Desde Rusia con amor
Emmanuel Todd.
Foto: La Academia de Ciencias de Rusia, en Moscu.
Hoy me encuentro en Moscú, y por tanto concluiré refiriéndome al futuro de Rusia. Diré dos cosas: una halagüeña, otra preocupante para ellos. Rusia probablemente ganará esta guerra. Pero heredará, en el contexto de la descomposición estadounidense, responsabilidades enormes en un mundo que deberá reencontrar su equilibrio.
De Budapest a Moscú: Texto completo de mi disertación ante la Academia de Ciencias de Rusia (23/04/2025), titulada ‘Antropología y realismo estratégico en el ámbito de las relaciones internacionales’:
Dar esta conferencia me impresiona. A menudo doy conferencias en Francia, Italia, Alemania, Japón, en el mundo anglosajón, es decir, en Occidente.
Hablo entonces desde mi mundo, desde una perspectiva ciertamente crítica, pero desde mi mundo. Aquí es diferente, estoy en Moscú, en la capital del país que ha desafiado a Occidente y que sin duda tendrá éxito en este desafío. Desde el punto de vista psicológico, es un ejercicio completamente diferente.
Autorretrato anti-ideológico
En primer lugar, me presentaré, no por narcisismo, sino porque muy a menudo las personas que vienen de Francia o de otros lugares y hablan de Rusia con comprensión, o incluso con simpatía, tienen un cierto perfil ideológico. Muy a menudo, estas personas provienen de la derecha conservadora o del populismo y proyectan sobre Rusia una imagen ideológica a priori. En mi opinión, su simpatía ideológica es un poco irrealista y fantasiosa. Yo no pertenezco en absoluto a esta categoría.
En Francia, soy lo que se llamaría un liberal de izquierda, fundamentalmente comprometido con la democracia liberal. Lo que me distingue de las personas comprometidas con la democracia liberal es que, como antropólogo y gracias al análisis de los sistemas familiares, conozco la diversidad del mundo, tengo una gran tolerancia hacia las culturas ajenas y no parto del principio de que todo el mundo debe imitar a Occidente. La tendencia a dar lecciones es especialmente tradicional en París. Yo creo que cada país tiene su historia, su cultura, su trayectoria.
Sin embargo, debo admitir que hay en mí una dimensión emocional, una verdadera simpatía por Rusia, que puede explicar mi capacidad para escuchar sus argumentos en el actual enfrentamiento geopolítico.
Mi apertura no se debe a lo que es Rusia en el plano ideológico, sino a un sentimiento de gratitud hacia ella por habernos liberado del nazismo. Es el momento de decirlo, ahora que se acerca el 9 de mayo, día de la celebración de la victoria. Los primeros libros de historia que leí, cuando tenía 16 años, narraban la guerra librada por el Ejército Rojo contra el nazismo. Siento que hay una deuda que debe ser honrada.
Añado que soy consciente de que Rusia salió del comunismo por sí misma, con sus propios esfuerzos, y que sufrió enormemente durante el periodo de transición.
Considero que la guerra defensiva a la que Occidente ha sometido a Rusia, después de todo ese sufrimiento, justo cuando se estaba recuperando, es una falta moral de Occidente.
Esto en cuanto a la dimensión ideológica, o más bien emocional. Por lo demás, no soy un ideólogo, no tengo un programa para la humanidad, soy historiador, antropólogo, me considero un científico y lo que puedo aportar a la comprensión del mundo y, en particular, a la geopolítica, proviene esencialmente de mis competencias profesionales.
Antropología y política
Me formé en investigación histórica y antropológica en la Universidad de Cambridge, en Inglaterra. Mi director de tesis se llamaba Peter Laslett. Él había descubierto que la familia inglesa del siglo XVII era sencilla, nuclear e individualista. Sus hijos tenían que dispersarse muy pronto. Después, tuve como examinador de tesis en Cambridge a otro gran historiador inglés que aún vive, Alan Macfarlane.
Él había comprendido que existía una relación entre el individualismo político y económico de los ingleses (y, por lo tanto, de los anglosajones en general) y esa familia nuclear identificada por Peter Laslett en el pasado de Inglaterra.
Soy discípulo de estos dos grandes historiadores británicos. En el fondo, he generalizado la hipótesis de Macfarlane.
Me di cuenta de que el mapa del comunismo acabado, a mediados de los años setenta, se parecía mucho al de un sistema familiar que yo llamo comunitario(que otros han llamado familia patriarcal o familia conjunta), un sistema familiar que es en cierto modo el opuesto conceptual del sistema familiar inglés.
Tomemos como ejemplo la familia campesina rusa. No soy especialista en Rusia, lo que realmente conozco de Rusia son listas nominales de habitantes del siglo XIX que describían familias de campesinos rusos. No eran, como las familias campesinas inglesas del siglo XVII, pequeñas familias nucleares (papá, mamá, hijos), sino enormes hogares con un hombre, su mujer, sus hijos, las mujeres de esos hijos y los nietos.
Este sistema era patrilineal porque las familias intercambiaban a sus mujeres para convertirlas en esposas. La familia comunitaria se encuentra en China, Vietnam, Serbia y el centro de Italia, una región que votaba al comunismo. Una de las particularidades de la familia comunitaria rusa es que había conservado un estatus elevado de las mujeres porque su aparición era reciente.
La familia comunitaria rusa apareció entre los siglos XVI y XVIII. La familia comunitaria china apareció antes del inicio de la era común. La familia comunitaria rusa tenía unos siglos de existencia, la familia comunitaria china tenía dos milenios de existencia.
Estos ejemplos les revelan mi percepción del mundo. No percibo un mundo abstracto, sino un mundo en el que cada una de las grandes naciones, cada una de las pequeñas naciones, tenía una estructura familiar campesina particular, estructura que aún explica muchos de sus comportamientos actuales.
Puedo dar otros ejemplos. Japón y Alemania, tan similares en el plano industrial y en su concepción de la jerarquía, también tienen en común una estructura familiar diferente de los tipos familiares nucleares y comunitarios, la familia troncal, de la que no hablaré en esta conferencia.
Si miran hoy los medios de comunicación, los periodistas y los políticos hablan de Donald Trump y Vladimir Putin como si fueran los agentes fundamentales de la historia, o incluso personas que dan forma a su sociedad. Yo los veo ante todo como la expresión de culturas nacionales que pueden estar en expansión, estables o en decadencia.
Quiero aclarar algo que tiene que ver con mi reputación. El 95 % de mi vida como investigador la he dedicado al análisis de las estructuras familiares, tema sobre el que he escrito libros de 500 o 700 páginas. Pero no es por eso por lo que se me conoce en el mundo.
Soy conocido por tres ensayos sobre geopolítica en los que utilicé mi conocimiento de este trasfondo antropológico para comprender lo que estaba sucediendo.
En 1976, publiqué La chute finale, Essai sur la décomposition de la sphère soviétique, en el que predecía el colapso del comunismo. La caída de la fertilidad de las mujeres rusas demostraba que los rusos eran personas como las demás, en proceso de modernización, y que el comunismo no había creado ningún homo sovieticus.
Sobre todo, había identificado un aumento de la mortalidad infantil entre 1970 y 1974 en Rusia y Ucrania. El aumento de la mortalidad de los niños menores de un año demostraba que el sistema había comenzado a deteriorarse. Escribí este primer libro muy joven, tenía 25 años, y tuve que esperar unos 15 años para que se cumpliera mi predicción.
En 2002, escribí un segundo libro de geopolítica, que se titulaba en francés Après l’Empire, en una época en la que todo el mundo hablaba de la hiperpotencia estadounidense.
Se nos explicaba que Estados Unidos iba a dominar el mundo durante un período indefinido, un mundo unipolar. Yo decía lo contrario:
no, el mundo es demasiado grande, el tamaño relativo de Estados Unidos se está reduciendo en términos económicos y Estados Unidos no podrá controlar este mundo.
Resultó ser cierto. En Après l’Empire hay una predicción concreta que me sorprende incluso a mí mismo. Hay un capítulo titulado “El retorno de Rusia”. En él preveo el retorno de Rusia como potencia importante, pero basándome en muy pocos indicios. Solo había observado una recuperación de la mortalidad infantil (entre 1993 y 1999, tras un aumento entre 1990 y 1993).
Pero sabía instintivamente que el fondo cultural comunitario ruso, que había producido el comunismo en una fase de transición, sobreviviría al período de anarquía de los años noventa y que constituía una estructura estable que permitiría reconstruir algo.
Sin embargo, hay un error enorme en este libro: predigo un destino autónomo para Europa occidental. Y hay una omisión: no hablo de China.
Llego a mi último libro de geopolítica, que creo que será el último, La derrota de Occidente. He venido a Moscú para hablar de este libro.
En él predigo que, en el enfrentamiento geopolítico iniciado con la entrada del ejército ruso en Ucrania, Occidente sufrirá una derrota. Una vez más, me opongo a la opinión general de mi país, o de mi bando, ya que soy occidental.
En primer lugar, voy a explicar por qué me ha resultado fácil escribir este libro, pero después intentaré explicar por qué, ahora que la derrota de Occidente parece segura, me resulta mucho más difícil explicar en pocas palabras el proceso de desintegración de Occidente, sin dejar de ser capaz de hacer una predicción a largo plazo sobre la continuación del declive estadounidense.
Nos encontramos en un punto de inflexión: estamos pasando de la derrota a la desintegración. Lo que me hace ser prudente es mi experiencia pasada en el momento del colapso del sistema soviético. Predije ese colapso, pero debo admitir que, cuando el sistema soviético se derrumbó, no fui capaz de prever la magnitud de la desintegración ni el nivel de sufrimiento que esta supondría para Rusia.
No había comprendido que el comunismo no era solo una organización económica, sino también un sistema de creencias, una cuasi religión, que estructuraba la vida social soviética y la vida social rusa.
La desintegración de las creencias provocó una desorganización psicológica que fue mucho más allá de la desorganización económica.
Hoy en día, en Occidente, estamos llegando a una situación similar. Lo que estamos viviendo no es simplemente un fracaso militar y económico, sino una disolución de las creencias que han organizado la vida social occidental durante varias décadas.
De la derrota a la disolución
Recuerdo muy bien el contexto en el que escribí La derrota de Occidente. Estaba en mi pequeña casa de Bretaña en el verano de 2023.
Los periodistas de Francia y de otros países se entusiasmaban comentando los “éxitos” (fantaseados) de la contraofensiva ucraniana. Me veo muy bien, escribiendo con calma: “La derrota de Occidente es segura”. No me planteaba ningún problema.
Sin embargo, cuando hoy hablo de la desintegración, adopto una postura de humildad ante los acontecimientos. El comportamiento de Trump es una puesta en escena de la incertidumbre. El belicismo de esos europeos que han perdido la guerra junto a los estadounidenses y que ahora hablan de ganarla sin ellos es algo muy sorprendente.
Eso es el presente. Los acontecimientos a corto plazo son muy difíciles de prever. En cambio, el medio y el largo plazo de Occidente, en particular el de Estados Unidos, me parecen más accesibles a la comprensión y a la previsión, sin certeza, evidentemente.
Desde muy temprano, ya en 2002, tuve una visión positiva a medio y largo plazo para Rusia, como ya he dicho. Pero hoy tengo una visión a medio y largo plazo muy negativa para Estados Unidos. Lo que estamos viviendo no es más que el comienzo de la caída de Estados Unidos y debemos estar preparados para ver cosas aún mucho más dramáticas.
La derrota de Occidente: una predicción fácil
En primer lugar, voy a recordar el modelo de La derrota de Occidente. Este libro se ha publicado, todo el mundo puede comprobar lo que hay escrito en él. Voy a explicar por qué era relativamente sencillo concebir esta derrota. En los años anteriores, ya había analizado en profundidad el retorno de Rusia a la estabilidad.
No vivía en la fantasía occidental de un régimen monstruoso de Putin, de un Putin que sería el diablo y de rusos que serían idiotas o sumisos, que era la visión occidental dominante.
Había leído Russie, le retour de la puissance, un excelente libro de un francés poco conocido, David Teurtrie, publicado poco antes de la entrada de las tropas rusas en Ucrania.
En él describía el relanzamiento de la economía rusa, de su agricultura, de sus exportaciones de centrales nucleares. Explicaba que, desde 2014, Rusia se había preparado para desconectarse del sistema financiero occidental.
Además, tenía mis indicadores habituales, que son más de estabilidad social que de estabilidad económica. Seguí observando la tasa de mortalidad infantil, el indicador estadístico que más utilizo.
Los niños menores de un año son los seres más frágiles de una sociedad y sus posibilidades de supervivencia son el indicador más sensible de la cohesión y la eficacia social.
Durante los últimos veinte años, la tasa de mortalidad infantil rusa ha disminuido a un ritmo acelerado, aunque la mortalidad global rusa, especialmente la masculina, no es satisfactoria. Desde hace varios años, la tasa de mortalidad infantil rusa había descendido por debajo de la tasa de mortalidad infantil estadounidense.
La tasa de mortalidad infantil estadounidense es uno de los indicadores que nos permite ver que Estados Unidos no va bien. Lamentablemente, creo que en este momento la tasa de mortalidad infantil francesa, que está aumentando, está superando a la de Rusia. Es doloroso para mí, que soy francés, pero como historiador debo ser capaz de ver y analizar cosas que no me gustan. La historia no está ahí para complacerme. Está ahí para ser estudiada.
Evolución económica satisfactoria de Rusia, estabilización social. También se produjo una rápida caída de la tasa de suicidios y de la tasa de homicidios en la década de 2000-2020.
Tenía todos estos indicadores y, además, conservaba mi conocimiento del fondo familiar comunitario ruso, de origen campesino, que ya no existe de forma visible, pero que sigue actuando. Por supuesto, la familia campesina rusa del siglo XIX ya no existe.
Pero sus valores sobreviven en las interacciones entre las personas. En Rusia siguen existiendo valores reguladores de autoridad, igualdad y comunidad que garantizan una cohesión social particular.
Es una hipótesis que puede resultar difícil de aceptar para los hombres y mujeres modernos integrados en la vida urbana. Acabo de llegar a Moscú, que redescubro en 2025, transformada desde mi último viaje en 1993.
Moscú es una ciudad inmensa y moderna. ¿Cómo puedo imaginar en un contexto material y social como este la persistencia de valores comunitarios que provienen del siglo XIX? Pero lo hago como lo hago en otros lugares.
Es una experiencia que he tenido, por ejemplo, en Japón. Tokio también es una ciudad inmensa, con sus 40 millones de habitantes, dos veces más grande que Moscú. Pero es fácil ver y aceptar la idea de que allí se ha perpetuado un sistema de valores japonés, heredado de una antigua estructura familiar.
Pienso lo mismo de Rusia, con la diferencia de que la familia comunitaria rusa, autoritaria e igualitaria, no era la familia japonesa tradicional, autoritaria y desigual.
Economía, demografía, antropología de la familia: en 2022 no tenía la menor duda sobre la solidez de Rusia. Por eso, desde el comienzo de la guerra en Ucrania, he observado con una mezcla de diversión y tristeza a periodistas, políticos y politólogos franceses emitir sus hipótesis sobre la fragilidad de Rusia, sobre el colapso inminente de su economía, de su régimen, etc.
Autodestrucción de Estados Unidos
Me da un poco de vergüenza decirlo aquí, en Moscú, pero debo confesar que Rusia no es un tema importante para mí. No digo que Rusia no sea interesante, digo que no es el centro de mi reflexión. El centro de mi reflexión está en el título de mi libro, La derrota de Occidente. No es la victoria de Rusia lo que estudio, sino la derrota de Occidente. Creo que Occidente se está destruyendo a sí mismo.
Para plantear y demostrar esta hipótesis, también tenía una serie de indicadores. Me limitaré aquí a hablar de Estados Unidos. Llevaba mucho tiempo trabajando sobre la evolución de Estados Unidos.
Sabía de la destrucción de la base industrial estadounidense, especialmente desde la entrada de China en 2001 en la Organización Mundial del Comercio. Sabía de la dificultad que tendrían los Estados Unidos para producir armamento suficiente para alimentar la guerra.
Había logrado evaluar el número de ingenieros —personas que se dedican a fabricar cosas reales— en Estados Unidos y Rusia. Había llegado a la conclusión de que Rusia, con una población dos veces y media menor que la de Estados Unidos, producía más ingenieros que ellos.
Simplemente porque, entre los estudiantes estadounidenses, solo el 7 % cursa estudios de ingeniería, mientras que en Rusia la cifra se acerca al 25 %. Por supuesto, este número de ingenieros debe considerarse una cifra emblemática, que evoca, en un sentido más profundo, a los técnicos, los trabajadores cualificados y la capacidad industrial general.
Tenía otros indicadores a largo plazo sobre Estados Unidos. Llevaba décadas trabajando sobre el descenso del nivel educativo, sobre el retroceso de la educación superior estadounidense en calidad y cantidad, un retroceso que había comenzado ya en 1965. La disminución del potencial intelectual estadounidense es algo que se remonta muy atrás. Sin embargo, no olvidemos que este descenso se produce tras un ascenso que se prolongó durante dos siglos y medio.
Estados Unidos fue un gran éxito histórico antes de hundirse en su actual fracaso. El éxito histórico de Estados Unidos fue un ejemplo, entre otros, pero el más importante, del éxito histórico del mundo protestante. La religión protestante fue el núcleo de la cultura estadounidense, al igual que lo fue de la cultura británica, de las culturas escandinavas y de la cultura alemana, ya que Alemania era en dos tercios protestante.
El protestantismo exigía el acceso de todos los fieles a las Sagradas Escrituras. Exigía que la gente supiera leer. Por lo tanto, en todas partes, el protestantismo fue muy favorable a la educación.
Hacia 1900, el mapa de los países donde todo el mundo sabía leer era el del protestantismo. En Estados Unidos, además, a partir del periodo de entreguerras, la educación secundaria despegó, lo que no ocurrió en los países protestantes de Europa.
El colapso educativo de Estados Unidos está muy claramente relacionado con su colapso religioso.
Soy consciente de que hoy en día se habla mucho de esos evangelistas exaltados que rodean a Trump. Pero todo eso, para mí, no es verdadera religión. En cualquier caso, no es verdadero protestantismo. El Dios de los evangelistas estadounidenses es un tipo simpático que reparte regalos económicos, ya no es el Dios calvinista severo que exige un alto nivel de moralidad, que fomenta una fuerte ética del trabajo y favorece la disciplina social.
La disciplina social de Estados Unidos le debía mucho a la disciplina moral protestante. Y esto incluso en el siglo XX, cuando Estados Unidos ya no era un país protestante homogéneo, con inmigrantes católicos y judíos, y luego inmigrantes procedentes de Asia.
Al menos hasta la década de 1970, el núcleo dirigente de Estados Unidos y de la cultura estadounidense siguió siendo protestante. En aquella época se burlaban con gusto de los WASPs, los protestantes anglosajones blancos, que sin duda tenían sus defectos, pero que representaban una cultura central y controlaban el sistema estadounidense.
Estados activos, zombis y cero de la religión
Una conceptualización particular me permite analizar el declive religioso, no solo en este libro, sino en todos mis libros recientes. Se trata de un análisis en tres etapas del desvanecimiento de la religión.
*En primer lugar, distingo una etapa activa de la religión, en la que las personas son creyentes y practicantes.
*Luego hay una etapa que llamo “zombi de la religión”, en la que las personas ya no son creyentes ni practicantes, pero mantienen en sus hábitos sociales valores y conductas heredados de la religión activa anterior. Me refiero, por ejemplo, al republicanismo francés, que sucedió en la cuenca parisina a la Iglesia católica en Francia, como una religión civil zombi.
*Luego viene una tercera etapa, la que vivimos actualmente en Occidente, que yo llamo etapa cero de la religión, en la que las costumbres sociales heredadas de la religión han desaparecido. Doy un indicador temporal para alcanzar esta etapa cero, pero no deben interpretarlo de forma moralizante. Se trata de un instrumento técnico que me permite fechar el fenómeno en 2013, 2014 o 2015.
Para fechar el inicio de la etapa cero utilizo cualquier ley que instituya el matrimonio para todos, es decir, el matrimonio entre personas del mismo sexo. Es un indicador de que ya no queda nada de las costumbres religiosas del pasado.
El matrimonio civil era un calco del matrimonio religioso. El matrimonio para todos es posreligioso. Repito, no he dicho que sea malo. No estoy aquí como moralista. Digo que es lo que nos permite considerar que hemos alcanzado una etapa cero de la religión.
Remontar el declive industrial, el declive educativo y luego el declive religioso para diagnosticar finalmente un estado cero de la religión nos permite afirmar que la caída de Estados Unidos no es un fenómeno a corto plazo, reversible. En cualquier caso, no será reversible durante los pocos años que dure esta guerra de Ucrania.
Una derrota estadounidense.
Esta guerra, que aún continúa, y aunque el ejército que representa a Occidente es ucraniano, es un enfrentamiento entre Rusia y Estados Unidos. No habría podido tener lugar sin el material estadounidense. No habría podido tener lugar sin los servicios de observación e inteligencia estadounidenses.
Por eso, por cierto, es totalmente normal que la negociación final se lleve a cabo entre rusos y estadounidenses. La sorpresa actual de los europeos, al verse excluidos de las negociaciones, me resulta extraña. Su sorpresa es una sorpresa para mí. Desde el inicio del conflicto, los europeos se han comportado como súbditos de Estados Unidos.
Han participado en las sanciones, han suministrado armas y equipos, pero no han dirigido la guerra. Por eso los europeos no tienen una visión correcta ni realista de la guerra. Así están las cosas.
Occidente ha sido derrotado industrialmente. Económicamente. Prever esta derrota no ha sido para mí un gran problema intelectual. Llego a lo que más me interesa y a lo más difícil para un prospectivista: el análisis y la comprensión de los acontecimientos en curso.
Doy conferencias con bastante regularidad. He dado algunas en París. He dado algunas en Alemania. He dado algunas en Italia. Recientemente he dado una en Budapest.
Lo que me llama la atención es que, en cada nueva conferencia, si bien siempre hay una base estable, común a todas, también hay nuevos acontecimientos que hay que integrar. Nunca se sabe cuál es la actitud real de Trump. No sabemos si su voluntad de salir de la guerra es sincera. Tenemos sorpresas extraordinarias, como su repentino resentimiento hacia sus propios aliados, o más bien hacia sus súbditos: ver al presidente de los Estados Unidos señalar a los europeos y a los ucranianos como responsables de la guerra y de la derrota ha sido totalmente sorprendente.
Hoy debo confesar mi admiración por la maestría y la calma del Gobierno ruso, que (en apariencia) debe tomarse en serio a Trump, que debe aceptar su representación de la guerra porque hay que negociar.
No obstante, observo en Trump un elemento positivo estable desde el principio: habla con el Gobierno ruso, se aleja de la actitud occidental de demonización de Rusia. Es un retorno a la realidad y, en sí mismo, algo positivo, aunque estas negociaciones no conduzcan a nada concreto.
La revolución Trump
Me gustaría tratar de comprender la causa inmediata de la revolución Trump. Toda revolución tiene causas principalmente endógenas, es ante todo el resultado de una dinámica y de contradicciones internas de la sociedad afectada.
Sin embargo, algo llamativo en la historia es la frecuencia con la que las revoluciones son desencadenadas por derrotas militares.
La revolución rusa de 1905 fue precedida por una derrota militar frente a Japón. La revolución rusa de 1917 fue precedida por una derrota frente a Alemania. La revolución alemana de 1918 también fue precedida por una derrota. Incluso la revolución francesa, que parece más endógena, fue precedida en 1763 por la derrota de Francia en la guerra de los siete años, una derrota importante, ya que el Antiguo Régimen perdió todas sus colonias.
El colapso del sistema soviético también fue desencadenado por una doble derrota: en la carrera armamentística con Estados Unidos y por la retirada de Afganistán.
Creo que hay que partir de esta noción de derrota que conduce a una revolución para comprender la revolución Trump. La experiencia que se está viviendo en Estados Unidos, aunque no se sabe exactamente cómo va a ser, es una revolución.
¿Es una revolución en sentido estricto? ¿Es una contrarrevolución? En cualquier caso, es un fenómeno de una violencia extraordinaria, una violencia que se dirige, por un lado, contra los aliados-súbditos, los europeos, los ucranianos, pero que, por otro lado, se expresa internamente, en la sociedad estadounidense, a través de una lucha contra las universidades, contra la teoría de género, contra la cultura científica, contra la política de inclusión de los negros en las clases medias estadounidenses, contra el libre comercio y contra la inmigración.
Esta violencia revolucionaria está, en mi opinión, relacionada con la derrota. Varias personas me han contado conversaciones entre miembros del equipo de Trump y lo que llama la atención es su conciencia de la derrota. Personas como J. D. Vance, el vicepresidente, y muchos otros, son personas que han comprendido que Estados Unidos ha perdido esta guerra. Para Estados Unidos ha sido una derrota fundamentalmente económica. La política de sanciones ha demostrado que el poder financiero de Occidente no es omnipotente.
Los estadounidenses han descubierto la fragilidad de su industria militar. La gente del Pentágono sabe muy bien que uno de los límites de su acción es la capacidad limitada del complejo militar-industrial estadounidense.
Esta conciencia estadounidense de la derrota contrasta con la inconsciencia de los europeos. Los europeos no organizaron la guerra. Como no la organizaron, no pueden ser plenamente conscientes de la derrota. Para ser plenamente conscientes de la derrota, necesitarían tener acceso a las reflexiones del Pentágono. Pero los europeos no tienen acceso a ellas.
Por lo tanto, los europeos se sitúan mentalmente antes de la derrota, mientras que la actual administración estadounidense se sitúa mentalmente después de la derrota.
Derrota y crisis cultural.
Mi experiencia con la caída del comunismo me enseñó, como ya he dicho, una cosa importante:
el colapso de un sistema es tanto mental como económico. Lo que se está derrumbando en Occidente hoy en día, y en primer lugar en Estados Unidos, no es solo el dominio económico, sino también el sistema de creencias que lo animaba o se superponía a él.
Las creencias que acompañaban al triunfalismo occidental se están derrumbando. Pero, como en todo proceso revolucionario, aún no sabemos qué nueva creencia es la más importante, cuál es la que saldrá victoriosa del proceso de descomposición.
Lo razonable en la administración Trump
Quiero precisar que al principio no sentía ninguna hostilidad hacia Trump. Cuando Trump fue elegido por primera vez, en 2016, yo era de los que admitían que Estados Unidos estaba enfermo, que su corazón industrial y obrero estaba siendo destruido, que los estadounidenses de a pie sufrían la política general del Imperio y que había muy buenas razones para que muchos votaran a Trump.
En las intuiciones de Trump hay cosas muy razonables. El proteccionismo de Trump, la idea de que hay que proteger a Estados Unidos para reconstruir su industria, es el resultado de una intuición muy razonable. Yo mismo soy proteccionista. Escribí libros sobre ello hace mucho tiempo.
También considero razonable la idea de controlar la inmigración, aunque el estilo adoptado por la administración Trump en la gestión de la inmigración es insoportablemente violento.
Otro elemento razonable, que sorprende mucho a muchos occidentales, es la insistencia de la administración Trump en afirmar que solo hay dos sexos en la humanidad, hombres y mujeres.
No veo en ello un acercamiento a la Rusia de Vladimir Putin, sino un retorno a la concepción ordinaria de la humanidad que existe desde la aparición del Homo sapiens, una evidencia biológica sobre la que, por cierto, la ciencia y la Iglesia están de acuerdo.
Hay algo razonable en la revolución Trump.
El nihilismo en la revolución Trump
Ahora debo explicar por qué, a pesar de la presencia de estos elementos razonables, soy pesimista y por qué creo que la experiencia Trump fracasará. Voy a recordar por qué era optimista con respecto a Rusia desde 2002 y por qué soy pesimista con respecto a Estados Unidos en 2025.
En el comportamiento de la administración Trump hay un déficit de pensamiento, una falta de preparación, una brutalidad, un comportamiento impulsivo e irreflexivo que evoca el concepto central de La derrota de Occidente, el del nihilismo.
En La derrota de Occidente explico que el vacío religioso, el estadio cero de la religión, conduce a la angustia más que a un estado de libertad y bienestar. El estado cero nos lleva de vuelta al problema fundamental.
¿Qué es ser humano? ¿Cuál es el sentido de las cosas? Una respuesta clásica a estas preguntas, en una fase de colapso religioso, es el nihilismo. Pasamos de la angustia del vacío a la deificación del vacío, una deificación del vacío que puede conducir a un deseo de destrucción de las cosas, de los hombres y, en última instancia, de la realidad.
La ideología transgénero no es en sí misma algo grave desde el punto de vista moral, pero es fundamental desde el punto de vista intelectual, porque decir que un hombre puede convertirse en mujer o una mujer en hombre revela un deseo de destruir la realidad.
Esto, junto con la “cultura de la cancelación” y la preferencia por la guerra, era un elemento del nihilismo que predominaba en la administración Biden. Trump rechaza todo esto.
Sin embargo, lo que me llama la atención actualmente es la aparición de un nihilismo que adopta otras formas: un deseo de destruir la ciencia y la universidad, las clases medias negras o una violencia desordenada en la aplicación de la estrategia proteccionista estadounidense. Cuando, sin pensarlo, Trump quiere establecer aranceles entre Canadá y Estados Unidos, cuando la región de los Grandes Lagos constituye un único sistema industrial, veo en ello un impulso de destrucción tanto como de protección.
Cuando veo a Trump establecer de repente aranceles proteccionistas contra China, olvidando que la mayor parte de los teléfonos inteligentes estadounidenses se fabrican en China, pienso que no podemos conformarnos con considerar esto como una estupidez.
Es una estupidez, sin duda, pero quizá también sea nihilismo. Pasemos a un nivel moral más elevado: la fantasía trumpiana de transformar Gaza, vaciada de su población, en un complejo turístico es un proyecto nihilista de alta intensidad.
Sin embargo, la contradicción fundamental de la política estadounidense la busco en el proteccionismo.
La teoría del proteccionismo nos dice que la protección solo puede funcionar si un país cuenta con la población cualificada que le permita beneficiarse de las protecciones arancelarias.

Una política proteccionista solo será eficaz si se dispone de ingenieros, científicos y técnicos cualificados. Algo de lo que los estadounidenses carecen en número suficiente.
Sin embargo, veo que Estados Unidos está empezando a perseguir a sus estudiantes chinos, y a tantos otros, precisamente aquellos que les permiten compensar su déficit de ingenieros y científicos. Es absurdo.
La teoría del proteccionismo también nos dice que la protección solo puede lanzar o relanzar la industria si el Estado interviene para participar en la construcción de nuevas industrias. Sin embargo, vemos cómo la administración Trump ataca al Estado, ese Estado que debería alimentar la investigación científica y el progreso tecnológico. Peor aún: si buscamos la motivación de la lucha contra el Estado federal liderada por Elon Musk y otros, nos damos cuenta de que ni siquiera es económica.
Quienes conocen la historia estadounidense saben el papel fundamental que desempeñó el Estado federal en la emancipación de los negros. El odio hacia el Estado federal en Estados Unidos suele derivar de un resentimiento contra los negros.
Cuando se lucha contra el Estado federal estadounidense, se lucha contra las administraciones centrales que han emancipado y protegen a los negros. Una alta proporción de la clase media negra ha encontrado empleo en la administración federal. Por lo tanto, la lucha contra el Estado federal no se integra en una concepción general de la reconstrucción económica y nacional.
Si pienso en los múltiples y contradictorios actos de la administración Trump, la palabra que me viene a la mente es “dislocación”. Una dislocación cuyo destino es incierto.
Familia nuclear absoluta + religión cero = atomización
Soy muy pesimista con respecto a los Estados Unidos. Para concluir esta conferencia exploratoria, volveré a mis conceptos fundamentales como historiador y antropólogo.
Al principio de esta conferencia dije que la razón fundamental por la que creí, bastante pronto, ya en 2002, en un retorno de Rusia a la estabilidad, era porque era consciente de la existencia de un fondo antropológico comunitario en Rusia.
A diferencia de muchos, no necesito hipótesis sobre el estado de la religión en Rusia para comprender el retorno de Rusia a la estabilidad. Veo una cultura familiar, comunitaria, con sus valores de autoridad e igualdad, que por otra parte permite comprender un poco lo que es la nación en la mente de los rusos.
De hecho, existe una relación entre la forma de la familia y la idea que se tiene de la nación. A la familia comunitaria corresponde una idea fuerte y compacta de la nación o del pueblo. Así es Rusia.
En el caso de Estados Unidos, al igual que en el de Inglaterra, nos encontramos ante la situación inversa. El modelo de familia inglesa y estadounidense es nuclear, individualista, sin incluir siquiera una norma precisa de herencia. Reina la libertad testamentaria.
La familia nuclear absoluta angloamericana es muy poco estructurante para la nación. La familia nuclear absoluta tiene sin duda la ventaja de la flexibilidad. Las generaciones se suceden separándose. La rapidez de adaptación de Estados Unidos o Inglaterra, la plasticidad de sus estructuras sociales (que permitieron la revolución industrial inglesa y el despegue estadounidense) son en gran medida el resultado de esta estructura familiar nuclear absoluta.
Pero al lado o por encima de esta estructura familiar individualista existía en Inglaterra, al igual que en Estados Unidos, la disciplina de la religión protestante, con su potencial de cohesión social. La religión, como factor estructurante, fue fundamental para el mundo angloamericano.
Ha desaparecido. El estado cero de la religión, combinado con unos valores familiares muy poco estructurantes, no me parece una combinación antropológica e histórica que pueda conducir a la estabilidad. El mundo angloamericano se encamina hacia una atomización cada vez mayor. Esta atomización solo puede conducir a una acentuación, sin límites visibles, de la decadencia estadounidense. Espero equivocarme, espero haber olvidado algún factor positivo importante.
Por desgracia, ahora solo encuentro un factor negativo adicional, que me ha llamado la atención al leer un libro de Amy Chua, profesora de Yale que fue mentora de J. D. Vance. Political Tribes. Group instinct and the Fate of Nations (2018) subraya, tras muchos otros textos, el carácter único de la nación estadounidense: una nación cívica, fundada por la adhesión de todos los inmigrantes sucesivos a valores políticos que trascienden la etnicidad. Ciertamente.
Esa fue la teoría oficial desde muy temprano. Pero en Estados Unidos también existía un grupo protestante blanco dominante, fruto de una historia bastante larga y, en el fondo, totalmente étnica.
Desde la desintegración del grupo protestante, esta nación estadounidense se ha convertido en una nación verdaderamente posétnica, puramente ‘cívica’, unida en teoría por el apego a su Constitución y a sus valores. El temor de Amy Chua es que Estados Unidos vuelva a lo que ella llama tribalismo. Una desintegración regresiva.
Cada una de las naciones europeas es, en el fondo, independientemente de su estructura familiar, su tradición religiosa o su visión de sí misma, una nación étnica, en el sentido de un pueblo apegado a una tierra, con su lengua, su cultura, un pueblo arraigado en la historia.
Cada una tiene un fondo estable. Los rusos lo tienen, los alemanes lo tienen, los franceses lo tienen, aunque ahora mismo sean un poco raros con estos conceptos. Estados Unidos ya no lo tiene. ¿Una nación cívica? Más allá de la idea, la realidad de una nación estadounidense cívica pero privada de moral por el estado cero de la religión da que pensar. Incluso da escalofríos.
Mi temor personal es que no estemos en absoluto al final, sino apenas al comienzo de un declive estadounidense que nos revelará realidades que ni siquiera podemos imaginar.
La amenaza radica precisamente en esto: más que en un imperio americano —ya sea triunfante, debilitado o destruido— avanzamos hacia escenarios inimaginables.
Hoy me encuentro en Moscú, y por tanto concluiré refiriéndome al futuro de Rusia. Diré dos cosas: una halagüeña, otra preocupante para ellos. Rusia probablemente ganará esta guerra. Pero heredará, en el contexto de la descomposición estadounidense, responsabilidades enormes en un mundo que deberá reencontrar su equilibrio.
Traducción nuestra
*Emmanuel Todd es un historiador, demógrafo, sociólogo y politólogo francés, que trabaja en el Instituto Nacional de Estudios Demográficos (Institut National d’Études Démographiques, INED), en París. Sus investigaciones se centran en los diferentes tipos de familias occidentales, en cómo se desarrollan creencias compartidas y hasta coincidentes respecto de las ideologías y los sistemas políticos, además de indagar en los acontecimientos históricos involucrados en esos hechos.
Fuente original: Emmanuel Todd