Capítulo 1 – Llegaron llenos de patriotismo…

Miguel Guerrero

Dulce y decoroso es morir por la Patria

Horacio

El capitán Juan de Dios Ventura Simó, de 27 años, apenas podía dominar su inquietud cuando se despidió con un beso de su mujer y de sus dos pequeños hijos en el tranquilo barrio de oficiales de la Aviación Militar Dominicana, en la base aérea “Presidente Trujillo” de San Isidro.  En aquella plácida mañana del 30 de abril de 1959, el joven y prometedor oficial no parecía el sosegado y seguro hombre de siempre.

Yolanda, su esposa de veinte años, estaba dominada por idénticos sentimientos de inseguridad y nerviosismo.  Miró el reloj de pared colgado en el comedor, frente a la mesa de madera de cuatro sillas, y observó que eran las 7:05 de la mañana.  Si no se apresuraba, Ventura Simó llegaría tarde a la base y eso significaba un quebrantamiento de la rígida norma imperante.  Le tocarían cuando menos cinco días de arresto.

Aquello era algo común dentro de la estricta disciplina militar, y a pesar de su inexperiencia, la esposa del oficial conocía las consecuencias que tendría para él presentarse tarde a su puesto.

En automóvil sólo debía tardar cinco minutos trasladarse desde la casa a la base, pero se le hacía ya peligrosamente tarde.  Yolanda vio con sobresalto la pasmosa tranquilidad con que Ventura Simó se despedía de sus hijos, Mary Loise y Juan de Dios, de un año y ocho meses y de tres meses y medio de edad respectivamente, acariciándolos y besándolos en las mejillas, mientras permanecían dormidos en sus cunas.

Ventura Simó lucía interiormente agitado.  Por más que hiciera esfuerzos por controlarse, Yolanda podía percibirlo en los repetidos tics nerviosos que alteraban cada tantos segundos sus músculos faciales.  La noche anterior habían estado de fiesta, en el extremo opuesto de la ciudad, en la “Feria de la Paz y Confraternidad del Mundo Libre”, que el generalísimo Rafael Leonidas Trujillo Molina inaugurara en 1955 para conmemorar sus veinticinco años en el poder.  Durante todo el trayecto de regreso al barrio de oficiales, Ventura Simó sólo atinaba a repetir: “¡Ya no aguanto más, me voy!”.

Con todo y que parecía obsesionado con la idea, Yolanda no creía que el momento de abandonar el país había llegado para su esposo.  Por más que sus razones fueran poderosas y atendibles, estaban ella y los dos pequeños de por medio.  El oficial había comenzado a forjar sus planes desde el día, meses atrás, en que fuera detenido e interrogado por denuncias de que figuraba en una lista de oficiales conspiradores.  Su nombre había sido mencionado por un compañero piloto, el capitán Miguel Cabreja, quien en un intento por librarse de las sesiones de torturas a que estaba siendo sometido, dio la identidad de algunos oficiales, creyendo tal vez que con esto saldría librado, confundiendo al régimen.  Trujillo rechazó que tantos oficiales leales pudieran estar empeñados en traicionarle y ordenó una investigación más profunda.  Eso salvó a Ventura Simó, quien pudo regresar el mismo día de su arresto, tarde en la noche, a su casa, sin el peso de acusación alguna.  Pero ya era un hombre marcado.  Los duros interrogatorios le transformaron: “Soy un hombre muerto, si me quedo aquí”, dijo esa noche a su angustiada esposa.

La idea de una fuga terminó convirtiéndose en una obsesión.  Y la experiencia vivida durante las horas de interrogatorio alentó en el oficial sentimientos de repulsa al régimen.  A medida que fue pasando el tiempo, Ventura Simó logró hilvanar su arriesgado plan.  No le intranquilizaba tanto la posibilidad de dejar solos a su esposa e hijos.  Yolanda tendría protección de sobra.

Ella era hija, muy querida, de un protegido del Gobierno.  Su padre, don Víctor Garrido Puello, había estado con Trujillo casi desde su mismo ascenso al poder en 1930.  La síntesis de las relaciones de Garrido, un intelectual muy influyente de buena posición económica, constituía un ejemplo típico de las luchas que caracterizaban todo el período de dominación trujillista.  Leal al gobierno de Horacio Vásquez que Trujillo ayudara a derrocar meses antes de asumir la Presidencia, fue encarcelado por éste.  Consciente de las ventajas que suponía atraérselo, el dictador envió a preguntarle algún tiempo después por qué seguía siendo su enemigo.

-Dígale al “Jefe” que yo no soy su enemigo.  En cambio, él sí puede serlo de mí, porque me tiene encadenado.

Impresionado por la respuesta, Trujillo le liberó a cambio de su colaboración y a partir de entonces se inició una estrecha relación política entre ambos.  Conocedor de esos antecedentes, Ventura Simó abrigaba la esperanza de que al abandonar el país y denunciar en el exterior a la tiranía, el puño duro de Trujillo no caería sobre sus seres queridos.

Estos pensamientos se agitaban en la mente del oficial cuando finalmente dejó la casa y se dirigió a la base.  Allí revisó algunas de las órdenes del día y a las nueve de la mañana fue al hangar donde el personal técnico revisaba el caza reactor Vampiro en el cuál habría de cumplir con una rutina de vuelo.  Estas operaciones diarias formaban parte de los entrenamientos que, a todos los niveles de las fuerzas armadas, comenzaron a realizarse a consecuencia de los informes, cada vez más alarmantes, de eventuales acciones armadas desde el exterior para derrocar a Trujillo.

Debió todavía superar la resistencia inicial del sargento encargado del suministro de combustible, cuando le pidió que llenara los depósitos del aparato, contraviniendo instrucciones superiores de cargar los aviones sólo con la gasolina necesaria para las cortas operaciones de entrenamiento.  El oficial alzó vuelo y muy pronto se desvió de ruta.  Descendió a muy baja altura para burlar la persecución, apagó la radio y tomó a toda velocidad en dirección al este, hasta llegar a Mayagüez, Puerto Rico, donde pudo aterrizar, escaso de combustible, en un pequeño aeropuerto.

A las 11:15 a.m., obedeciendo una orden del jefe de la base aérea, general Fernando A. Sánchez hijo, varias escuadrillas de reactores Vampiro y caza bombarderos Mustang P-51, despegaron una tras otra.

Yolanda Garrido de Ventura escuchó el ruido ensordecedor  de los aparatos y tuvo un presentimiento.  Por lo regular, tras agotar su rutina aérea, Ventura Simó retornaba a la casa para un breve descanso y la comida habitual del mediodía. Los aviones habían alzado vuelo en una urgente operación de búsqueda de su esposo, creyéndole perdido.  Los insistentes llamados por la radio desde la torre de control ordenándole reportarse de nuevo a la base no recibían respuesta.

Mientras la incesante oleada de aviones despegaba y aterrizaba, Yolanda permaneció contemplando desde su casa el permanente ir y venir de los aparatos, asaltada por la convicción de que su esposo había finalmente desertado.

La búsqueda se interrumpió después de las tres de la tarde, cuando los servicios de inteligencia del Gobierno captaron una transmisión procedente de una emisora puertorriqueña informando la llegada de un joven oficial dominicano que inmediatamente había solicitado asilo político.

Ventura Simó no permanecería mucho tiempo en Puerto Rico.  Días después logró el visado venezolano y se trasladó a Caracas, donde el presidente Rómulo Betancourt le recibió y protegió en el Palacio de Miraflores y poco después el desertor pronunció una encendida alocución contra Trujillo por la radio venezolana.  Aproximadamente dos semanas más tarde se uniría al grupo que se encontraba recibiendo entrenamiento en Cuba.

Cuarenta y cuatro días después de la deserción de Ventura Simó, a las 5:15 de la tarde del sábado 13 de junio de 1959, dos lanchas rápidas –bautizadas con los nombres de Carmen Elsa y Tinima– zarparon desde el muelle de La Chiva, playa de Punta Arena, Bahía de Nipes, en Cuba, rumbo hacia la costa norte de la República Dominicana.  Viajaban en ellas 144 expedicionarios.  Aproximadamente a las tres de la tarde del día siguiente, domingo 14 de junio, un avión C-46Curtis, de carga, despegó de una rústica pista de aterrizaje, en el lugar denominado El Aguacate, en Cuba.  Otro grupo compuesto por 54 hombres fuertemente armados abordó este avión, pintado con las insignias de la Aviación Militar Dominicana.  Uno de ellos era el oficial desertor Juan de Dios Ventura Simó.

A pesar de la oposición de algunos combatientes, que sospechaban de su lealtad a la causa antitrujillista, el oficial piloto fue aceptado e integrado al grupo que habría de llegar al territorio dominicano por la vía aérea.  Su amplio conocimiento de la geografía del país y de la capacidad militar del régimen resultaba esencial.

Según ha podido establecerse, el plan original de vuelo contemplaba el aterrizaje en un rústico y abandonado aeródromo de San Juan de la Maguana.  El lugar había sido cuidadosamente seleccionado debido a su excelente ubicación geográfica, próxima al macizo montañoso central.  Al sobrevolar la zona surgió el primer inconveniente.  Se comprobó que la pista no ofrecía seguridades para el aterrizaje.  Se hizo entonces necesario adoptar una decisión de emergencia.  Mientras los dos principales responsables del grupo, los comandantes Enrique Jimenes Moya, dominicano, y Delio Gómez Ochoa, cubano, analizaban la situación, el avión tomó rumbo al norte, atravesó la cordillera y se internó en el Océano Atlántico, antes de que pudiera adoptarse la decisión de desembarcar en Constanza.

En pleno vuelo, Ventura Simó sugirió la alternativa de llegar hasta la base de San Isidro, en el mismo corazón del poder militar de Trujillo.  Por tratarse de un domingo, suponía que el alto mando debía encontrarse en su día de asueto con apenas unos cuantos oficiales de servicio.  La circunstancia ofrecía la posibilidad de un asalto sorpresa, con buenas posibilidades de alcanzar una victoria militar relámpago y contundente.  La posible toma de San Isidro tendría un efecto demoledor para Trujillo, con la posibilidad adicional de aniquilar la fuente principal de su poder militar.  El plan fue desestimado y Ventura Simó recomendó entonces el pequeño aeródromo de Constanza como una última alternativa.

Con el tiempo, se ha discutido el valor militar de haber atacado directamente a San Isidro en lugar de descender en Constanza.  Aparentemente los cálculos de Ventura Simó no estaban completamente errados, pues se ha podido comprobar que el domingo 14 de junio de 1959 sólo estaba de servicio en la base aérea un oficial de importancia, el mayor Juan Ramón Félix de la Mota, encontrándose la mayoría de los pilotos y el personal de artillería y de blindados fuera de sus puestos, descansando en sus hogares o en distintas actividades fuera del recinto militar.  La versión acerca de la discusión respecto al sitio del aterrizaje, ha sido ofrecida en distintas oportunidades, en Cuba y en Santo Domingo, por el sobreviviente de la expedición Gómez Ochoa y referida al autor por la viuda de Ventura Simó y su actual esposo, el ingeniero Leandro Guzmán.

Un mismo propósito, el derrocamiento de la tiranía del generalísimo Trujillo, unía a estos grupos de hombres, entre los que figuraban jóvenes dominicanos, venezolanos, cubanos y puertorriqueños. Ninguna otra ambición guiaba a estos jóvenes idealistas.  Marchaban a su encuentro con el peligro y la muerte, animados por la ilusión de liberar a un pueblo de la opresión y la miseria.  Estuvieron entrenándose durante semanas en un campamento militar situado en una finca denominada “Mil Cumbres”, en Pinar del Río, para estar listos cuando llegara el momento del sacrificio.

Se encontraron allí, después de superar distintas e infinitas dificultades, muchos de ellos abandonando a sus padres, esposas e hijos, abrazados a la convicción fatal de que tal vez ninguno regresaría con vida.

A las 6:54 de la tarde del domingo 14, el C-46 aterrizó en medio de una espesa neblina en el pequeño aeródromo militar de Constanza, situado en un valle a más de cuatro mil pies de altura, entre montañas, en plena Cordillera Central.  Cincuenta y cuatro de sus 56 ocupantes bajaron a tierra, iniciando de este modo la acción militar contra la tiranía.  Seis días después, luego de atravesar numerosas dificultades en el trayecto, las lanchas penetraron en las bahías de Maimón y Estero Hondo, en la provincia atlántica de Puerto Plata, bajo un intenso bombardeo aéreo y naval.

Semanas más tarde, la tentativa de establecer un foco de resistencia armada contra Trujillo había fracasado bajo el fuego de su poderoso ejército.  Sólo seis de los 198 combatientes que bajaron a tierra sobrevivieron en aquella gesta, uno de los cuales sería posteriormente asesinado.   Sin embargo, el holocausto de estos jóvenes no resultaría en vano.  Dos meses después de esta intrépida acción, los gobiernos del Continente celebraron una reunión de cancilleres para analizar la situación de tensión internacional surgida en la zona del Caribe.  Contribuyó con ello a profundizar el proceso de aislamiento en que ya comenzaba a sumirse el régimen despótico que regía a la pequeña república desde hacía casi treinta años.

Este libro describe los hechos que esa acción heroica produjo en el seno de la comunidad americana y la conmoción que internamente generó en el régimen trujillista.  No es una obra acerca de las gestas de junio ni una apología de los valientes expedicionarios que perecieron en ellas.  Tampoco es una historia de la tiranía contra la cual lucharon esos jóvenes.

Esta obra, pese a su extensión, abarca sólo dos meses de la historia dominicana.  En esos dos escasos meses de intensa brega política y diplomática se tejió el comienzo del fin de la más sangrienta tiranía que haya oprimido este suelo.

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