Franklin Almeyda y el trajín de nuestra historia

La Historia es una armadura colosal. Sirve para poetizarla, para novelarla, para filosofarla, teatralizarla; para relatarla, para cantarla. Hacer cine, versos, series televisivas y hasta comics. Y, por supuesto, también sirve para navegar en sus meandros y contarla tal cual han sucedido los hechos que la crean. No es broma: no hay otro género en la escritura con la que puedan construirse y reconstruirse tantos caminos para navegar en sus olas bravas, para conocer la humanidad en todas sus cuitas y bifurcaciones y para entender los asideros de los hombres y mujeres que la han edificado.

La Historia es una aventura sin límites. Nadie puede restringir las avenidas múltiples que ella oferta para ser comprendida en los avatares de sus protagonistas y abrevar en sus fuentes variadas, en sus registros intrincados y en sus desolaciones, delirios y aconteceres.

No es desde hoy que la historia ha sido proclive a tantas formas dialécticas de comprensión, al coloquio incesante de las venturas y desventuras de quienes han dirigido su andadura a través de los siglos. Neruda decía que Chile es un país fundado por un poema, La Araucana de Alonso de Ercilla, el relato en versos de las batallas entre españoles y araucanos en el proceso de conquista de esa nación. Homero contó la furia de Aquiles y las largas acechanzas de la guerra de Troya en La Ilíada y siguió en La Odisearefiriéndonos el final de esa guerra a través de la vida y correrías de Ulises en su regreso a Ítaca. Romanos, visigodos, griegos, árabes, aztecas, incas, nahuas, mayas, lacandones, navajos, apaches, han sido parte de las civilizaciones y poblaciones que han sido historiadas a través de materias distintas a las ciencias históricas y sociales. Incluso, las tierras legendarias que la humanidad ha convertido en parte fundamental de su imaginario de siglos, sus destellos fantásticos se han conocido gracias a la escritura literaria: el Jardín del Edén, el mar de la Perdición, las once mil vírgenes, las amazonas de California, el sueño de El Dorado, la Atlántida y, entre otras muchas, la historia de Hawaiki, el país de los polinesios. La historia misma de República Dominicana, como el Chile de Neruda, fue fundada, no por los historiadores de Indias ni por las cartas del Almirante de la Mar Océana, sino por el relato referido por Galván en su Enriquillo.

Una tradición que viene, pues, de lejos, ha renacido en las últimas dos décadas, con una nueva tropa de escritores que han tomado por asalto a la novela para recontar la historia humana desde los ángulos más diversos, y penetrar a características que son ajenas a la práctica y a la dinámica profesional del historiador. En España, Europa y América Latina, la literatura ha dado paso a un nuevo conocimiento de la historia universal o nacional, de episodios específicos y de acontecimientos más abarcadores, que han ofertado luz entre la realidad y la imaginación. Lo relevante y valioso de este ejercicio, desde la novela por ejemplo, es que el lector tiene la oportunidad de conocer la historia desde aristas diferentes, donde se conjugan –gracias a las licencias que la literatura creadora concede- los sucesos reales, con sus figuras fundamentales y los hechos que estos encabezaron, con la recreación que, desde la descripción de ambientes, la metáfora que engalana el discurrir de la narración y la visión que de esa realidad el autor crea, permite discernir, enjuiciar y referir el suceso histórico desde otras perspectivas.

Como era de esperarse, el género se ha instalado ya en nuestro discurrir literario y comenzamos a ver verdaderas sorpresas. En algunos casos, hay buenas investigaciones que no han merecido las revisiones que el lenguaje, con todos sus acápites, demanda. Lamentable, por el momento, pero mejorables en los textos que conocemos. Y otros casos que se han leído o están leyéndose en estos momentos que sorprenden por su calidad en la pesquisa histórica y en el ejercicio del lenguaje y de las técnicas narrativas. Esto quiere decir, aunque sea con pocos ejemplos, que en República Dominicana nuestros novelistas, o escritores que incursionan por primera vez como tales, están en el carril de lo que ocurre en este renglón de la historia novelada o de la novela histórica, en España, Colombia, México, Francia o Inglaterra. Sobre todo -que es el campo que debe interesarnos- lo que viene sucediendo de unos años a esta parte en nuestra lengua hispánica.

Franklin Almeyda Rancier es, y lo ha sido por varias décadas, un político a tiempo completo. Es columnista asiduo en diarios nacionales, escritor de textos de historia y de análisis de la vida política dominicana. Es un conocedor minucioso de nuestra historia, formado por el maestro Juan Bosch, que ha abrevado en fuentes tan fundamentales como las de José Gabriel García y Emilio Rodríguez Demorizi, y que conoció la metodología de la investigación con educadores históricos y literarios de la talla de Marcio Veloz Maggiolo y Emilio Cordero Michel. Con esas credenciales y su envidiable capacidad lectora y narrativa, sobre todo en alguien que no tiene como oficio la literatura, acaba de presentar un gran libro –por su extensión y por la abarcadora contextura de su narración- donde reconstruye la historia dominicana, desde antes de su nacimiento hasta su proceso de independencia, haciendo uso del arte de novelar. La historia nuestra vista y recreada desde la imaginación ficcional, aunque siendo fiel a los acontecimientos históricos que narra.

Francois de la Mancha, El Hugonote, sirve de guía lúcida y crítica a la narración, en el centro de personajes variopintos que describen -enjuician, cuestionan, interpretan- los eventos de la historicidad nacional, partiendo desde los orígenes, de la etapa colonizadora, pasando por el periodo de Saint-Domingue, las etapas de la Reconquista y de la España Boba, y sin detallar todos sus capítulos, arribando al proceso posterior a la proclamación de la separación de Haití y la construcción de la nacionalidad dominicana. En el ínterin, el narrador encamina su examen histórico con precisas pinceladas, en unos casos, en torno a la realidad legada por nuestros historiadores, y con exámenes abiertos de esa realidad, en otros casos, que permiten configurar el establecimiento en un mismo territorio insular de dos naciones y de dos poblaciones diferentes, desde el marco del Marrón Tierra que nos recuerda a los “blancos de la tierra” de que hablaron algunos años ha, y que representa a la tierra dominicana y a sus habitantes, y Negra Noche, que es la representación de un Haití que fue dirección, poder, violencia y mandato en la época previa a la Independencia, y que luego tomaría su rumbo propio, como lo hizo Marrón Tierra.

Toda esa grande historia, grande en extensión y en la definición de sus caminos, es novelada por Almeyda Rancier con dominio fiel del suceso histórico y sus pormenores, y con una conclusión que llega bien, aunque ese no sea el propósito del texto narrativo concebido durante varios años, en tanto Negra Noche es, sin duda alguna, un Estado fallido, y Morena Tierra es una democracia en auge, con sus dificultades conocidas, pero en situación muy diferente a la de su vecino. Dos naciones en direcciones contrapuestas, nos señalará el autor. En ocasiones, Almeyda Rancier hace galas de sus conocimientos y de su persistente interés, desde la visión y la guía de El Hugonote, de colocar citas de textos que ayudan a consolidar lo narrado, o de ofrecer un pormenorizado relato ilustrador, para contribuir al mejor entendimiento del lector sobre el tema central. Rica en detalles de indudable valimiento, explicativo, fiel a la realidad histórica, crítico, abarcador, y con indudable tinte patriótico, el texto narrativo de Almeyda Rancier bien merece el favor de una buena lectura. El Hugonote ha de recordar, al final, al apóstol cubano con una frase hermosa, sensiblemente amorosa, sobre la tierra dominicana, que exalta la valentía de sus guerreros, frente a las contingencias que la Historia puso en su trajinar para ser un pueblo independiente. Un trajinar que pervive hasta hoy, pero con rumbos definidos y, esperamos, indeclinables.

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