregida y obligada a desmentirsus propias e impetuosas palabras al momento de gritar la parte de las letras pequeñas del contrato.
  • De forma similar, por ejemplo, la construcción heroica del bufónico Vladímir Zelenski como una suerte de figura churchilliana se vio profundamente comprometida cuando Naftalí Bennet, el exprimer ministro israelí, meses después de iniciar la guerra admiteque el presidente ucraniano volvió a salir a la palestra una vez que él, fungiendo de mediador entre Kiev y Moscú, le garantizó que el presidente Putin «no quería matarlo», toda vez que esa admisión incluye y oficializa que para ese momento de la guerra, marzo-abril, la posibilidad de establecer un diálogo entre Rusia y Ucrania fue escamoteada por Estados Unidos, con el Reino Unido y Boris Johnson haciendo el mandado. De ahí en adelante la imagen épica ha sobrevivido a punta de electroshocks mediáticos y discursivos.
  • Una cosa es lo que piensa el burro y otra quien lo arrea, se dice aquí en Venezuela. Así, el refrán cobra vida cuando lo que se supone que tenía que permanecer oculto, ahora en efecto cascada comienza a develarse y desbordarse desde el marco narrativo preestablecido.
  • Independientemente de las fallas aparentes en las especificidades, lo esencial de las revelaciones del periodista de investigación Seymour Hersh sobre la voladura del gasoducto Nord Stream II es que siempre se trató de una decisión políticatomada al más alto nivel en la Casa Blanca, por Biden directamente. A pesar del intento de control de daños que se trató de imponer desde el New York Times.
  • Otra muestra de cómo lo aparentemente monolítico de la versión occidental que presuntamente justifica la necesidad de apoyar irrestrictamente a Ucrania basado en supuestos valores encumbrados se encuentra en la admisión de que Minsk II, como las propias garantías de la no-expansión de los 90, era una excusa para «ganar tiempo», preparar y reformar militarmente a Ucrania en virtud de convertir a su ejército en uno competente bajo los estándares de la OTAN —luego de haber sido militarmente derrotado en la primera guerra del Dombás—.
  • Lo que primero era algo indiscutible pero no confirmado, repentinamente fue reconocido por varios de los actores directos involucrados en la confección de los acuerdos en la contraparte euro-occidental: Primero en una entrevista libre de ataduras de Angela Merkel, luego por el expresidente Petro Poroshenkoy por el presidente francés Francois Hollande, estos dos últimos admitiéndolo en una llamada de broma de dos comediantes rusos, Vovan y Lexus. Pero que también fue admitido por el propio Zelenski, algo que sencillamente ya lo había dicho años atrás el neonazi y exministro de Interiores Arseni Avakov. Occidente como un blooper geopolítico.
  • A mediados de marzo de este año, el Washington Postpublicó una entrevista con un comandante del ejército ucraniano quien, según diversas opiniones, se trataba de uno altamente competente, y reconocía que el «esfuerzo de guerra» ucraniano estaba fracasando y que el cacareado entrenamiento y preparación de efectivos en países de la OTAN era incompleto, defectuoso y con consecuencias brutalmente trágicas.
  • El comandante bajo el alias Kupol admitía, por ejemplo, que de los 500 hombres de su unidad esencialmente no quedaba ninguno, y que le enviaban al frente, en especial a Bakhmut, soldados que sencillamente huían, se rendían o desertaban producto del miedo, cuando no quedaban heridos o muertos. Debido a esas admisiones Kupol fue degradado por el alto mando, para luego renunciar al ejército, otra fractura en la narrativa que arrincona lo afirmado hasta ahora de lo «victorioso» del ejército ucraniano.
  • En la primera partede este seriado se reseñó precisamente el desangre del parque militar que los países OTAN han dispuesto en Ucrania, algo que, al corte de esta entrega de mediados de abril, sigue reconfirmándose. A lo que le acompaña la derrama financiera que esto ha supuesto para los países europeos en primer lugar, pero también para Estados Unidos.
  • Pero esto tal vez no sea, en este punto, lo más alarmante de lo que a todas luces es quizás el fracaso político, discursivo y militar —al menos del siglo XXI— para el llamado «Occidente colectivo», independientemente de que la industria armamentista es el incuestionable ganador de la contienda al día de hoy. Lo más resaltante resulta que, basado únicamente en presupuestos ideológicos promovidos por las figuras neoconservadoras de siempre como Robert Kagan (el esposo de Victoria Nuland, para colmo de sinergias entre discurso y acción), lo de Ucrania no es el desastre actual sino la movilización general en defensa del «orden liberal»y de que esta defensa debe ahora asumir la contienda con la ampliación del campo de batalla tanto hacia Rusia como también hacia China.
  • En contraste con esto están las filtraciones ahora denominadas Papeles del Pentágonoen las que, una vez más, haciendo aparte los elementos detallados, se destaca ya no el desorden y el desastre en lo militar sino la mediocridad escandalosa del proceso de acopio de inteligencia del propio Departamento de Defensa basado en, por ejemplo, cuentas públicas de fuentes abiertas (OSINT) que defectuosamente realizan conteos de bajas de los sistemas militares rusos, cifras perfectamente cuestionables si se reconoce que existe un sesgo en la información que la propia Ucrania comparte con el Pentágono.
  • «Ha sido por largo tiempo evidente que el régimen de Kiev no tiene un plan real, ni un camino firme hacia la victoria, y sólo una relación no amistosa y poco convincente con la realidad. Pero es mucho más aterradora la idea de que el Pentágono es en esencia lo mismo», afirma un comentarista.
  • «La totalidad de la lógica estratégica de Ucrania se ha revertido», afirma. «En vez de convertirse en una forma barata de drenar el ejército ruso, la OTAN se encuentra agotando sus propios inventarios para levantar el hemorrágico Estado ucraniano, sin un final claro a la vista. El proxyse ha convertido en un parásito», remata, dramáticamente, en una frase cuyo choque con la realidad es, por lo mínimo, doloroso para los señores liberales de la guerra.
  • En lo militar, el desangre económico y de apresto va a la par del humano. El ejército ucraniano habla de brigadas (de 3 mil a 7 mil) cuando en realidad son regimientos (de mil a 3 mil). Una caída de 60%en número de hombres. Recluta extrema, en esencia tropa de leva. Videos donde salen prácticamente secuestrados por los agentes reclutadores. Videos de los propios soldados denuncian que en vez de 100, son de 20 a 30 por compañía. Las nuevas tropas que ingresan a Azov, ahora ampliado a presunta brigada de asalto de las nuevas fuerzas ofensivas, reciben un entrenamiento que se supone debería hacerse de tres a cuatro meses, reducido a cuatro semanas. Las filtraciones del Pentágono hablan de 124 a 131 mil bajas en el lado ucraniano, mientras que en otra nota manifiestan que han sido reclutadas un millón de personas. Mientas tanto, la cacareada «ofensiva de primavera» sigue requiriendo urgentemente de números que se van borrando una vez entran en contacto en el frente en Bakhmut.
  • Ucrania ha sido, en esencia, una guerra de Biden. Y al afirmar esto se entiende que se trata de los círculos liberaloides globalistas que lo sostienen y no necesariamente toda la franja del establishment de Estados Unidos que a remolque pareciera que comienzan a sentir directamente el impacto. Paulatinamente, centros de emisión del discurso de poder que van más allá de una estancia en la Casa Blanca comienzan a ventilaruna posición crítica. Bien sea en medios (el ítem anterior se fundamenta en Bloomberg y el Washington Post), pero la lista de señales es mayor: en 2019 un informe de Rand Corporation, el think-tank por excelencia del Departamento de Defensa, luego de evaluar que todas las acciones de presión indirecta, bien sea explícitamente militar o con tecnología de colores, concluía que sólo las medidas económicas como “sanciones” iban a ser eficaces contra Rusia, este año publica otro en el que recomienda buscarle fin al conflicto y prevenir una guerra prolongada. The New York Times, dado a glorificar a los voluntarios internacionales, se ha visto obligado a retratar al sinnúmero de estafadores o desequilibrados que llegan hasta el campo de batalla con sus consecuencias perniciosas, tanto ahí como en las propias relaciones públicas.

No obstante, nada pareciera detener lo que el propio secretario de la OTAN ha manifestado, entre otros, sobre que una victoria rusa es sencillamente aceptable, no importa que en el proceso no sólo Europa sino la propia Estados Unidos sea desvalijada.

3. LO POLÍTICO-EXISTENCIAL

Se dice que, en los primeros días de la guerra, el alto mando militar ruso manejaba entre los primeros escenarios una posible capitulación rápida a través de distintas variables. En ella una rendición masiva que condujera al cambio de régimen y al restablecimiento de una suerte de orden preMaidán, con un gobernante prorruso. Otro consideraba la desintegración del ejército en un período un poco más largo.

Muchos también afirman que ese escenario presupuso una falla de inteligencia importante, independientemente de la militar —no era el ejército de la primera fase de la guerra del Dombás de 2014-2015—: La creencia de que una mayoría de la población ucraniana asumiría la fibra común del «mundo ruso» y su propia historia antifascista e iba a enfrentar también el statu quo mayoritariamente neonazi postMaidán. Sin embargo, ha quedado claramente establecido que esa percepción entrañó una falla y la conversión del cerco a Kiev como un recurso de maniobra, dado que difícilmente se manejaba un solo plan para la guerra.

Como vimos en la segunda parte de este seriado, ese «pecado original» de los servicios de inteligencia rusos, según sus propios analistas, radicaba en la creencia de que todavía existían esos lazos históricos y culturales que podían enmarcarse en los esquemas de cooperación y apoyo mutuo establecido en el marco de la Comunidad de Estados Independientes, último pacto vinculante de las naciones postsoviéticas. Pero quedó claro que la operación de ruptura histórica y cultural ucraniana fue mucho más exitosa que esos vínculos, toda vez que en el marco de las reformas militares y de inteligencia se ejecutaron varias pugnas que expulsaron a los mandos que provenían todavía de la formación común soviética.

No obstante, pareciera que al menos Nikolái Patrushev, secretario del consejo de seguridad ruso, no era ya desde inicios de la guerra optimista con esta idea, y probablemente su opinión representaba una corriente más amplia dentro de la propia Rusia.

En un intento de suprimir a Rusia, los estadounidenses, usando a sus protegidos en Kiev, decidieron crear una antípoda de nuestro país, cínicamente eligiendo a Ucrania para esto, tratando de dividir a lo que es en esencia una sola nación. No logrando encontrar una base positiva para atraer a los ucranianos a su lado, mucho antes del golpe de Estado de 2014, Washington inculcó en los ucranianos la exclusividad de su nación y el odio a todo aquello que fuera ruso, dijo en abril del año pasado.

Sin embargo, la historia enseña que el odio nunca puede convertirse en un factor de unidad nacional. Si existe algo que une a la gente que vive hoy en día en Ucrania es solo el miedo a las atrocidades de los batallones nacionalistas. Por lo tanto, el resultado de la política de Occidente y el régimen de Kiev, controlado por el primero, solo puede resultar en la desintegración de Ucrania en varios Estados.

Este, de nuevo, como se vio en la segunda entrega, no es un precedente gratuito sino uno estimulado y conducido desde el final de la Segunda Guerra Mundial como una política subrepticia que nutrió una de las corrientes de la primera etapa de la Guerra Fría y que pervivió, precisamente, en Inglaterra, Estados Unidos, Canadá y Australia en la «diáspora» que hereda las tradiciones de Stepan Bandera y la OUN.

Este ha sido el sustrato base para establecer una de las confluencias narrativas que, junto con la rusofobia, trocada si atendemos al concepto del académico Glenn Diesen en Rusofrenia —Rusia a la vez como un país retardatario y primitivo pero con una oscura capacidad técnica y tecnológica para, por ejemplo, modificar el resultado de las elecciones en Estados Unidos—, entre la justificación político-ideológica que, paradójicamente, dinamiza el tótem de los derechos humanos contra el autoritarismo de la esfera liberal, lleva al perpetuo encubrimiento de la pulsión neonazi.

La curiosa narrativa-meme que con esa cobertura deja que en el trasfondo operen precisamente los actores históricos que en distintas geografías, aparte de Alemania, volcaron a una parte del mundo a las derivas del exterminio, la eugenesia, los campos de concentración —el paradigma del capitalismo actual—, negado y transferido en la maquinaria de los think-tanks, redes sociales y medios mainstream que imprimen la narrativa. Creyendo, además, que en la otra acera opera la misma lógica y no una clara amenaza existencial reconocida en distintos momentos de la historia rusa.

«En resumen, ambas narrativas son simbólicas, habiendo sido concedida la sustancia interna», dice Alastair Crooke. Se buscan, al menos en parte, para darle credibilidad a la metanarrativa estadounidense de «democracias contra los autócratas».

La narrativa rusa de la invasión estable de la OTAN hacia sus fronteras, por otro lado, toca miedos existenciales que se remontan a miles de años. Este ha sido el camino que cada uno de los enemigos invasores tomó.

Uno de los propósitos centrales declarados de la OME, que ha sido ridiculizado y llevado a la equidistancia habitual, es el de la «desnazificación». Pero Rusia tan solo está invocando una de las cuatro «d» de los Acuerdos de Potstam: La desnazificación de la sociedad alemana y la influencia nazi. Otra de las «d», precisamente, era la desmilitarización, otro de los objetivos establecidos por Putin y la Stavka.

Esto se trata de más que un guiño a la historia, y deja claro cómo resuena el origen de la amenaza que se ha traducido políticamente para unos, mientras que para los otros, no menos existencial —pero nunca admitido—, puede que no sólo represente esas mismas furias de la historia sino que es probable que en el mundo de hoy el desenlace sea el mismo.


*Diego Sequera es escritor, periodista, analista político e investigador. Fundador de Misión Verdad. Licenciado en Letras de la UCV. Perteneció al equipo fundador de la Editorial El Perro y la Rana del Ministerio de Cultura de Venezuela, levantando la primera colección de poesía venezolana. Formó parte de la Unidad de Apoyo Documental de la Secretaría Privada de la Presidencia de Hugo Chávez.

*Ernesto Cazal es escritor e investigador. Licenciado en Letras por la Universidad Central de Venezuela. Ha publicado libros de poesía como autor. Editó una prologada obra de Aníbal Nazoa y otros proyectos literarios. Crónicas, reportajes y cuentos suyos han sido recopilados en distintas publicaciones editoriales.

Fuente: Misión Verdad

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