Game over
Enrico Tomaselli.
Como un viejo león que ruge convencido de que eso basta para mantener a raya a los leones jóvenes, mientras estos son conscientes de que su reinado ha terminado, y solo esperan el momento oportuno para asestarle el zarpazo definitivo. Esto es, en esencia, el trumpismo. El intento de salvarse del declive fingiendo que no existe
Si observamos la fase macrogeopolítica actual, fundamentalmente caracterizada por el declive de Occidente, es posible notar que la política estratégica adoptada por lo que era la potencia central de Occidente, es decir, Estados Unidos, está marcada por unacontradicción fundamental.
En efecto, el objetivo estratégico estadounidense no es simplemente frenar el declive o limitar su alcance, sino invertir su curso, reconstituir y reafirmar la posición hegemónica norteamericana sobre el resto del mundo.
Y, dada la situación actual del imperioestadounidense, esto lleva tiempo. Volver a poner el poder estadounidense en condiciones de enfrentarse y ganar a los países que desafían su hegemonía requiere tiempo.
Desde este punto de vista, la opción elegida por el bloque de poder que ha asumido el liderazgo de EEUU es tratar de dividir a estos países -en particular a los más agresivos- tanto para intentar derrotarlos por separado, de uno en uno, como para evitar que la conciencia de la fuerza derivada de su suma les induzca a golpear primero.
Pero -y ésta es la contradicción mencionada- al hacerlo Washington está imponiendo una aceleración generalizada.
Aparentemente, las dos cosas podrían incluso parecer coherentes: no tengo mucho tiempo, así que acelero mi acción.Pero, por supuesto, esto podría ser así si la escasez de tiempo se debiera únicamente a factores externos objetivos, mientras que, en el caso de Estados Unidos, el tiempo necesario depende de una condición subjetiva (el declive), cuyo proceso de recuperación no puede acelerarse.
El objetivo estratégico sólo puede alcanzarse ganando más tiempo para restablecer unas condiciones de funcionamiento suficientes, por lo que la acción debe centrarse en la dilatación del tiempo, ralentizando los procesos globales, y al mismo tiempo en el despliegue masivo de los recursos disponibles para reconstruir el poder perdido.
Estados Unidos debe reconstruir su capacidad industrial -que es el principal factor que permitió su victoria en la Segunda Guerra Mundial-, debe repensar y refundar sus fuerzas armadas, debe defender el patrón internacional del dólar, debe abatir una deuda pública monstruosa. Y eso requiere un tiempo inconmensurable.
Éstas, y no otras, son las razones que impulsan a Trump hacia una resolución pacífica temporal de las crisis más agudas.
Responde a la doble necesidad de abrir divisiones en el frente enemigo y de liberarse de compromisos gravosos e infructuosos que ralentizan la capacidad de recuperación.
Y sin embargo, al hacer frente a estas crisis, he aquí que la administración norteamericana vuelve a acelerar, reproduciendo en contextos estratégicos individuales la misma contradicción, entre el tiempo objetivamente necesario para encontrar soluciones y la prisa por resolverlas.
Esto es lo que estamos presenciando en relación con el conflicto de Ucrania. Parece claro que este conflicto tiene lugar -precisamente- en Ucrania, pero que el enfrentamiento es entre Rusia y la OTAN, es decir, los propios Estados Unidos, y que dura ya tanto tiempo que ha llegado a un punto de no retorno, en el que la derrota militar ya no es evitable, y sólo se puede intentar limitar los daños de la derrota política.
Pero las negociaciones con Moscú deberían haber partido de un análisis realista del contexto, algo en lo que Washington no parece haberse preocupado en absoluto.
En realidad, la cuestión es muy simple. En la percepción rusa del conflicto, éste es mucho más esencial, existencial, de lo que lo es para EEUU.
Y esto, entre otras cosas, significa que Rusia se ha equipado en todos los aspectos -político, militar, psicológico- para hacer frente incluso a una guerra de larga duración, que no puede perder en absoluto.
De ahí que, de hecho, la apertura de negociaciones implique que Washington tiene básicamente una sola carta en la mano, a saber, la disposición a discutir y formalizar un marco de seguridad mutua, en particular en lo que se refiere al teatro de operaciones europeo.
Contrariamente a lo que piensan en Washington, para Moscú cualquier reapertura de Occidente hacia Rusia (simbolizada por la oferta de acogerla de nuevo en el G7) tiene poco o ningún interés.
Y para que Estados Unidos pudiera jugar esta carta, es obvio que la condición básica era asegurarse el pleno apoyo de los países europeos y el firme control de Ucrania.
Pero la Casa Blanca no sólo no hizo el menor intento de conseguirlo, sino que incluso -la aceleración- trató e intenta aprovecharse de la situación para rastrillar y robar recursos del otro lado del continente, acentuando la división entre las dos orillas del Atlántico y, de hecho, poniendo un obstáculo en el camino.
El resultado es que, como era de esperar, las negociaciones no logran despegar, incluso en lo relativo a la resolución del conflicto —la cual, por cierto, ya planteaba de por sí tantos problemas que resultaba ingenuo pensar en resolverlos rápidamente.
En consecuencia, mientras Trump necesita obtener resultados inmediatos —algo que también requiere, si no es que, sobre todo, para el frente interno [1]—, se encuentra con una situación aún más complicada por sus propias acciones: los países europeos avanzan en dirección opuesta y contraria, haciendo todo lo posible por obstaculizar sus intentos negociadores, y Ucrania (apoyada por Europa) se planta firme. Esto, sencillamente, priva a Washington de su única carta jugable.
Pero hay más: la evidente dificultad de EE.UU. para disciplinar tanto a sus aliados como al gobierno títere ucraniano incrementa la desconfianza rusa, que percibe a su contraparte como incapaz de ofrecer lo único que realmente le importa a Moscú.
Bastante similar es la situación en Oriente Medio. También aquí estamos en presencia de una situación estratégica extremadamente compleja, cuyas raíces se encuentran en los desastrosos legados del colonialismo europeo, agravados exponencialmente por el nacimiento del Estado colonial sionista.
Un marco general que convierte a la región en una de las situaciones geopolíticas más complejas, pero que la administración estadounidense aborda sin tenerla en cuenta, movida únicamente por dos necesidades contradictorias:
sofocar el conflicto, por las razones antes mencionadas, y apoyar a toda costa a su proxy israelí -que en cambio, al igual que el ucraniano, tiene su propia agenda, su propio diseño estratégico, su propio bloque de intereses que sólo coinciden parcialmente con los de Estados Unidos.
El resultado es que Estados Unidos se encuentra de nuevo inmerso en una situación de conflicto que, si bien su interés estratégico primordial sería pulsar el botón de pausa, corre el riesgo de verse arrastrado a un conflicto peor porque alguien ha pulsado el botón de avance rápido.
La situación en Oriente Medio, además, es perfectamente ilustrativa del eterno desfase entre las intenciones de las administraciones norteamericanas y los resultados de sus acciones.
Algunos recordarán la famosa revelación del general estadounidense Wesley Clark, quien en 2007 habló del plan de EE.UU. para Oriente Medio tras el 11-S:
Eliminaremos 7 países en 5 años: Irak, Siria, Líbano, Libia, Somalia, Sudán y terminaremos con Irán.
Más allá de que desde 2001 han pasado 24 años -no 5- y que, en el mejor de los casos, el diseño está incompleto, vale la pena subrayar -y en cierto sentido desmitificar- la idea de que este plan estadounidense represente, según algunos, un éxito rotundo.
Es la llamada teoría del caos, según la cual el objetivo precisamente sería la desestabilización, la generación de una situación de inestabilidad. Una lectura de los acontecimientos que, sin duda, resulta conveniente para la narrativa de que América siempre gana.
Pero si atendemos a lo dicho recientemente por el nuevo secretario de Estado, Marco Rubio, surge una lectura diferente. En efecto, uno de los hombres clave de la administración Trump ha expuesto con franqueza una verdad simple: desde el final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos ha perdido todas las guerras.
Y, añadamos, si esta larga cadena de derrotas no se ha traducido en una derrota estratégica, se debe simplemente a que estas guerras nunca han tocado territorio estadounidense: la isla continentalnorteamericana ha protegido de hecho el poder imperial, y la fuerza talasocrática de las flotas estadounidenses ha servido para mantenerlos a raya.
Pero esta cadena de derrotas produjo, no obstante, un efecto acumulativo, y es una de las causas que condujeron al declive del imperio.
El caos de Oriente Medio, por tanto, es sí (también) el resultado de las guerras estadounidenses, pero este resultado no coincide con los objetivos iniciales.
En efecto, resulta paradójico que Estados Unidos, cuyo presupuesto de defensa es sencillamente gigantesco, tan hipertrófico que recuerda al de la Unión Soviética, lo que contribuyó a su caída, se haya mostrado tan incapaz de producir ni una sola victoria clara en ochenta años de guerras.
Por otra parte, este caos no sólo se da prácticamente sólo en el cuadrante de Oriente Próximo, mientras que no está presente en los demás teatros de las guerras de las barras y estrellas –lo que demuestra que está determinado principalmente por otros factores, que la intervención norteamericana, si acaso, exacerba-, sino que es difícil ver por qué debería perseguirse como alternativa a una victoria definitiva, que sometiera la región y la estabilizara, si no es por la sencilla razón de que nunca ha sido posible alcanzar tal victoria.
Y hoy Estados Unidos se encuentra ante la misma situación, pero aún más compleja por su propio debilitamiento y el fortalecimiento del de sus adversarios.
Y también en este caso vuelven a proponer el patrón contradictorio, según el cual la necesidad estratégica de reconducir el conflicto regional a un nivel de baja intensidad, que no requiera un compromiso directo, coexiste con una acción táctica que, en cambio, sigue la estela de Israel y que pretende exacerbar y ampliar el conflicto, llevándolo a un nivel de alta intensidad.
La situación de las negociaciones con Irán se presenta así como un reflejo de la ucraniana. Estados Unidos tiene muchas cartas en la mano, pero está presionado a elevar tanto las expectativas que hace extremadamente difícil obtener resultados a corto plazo, y prácticamente imposible lograrlos en términos absolutos.
Lo que Washington (y Tel Aviv) desearían básicamente es un desarme iraní, siguiendo el modelo -no por casualidad indicado por Netanyahu- de los acuerdos con la Libia de Gadafi, que luego condujeron a la caída del régimen bajo la presión del ataque de la OTAN.
Un escenario que tienen muy claro en Teherán, y que obviamente no tienen intención de replicar.
Los iraníes, por su parte, no sólo son conscientes de que son mucho más fuertes militarmente de lo que lo era Libia, sino que tienen una visión estratégica mucho más clara. Su posición, de hecho, no sólo está garantizada por su potencial bélico, y su situación geográfica, sino también por una sólida red de relaciones con Rusia y China, con quienes -aun en ausencia de una verdadera alianza militar- existe, sin embargo, una cooperación estratégica, que no por casualidad ya se ha hecho explícita en varios ejercicios navales conjuntos.
El interés común de los tres países, de hecho, es mantener la viabilidad de las rutas comerciales entre Extremo Oriente y Oriente Medio, un verdadero ganglio vital.
Un marco, éste, en el que encaja perfectamente -y con extrema claridad- la relevancia de Yemen, y su capacidad de resistencia, que representa sólo una pequeña fracción de la que podría oponer Irán.
También en este caso, como ya hemos visto en relación con el conflicto de Ucrania, la acción de Estados Unidos está marcada por una ambivalencia sustancial, que la condena a no alcanzar sus objetivos.
Por un lado, en efecto, la Casa Blanca busca insistentemente una confrontación negociadora con Teherán, también a través de la mediación rusa, y con Saná (más recientemente, buscando también la mediación china), muy consciente de las enormes dificultades que supondría emprender una acción militar (contra Irán), y de la inutilidad de continuar la actual (contra Yemen) [2], así como del hecho de que cualquier acción contra la República Islámica afectaría inmediatamente a las negociaciones ruso-estadounidenses, y a las relaciones con China.
Por otro lado, sin embargo, ejerce una fuerte presión negociadora en todos los ámbitos, empujando a sus homólogos a endurecer sus posiciones, insiste en su enfoque chantajista (“o haces esto o…”), exige mucho más de lo que está dispuesto a ofrecer y, sobre todo, sigue pasivamente las acciones genocidas y belicistas del gobierno de Netanyahu.
Incluso en Oriente Medio, en definitiva, la acción estratégica de Estados Unidos (suponiendo que a estas alturas el término sea adecuado) es contradictoria, con dos líneas de conducta que -lejos de funcionar como las fauces de una tenaza- se estorban mutuamente, revelando cómo detrás de unos objetivos ambiciosos no hay ni una adecuada conciencia de la complejidad de la situación, ni mucho menos un plan realista para alcanzarlos.
Una situación que, una vez más, también encontramos en la tercera gran zona de crisis, el Indo-Pacífico, con China, el gran adversario estratégico de EEUU, en su centro.
También aquí la política estadounidense parece ambigua y mal calibrada. Todo gira en torno a Taiwán y la guerra comercial. Washington no cesa de fomentar la independencia de Taiwán (aunque, formalmente, EEUU sólo reconoce una China y, por tanto, la pertenencia de la isla a la RPC) y de estimular su rearme (lo que favorece a la industria bélica de fabricación estadounidense).
Esto, sin embargo, ha estimulado a su vez a China a desarrollar plenamente sus capacidades militares, de modo que hoy el Zhōnggúo Rénmín Jiěfàngjūn (Ejército Popular de Liberación) es una fuerza armada moderna y respetable, que puede contar no sólo con una gran masa de efectivos (2. 250.000 en servicio), sino también en armamento avanzado.
El reciente tira y afloja desatado por Trump con su política proteccionista de aranceles, lanzada en andanada sobre prácticamente todos los países del mundo, supone a su vez un endurecimiento del enfrentamiento con Pekín, que desde luego no va en la dirección de alargar el tiempo antes del choque final, y que sobre todo no da ninguna garantía de conducir al éxito [3].
Enzarzarse en un tira y afloja cuyo resultado es cuando menos imprevisible es una apuesta más de la política estadounidense, que en esta fase histórica se muestra tan asertiva como carente de una estrategia global eficaz capaz de medirse con las condiciones dadas y los desafíos que plantean a la ya desaparecida hegemonía norteamericana.
Embarcarse en un pulso de resultados cuando menos imprevisibles constituye la última temeridad de la política estadounidense, que en esta fase histórica se muestra tan asertiva como carente de una estrategia global efectiva; incapaz de responder a las condiciones actuales y a los desafíos que estas plantean a la ya desaparecida hegemonía americana.
La experiencia y la sensatez deberían empujar hacia un enfoque mucho más suave, especialmente hacia los adversarios más hostiles y resistentes, tratando de tomar caminos que conduzcan a una reducción de los conflictos (en el sentido más amplio), y así precisamente posponer en el tiempo los enfrentamientos más enconados, en lugar de empujar hacia un endurecimiento de las tensiones, y así acelerar el posible enfrentamiento.
La gran contradicción estadounidense del tercer milenio, que luego repercute y se reproduce, a escala cada vez menor, en la gestión estratégica del declive y en la de las crisis más importantes de la zona, es pues en el fondo la existente entre la realidad del imperio y la percepción que de él tienen las élites que lo dirigen. No sólo la edad de orode la hegemonía norteamericana se consumó entre el final del último conflicto mundial y la caída de la URSS, sino que en las últimas décadas el declive de esta hegemonía se ha manifestado de forma generalizada, marcando una creciente velocidad de caída. Hasta el punto de que hoy Washington simplemente ya no es capaz de ejercerla en casi ningún sentido.
A pesar de décadas de guerras perdidas, ha intentado redimirlas con una jugada tan ambiciosa como improbable, imponer una derrota estratégica a Rusia, jugada que, sin embargo, le ha salido por la culata, con una derrota estratégica estadounidense que está a punto de certificarse. Y que, por cierto, produjo esa reacción interna dentro del Deep State estadounidense [4] que llevó a Trump a la Casa Blanca.
Igualmente, el poder del dólar está cayendo, y abiertamente en contra, mientras la capacidad productiva del país se ha disipado durante los años de la borrachera financiera de la globalización.
La gran contradicción estadounidense del tercer milenio -que luego se reproduce y repercute, a escala cada vez menor, tanto en la gestión estratégica de su declive como en el manejo de las crisis regionales más importantes- es en el fondo la brecha entre la realidad del imperio y la percepción que tienen las élites que lo gobiernan.
No solo la edad dorada de la hegemonía estadounidense se consumió entre el final de la última guerra mundial y la caída de la URSS, sino que en las últimas décadas este declive se ha manifestado en todos los frentes, acelerándose progresivamente.
Hasta el punto de que hoy Washington simplemente ya no es capaz de ejercer dicha hegemonía de manera efectiva en prácticamente ningún ámbito.
A pesar de décadas de guerras perdidas, intentó resarcirse con un movimiento tan ambicioso como improbable: imponer una derrota estratégica a Rusia. Sin embargo, esta jugada se ha revertido, convirtiéndose en una derrota estratégica para EE.UU. que solo espera ser certificada.
Y que, además, ha generado esa reacción interna dentro del deep power [4] estadounidense que llevó a Trump a la Casa Blanca.
Igualmente, el poder del dólar está en caída libre y abiertamente cuestionado, mientras que la capacidad productiva del país fue dilapidada durante los años de embriaguez financiera de la globalización.
Hoy, Estados Unidos es un pato cojo que sin embargo se ilusiona con seguir siendo, de algún modo, el águila calva de antaño, y actúa en consecuencia.
Como un viejo león que ruge convencido de que eso basta para mantener a raya a los leones jóvenes, mientras estos son conscientes de que su reinado ha terminado, y solo esperan el momento oportuno para asestarle el zarpazo definitivo.
Esto es, en esencia, el trumpismo. El intento de salvarse del declive fingiendo que no existe.
En lugar de aceptar, siquiera tácticamente, un escenario internacional caracterizado por un multipolarismo efectivo (que es cada vez más que un mero tripolarismo EEUU-China-Rusia), ha optado por la reiteración del viejo patrón imperial-hegemónico.
Si durante las décadas en las que el eje neocon-demócrata dominaba en Washington, la opción estratégica era derrotar a los enemigos sobre el terreno, de uno en uno (y además empezando por el más feroz), ahora la opción parece ser la de “la paz a través de la fuerza”; sólo que esa fuerza simplemente ya no está ahí, por lo que lo único que queda es, sin que se den cuenta, una “rendición geoestratégica a cámara lenta”[5].
Game over. Se acabó el juego.