El oncólogo de Milei
Jorge Elbaum
El oncólogo me miró y por un momento sospeché que estaba midiendo sus palabras. Hizo una pausa. Miró para el lado donde estaba la camilla y luego al piso. Parecía un poco dolorido. Después de una fracción de tiempo, que no logré precisar, me miró a los ojos y me dijo. “Si algún día tengo que atender a Javier Milei por un diagnóstico oncológico, no estoy seguro de sostener mi juramento hipocrático”.
El resto de la charla quedó atrapada en esa sentencia. Salí del consultorio y recordé el inicio de la conversación. La semana pasada le habían informado que una de sus pacientes se estaba muriendo, de forma paulatina, porque la Dirección de Asistencia Directa por Situaciones Especiales (DADSE), dependiente del Ministerio de Capital Humano, había discontinuado la medicación que recibía desde hace cuatro años. Desde el 10 de diciembre de 2024, después de gestiones varias, los familiares de su paciente solo recibieron evasivas varias. ¿Cuánto tiempo podía haber vivido –pregunté– si hubiese continuado con el tratamiento? Por lo menos, la misma cantidad de tiempo que había sobrevivido hasta fines del año pasado, unos cuatro o cinco años. Mientras acomodaba las carpetas de sus pacientes, antes de despedirme, repitió con sarcasmo el absurdo credo mileísta: “No hay plata”.
Cuando salí del consultorio volví a consultar mi libreta de apuntes: Aldo Javier Pinto, salteño, de 45 años, había fallecido en marzo luego de que su familia rogara por la entrega de los medicamentos que había recibido hasta diciembre pasado. Aldo tenía 45 años y sus vecinos lo velaron recordando su aporte al Centro Vecinal Villa 20 de Febrero. Según uno de sus amigos, presente en la despedida de sus restos, Aldo tomó conciencia del homicidio del que era víctima en enero, una vez que el mutismo se convirtió en un manto de sordina lúgubre: las respuestas ministeriales eran evasivas. Los medicamentos estaban siempre por venir y nunca llegaban. Los pedidos de su familia fueron a parar a los túneles del internet vano. Ese lugar donde agonizan los mails, los mensajes de WhatsApp. El reservorio del spam lúgubre donde la indiferencia kafkiana exhibe la señal visible de Caín.
Para ese entonces Camila Giménez, de 25 años, de Villa María, Córdoba, transitaba el mismo camino de agonía. Su madre, María, rogaba que se cumplieran con los compromisos asumidos por las agencias gubernamentales. “Ella está mal y las necesita sí o sí. Son medicamentos tienen un valor de casi un millón de pesos”. Le habían suspendido las entregas. Ni siquiera le respondía los mensajes. Falleció en marzo. Con la dolorosa certeza de que su destino hubiese sido otro. Uno de sus amigos escribió, afligido e irritado: “Este año le van a pagar al Fondo Monetario Internacional unos siete mil millones de dólares en concepto de préstamo e intereses. Con ellos van a cumplir. Van a honrar las deudas con los centros financieros. Pero a sus compatriotas, como a Camila, los van a dejar morir”.
María Teresa Troiano peleó contra el cáncer durante 16 años. Logró convivir con la enfermedad gracias a dos medicamentos –una suerte de quimioterapia oral– el Dabrafenib y Trametinib, cuyo valor a nivel privado supera los diecisiete mil dólares mensuales. Su familia fue concluyente: la asesinaron por desidia e insensibilidad. El Estado había provisto esa medicación hasta que llegó el actual gobierno.
El pretexto utilizado por el vocero presidencial y por los funcionarios responsables fue la necesidad de “cumplimentar una auditoría” para detectar anomalías. La muerte no parece ser una irregularidad para quienes piensan –como alguna vez opinó Mauricio Macri al inicio de la pandemia– “que mueran los que tengan que morir”. Para la derecha local el único organizador de la vida es el dinero. Le denominan “mercado” para disimular su cruenta materialidad y para esconder su apropiación. Vivirán los que tengan dinero para curarse, porque entregar farmacología a quien no tiene dinero para adquirirla supone –al decir de Milei– “robarle a alguien para darle a otro”. Esta distribución, basada en el aporte tributario colectivo supone, para el mandamás anarcocapitalista, “un trato desigual frente a la ley, que además tiene consecuencias sobre el deterioro de los valores morales al punto tal que convierte a la sociedad en una sociedad de saqueadores».
Salvar una vida con dinero del Estado, aportado previamente por los impuestos de cada uno de los ciudadanos es un robo. Hay que dejar morir. Esa es la ley anarcocapitalista. Que los aportes tributarios solo sirvan para defender a los empresarios mediante fuerzas de seguridad represivas. Que los dineros públicos solo sean utilizados para garantizar las inversiones y el enriquecimiento de los dueños de la vida y el mercado. Que el tesoro nacional solo se dedique a proteger a la propiedad privada de los más tienen para lograr por fin la implantación de castas económicas.
No sabemos si Javier tendrá que visitar alguna vez un oncólogo. Lo que sí sabemos es que el desprecio que despliega como un manto de violencia atraviesa la carne de sus víctimas mientras se le pide que profundicen su entrega sacrificial para un mundo mejor que ellos solos piensan disfrutar. El sometimiento requiere sentimientos e inspiración necesaria. Palabras grandilocuentes dispuestas para armar un castillo de esperanzas fúnebres. Una cantidad precisa de luz negra para instaurar la resignación dispuesta para desmembrar la solidaridad, el amor y el abrazo.
Quienes sigan sufriendo en el horno de la displicencia mercantil se convertirán, junto a nosotras y nosotros en la base material de una recuperación amable. Por su parte, para quienes hayan sido responsables de ultrajar la vida, les garantizamos que el juramento hipocrático será sostenido. Porque tenemos muy pocas cosas en común y estamos en las antípodas de sus luces mortecinas. Nosotros seguiremos restaurando vidas. Es lo que Aldo, Camila y María Teresa nos exigen.