El demoniaco Johnny Abbes
Por Pedro Conde Sturla
Johnny Abbes García se dio a conocer como cronista deportivo. Escribía en El Caribe y escribía en La Nación y era comentarista de radio. Fue una verdadera pena, o mejor dicho una verdadera tragedia, que no persistiera en el oficio, que no se entregara a tiempo completo y para el resto de su vida a la crónica deportiva radial o escrita, incluso a la poesía, por la que alguna vez se sintió atraído. Pero Johnny Abbes García pensaba en grande. Se sentía llamado o mejor dicho arrastrado a un propósito mayor, a una misión, a una auténtica vocación de servicio a la que consagraría toda su miserable existencia. Serviría, en efecto, incondicionalmente a la bestia. La serviría como espía, como delator, como torturador y verdugo…
Siempre hubo notorios asesinos en el entorno natural de la bestia, empezando por Miguel Ángel Paulino, el jefe de «La 42», la pandilla de matones con la que aterrorizó a la población dominicana durante la turbulenta campaña electoral que lo llevó a la presidencia en 1930.
Uno de los cancerberos más aborrecibles de la era gloriosa fue el general José Estrella, a quien Crassweller define como «feroz procónsul del norte», el mismo que organizó, por órdenes de la bestia el asesinato de Virgilio Martínez Reyna y su esposa Altagracia Almánzar. Otros que ganaron justificada fama por sus incontables crímenes de sangre fueron Federico Fiallo y Joaquín Cocco, Fausto Caamaño y Emilio Ludovino Fernández (el hombre que le cortó la cabeza después de muerto a Desiderio Arias). Entre los peores y más truculentos homicidas se cuenta Félix W. Bernardino, uno de los más fieles y abominables perros de presa de la bestia.
En los años finales de la tiranía, quizás los más oprobiosos, alcanzó nombradía un selecto grupo de sicarios y torturadores cuyos nombres inspiraban un insano terror. Entre ellos Luís León Estévez, Américo Dante Minervino, Clodoveo Ortiz, Ciriaco de la Rosa, los hermanos Cesar y José Ángel Rodríguez Villeta (sin olvidar al innombrable y asqueante Víctor Alicinio Peña Rivera, el ejecutor de las hermanas Mirabal y su acompañante Rufino de la Cruz Lora).
No fueron pocos los que se destacaron y muchos los que permanecieron en la sombra, haciendo daño, espiando, denunciando, torturando. Hombres dispuestos a todo, al servicio de la bestia… La lista de estos seres infernales ocuparía páginas enteras en la historia nacional de la infamia, pero es probable que ninguno se comparara o pueda medirse en cualquier escala de maldad con Johnny Abbes García, ninguno probablemente peor que el demoniaco Johnny Abbes García. Un asesino vesánico, de los que disfrutaban su oficio, un matón y torturador vocacional. Alguien que parecía podrido por fuera y por dentro, podrido en cuerpo y alma. En él se conjugaba la quintaesencia de la maldad, de todas las maldades, era el más malo de todos, el peor de los peores.
Johnny Abbes apareció, como afirma Crassweller, en una época de declive y adversidad. Apareció como quien dice para presidir el gran final, la decadencia y caída de la bestia.
Apareció, como dice Crassweller, como en un acto de levitación, un acto de magia que lo depositó en un lugar señero del régimen al que se aferró con uñas y dientes. Allí permaneció, desde 1957, consolidando cada día más su posición hasta los días finales de Trujillo. Nadie, a partir de entonces, estaría más cerca y más apegado a la bestia. Ningún otro colaborador gozaría de más confianza y más poder que él. La bestia descubriría en él a un alter ego. Juntos maquinarían infinitas intrigas que Johnny Abbes ejecutaba o haría ejecutar sin vacilar. El fatídico y siniestro personaje serviría a la bestia de una manera especial. Combinaba, como dice Crassweller, «el papel de una eminencia gris con las funciones operativas de un gatillero». (1)
En realidad no había ascendido de la noche a la mañana. Se fue abriendo espacio lentamente, aprovechando todas las oportunidades que se le presentaban para acercarse poco a poco al poder.
Johnny Abbes García era hijo de un resignado contable de origen alemán y una dominicana, gente buena y afable, que lo educó con esmero, en la medida de sus posibilidades.
Se convirtió al crecer en un tipo anodino, mediocre, insignificante. Era de baja estatura y cara redonda, mofletuda, con papada incipiente, y tenía una engañosa apariencia de buey manso. No se destacaba, pues, físicamente y mucho menos intelectualmente, pero sentía gran atracción por los deportes: béisbol y carreras de caballo y volibol. Los deportes, que no practicaba, lo llevaron a convertirse en cronista deportivo y como cronista deportivo empezaría a darse a conocer socialmente y empezó a trabajar en la Secretaría de Finanzas.
La crónica a su vez lo llevaría a ocupar cargos en el Comité Olímpico Dominicano y a relacionarse con personas de los círculos literarios y hasta es probable que entonces publicara algún poema en las páginas culturales de algún diario de la época. Eventualmente, ocuparía un cargo en el palacio de gobierno.
Johnny Abbes cumplía, pues, como empleado público, escribía en los diarios más importantes del país, hablaba de deportes en la radio en compañía de los pioneros de la crónica deportiva nacional y se paseaba por las calles y los bares de la ciudad intramuros, pero no era amigo de la bebida.
En algún momento, durante los años de 1950, entabló una jugosa y sospechosa amistad con Nene Trujillo, que dio mucho que hablar. NeneTrujillo era hijo póstumo del prolífico padre de la bestia, alguien que de seguro representó en la vida de Abbes una importancia capital y daría un vuelco, un giro inesperado a su carrera y su vida.
Como dice Crassweller, nada en su carácter, hasta ese momento, permitía imaginar o presagiar siquiera al monstruo que anidaba en su interior, su deformidad y podredumbre espiritual, su retorcida humanidad. Algo había en él, sin embargo, que invitaba al rechazo, que provocaba repulsión, algo intangible, algo que en su rostro y su expresión y algunos de sus gestos parecía emitir una señal, un indicio maligno: «alguna cosa desagradable que no se podía explicar».
Johnny Abbes García no había nacido aún. Estaba en estado larvario, estaba como el huevo de ciertas serpientes, que se desarrollan y hacen eclosión dentro del oviducto de la hembra y solo nacen cuando están completamente formados sus escamas y sus ojos y su lengua y sus afilados colmillos venenosos.
(Historia criminal del trujillato [167])
Nota:
(1) Robert D. Crassweller, «The life and times of a caribbean dictator», p. 329.