La delgada línea roja entre la dureza y la guerra abierta
Enrico Tomaselli.
Ilustración: Enrico’sSubstack
Pero el paso de un conflicto regional a un conflicto global, mediante la implicación directa de Estados Unidos, no sólo es extremadamente difícil -por las razones antes mencionadas, Washington no lo desea-, sino que además no es en absoluto una garantía de victoria.
Contrariamente a lo que podría pensarse, el ataque iraní de ayer no abre una fase de guerra abierta entre Teherán y Tel Aviv. A pesar de todo, seguimos en la fase de disuasión -o, si se prefiere, de dureza-.
Indiscutiblemente, y no podía ser de otro modo, la represalia iraní fue de una escala mucho mayor que la del pasado abril, y tenía la clara intención, una vez más, de enviar un mensaje a Israel y a EEUU; un mensaje tanto sobre la determinación de Irán de no dejarse intimidar, como sobre su capacidad de respuesta militar.
Con el ataque de ayer, que fue bastante espectacular, Irán ha subido un poco el listón. No hubo la larga advertencia de la vez anterior, no se utilizaron drones (mucho más lentos), la cantidad de misiles (casi todos balísticos) fue significativamente mayor.
Otros elementos destacables de la operación fueron: el ataque más masivo contra al menos 4 aeropuertos (Tel Nof, Netzarim, Hatzerim, Lod), que representan la infraestructura necesaria para la aviación, es decir, el instrumento con el que más se manifiesta la supremacía militar israelí; la elección de objetivos exclusivamente militares(Occidente está absorbido por su propio ombligo, pero el resto del mundo ve la diferencia con lo que Israel hace en Gaza y Líbano); la correlación directa entre objetivos y causalidad (el aeropuerto de Netzarim, sede del Mossad y de la unidad 8200).
Y, una vez más, haber utilizado sólo una parte, y no la más avanzada, de su arsenal.
Al mismo tiempo, no puede pasarse por alto que tres de los objetivos más importantes (Netzarim, Mossad, 8200) habían sido evacuados unas horas antes, lo que, más allá de cierta previsibilidad, y de las capacidades de inteligencia, hace sospechar que algo se filtró deliberadamente, para minimizar el número de víctimas.
La señal inequívoca de que, en cualquier caso, se trataba de una advertencia, y no del inicio de una guerra, reside precisamente en el hecho de que la operación terminó en un par de horas.
Si hubiéramos estado ante el inicio de un conflicto, el ataque habría continuado durante toda la noche, y aún estaría en curso, ya que Teherán habría intentado aprovechar al máximo el impacto del primer ataque. Y, evidentemente, la extensión y la intensidad del ataque habrían sido mucho mayores.
Pero, exactamente como ocurre cuando se enfrentan dos individuos que quieren afirmar su supremacía sobre el otro, el problema es comprender en qué momento uno de los dos cederá. Y, por supuesto, como aquí se trata de dos naciones –además de muchos otros actores que las apoyan-, la cuestión es mucho más complicada.
Además, es bastante evidente que lo que está en juego es cada vez menos el mero equilibrio de poder, y cada vez más la propia existencia del otro. En este caso, el papel de quienes pueden actuar, si no como mediadores, al menos como moderadores, se vuelve fundamental.
Está bastante claro que, tras la represalia iraní por el ataque israelí al consulado en Damasco, fue EEUU quien convenció a Netanyahu de que no respondiera a su vez.
Pero Washington no tiene ninguna perspectiva estratégica que incluya la moderación, se trata siempre y únicamente de opciones tácticas, oportunistas.
Y en este momento no están especialmente interesados en implicarse en un conflicto de Oriente Próximo, cuyas consecuencias, además, son mucho más imprevisibles que las del conflicto ucraniano.
Al mismo tiempo, sin embargo, y al igual que en Ucrania, Estados Unidos intenta aplicar la estrategia de la rana hervida, subiendo la temperatura poco a poco.
Aunque las situaciones son obviamente diferentes, desde muchos puntos de vista, desde el punto de vista de Washington los israelíes son sus propios apoderados en Oriente Medio, igual que los ucranianos lo son en la frontera rusa.
Así que máximo apoyo, si esto sirve para desgastar a Irán y a sus aliados regionales, y para poner nerviosa a Rusia…, pero el umbral (actualmente) insalvable es que el asunto debe avanzar sin que el ejército estadounidense tenga que poner las botas sobre el terreno. De hecho, puesto que ya tiene bastantes en la región, sin que corran riesgos significativos de un regreso masivo a casa en bolsas negras.
La cuestión, por tanto (absolutamente dinámica, en absoluto determinada por automatismos previsibles), es comprender si existe, y dónde se encuentra, un punto aceptable a este lado de la frontera que separe el enfrentamiento entre la disuasión y la guerra abierta.
En este momento, la pelota está en el tejado israelí-estadounidense. Y, fundamentalmente, la elección es entre una respuesta directa y una indirecta.
Si EEUU, junto con Israel (y otros dispuestos a seguirles en la aventura), deciden que vale la pena subir aún más la temperatura, convencidos de que esta vez será Irán quien tome la iniciativa (o de que, en cualquier caso, el precio a pagar será aceptable), veremos una respuesta que golpee directamente a Irán. Y que, a su vez, podría interpretarse de distintas maneras, desde un ataque a alguna base militar secundaria a un ataque a instalaciones de almacenamiento de petróleo, desde el hundimiento de algún barco iraní a un ataque a centros de alto valor simbólico, etc. Teniendo en cuenta la (loca) variable israelí, que de todas formas tiende a forzar la mano, y cuanto más se exponga e implique EEUU, más probable será que lo haga.
Si, por el contrario, la valoración es que los riesgos superan a las posibles ventajas, la respuesta golpeará los intereses iraníes (y los de sus aliados) fuera del territorio iraní; en Siria, sobre todo, pero también en Irak, Yemen, Líbano.
Todo esto cae, en cualquier caso, por ambas partes, en lo que podríamos considerar un juego de guerra, pero todavía no una guerra.
Una guerra que ya está en marcha con otros actores, aunque parcialmente de forma asimétrica.
Porque el contexto general sigue siendo el mismo, y siempre conviene recordarlo.
Israel lleva un año en guerra contra la Resistencia Palestina. Un año durante el cual destruyó todo en la Franja de Gaza, causando decenas y decenas de miles de víctimas civiles, pero sin llegar siquiera al fondo de las formaciones combatientes palestinas.
Israel sufre ataques esporádicos desde Irak y Yemen, mientras esto ha puesto en crisis su economía (y no sólo la suya) con el bloqueo naval del Golfo de Adén. Ni los ataques israelíes, ni la intervención de la coalición aeronaval liderada por EEUU, han podido resolver el problema en lo más mínimo.
Israel se enfrenta desde hace un año a una guerra fronteriza con Hezbollah, que además de las pérdidas bélicas -en infraestructuras, medios y personal militar- ha provocado la evacuación de una amplia zona del norte del país, con graves consecuencias sociales y económicas.
Tras doce meses de intercambio de golpes -durante los cuales la cantidad de ataques israelíes fue enormemente superior a los procedentes del Líbano, sin conseguir cambiar el equilibrio, Tel Aviv ha probado masivamente la carta del terrorismo, en parte confiando en el efecto intimidatorio, en parte en la provocación de Irán, en parte en la capacidad real de reducir la operatividad del Eje de la Resistencia por este medio.
Por último, intenta sacar lo mejor de Hezbollah utilizando la misma estrategia empleada contra la Resistencia palestina, aunque allí fracasó claramente: bombardeos aéreos masivos y violentos[1].
De momento, aunque parece estar cada vez más cerca, la invasión terrestre tarda en llegar, señal inequívoca de que el estado mayor israelí es muy consciente de los enormes riesgos que entraña.
Recordar el marco general del conflicto, por tanto, sirve para reubicar adecuadamente en él todos los acontecimientos, incluso cuando su naturaleza espectacular y/o dramática tiende a hacernos deslizar hacia la emoción más que hacia la racionalidad.
En esencia, éste es el centro de gravedadde todo:
Israel se enfrenta a la guerra más larga de su historia, sin tener ninguna esperanza realista de ganarla y, por tanto, encontrándose en la posición de poder apostar únicamente por la expansión del conflicto.
Pero el paso de un conflicto regional a un conflicto global, mediante la implicación directa de Estados Unidos, no sólo es extremadamente difícil -por las razones antes mencionadas, Washington no lo desea-, sino que además no es en absoluto una garantía de victoria.
También porque, obviamente, si se globaliza implicará inevitablemente a Rusia y China (la primera ya presente militarmente en la región), que tienen en Irán un socio estratégico e indispensable.
De hecho, no sólo fracasarían por completo los planes de desarrollo de la Ruta de la Seda, sino que, al menos en lo que respecta a Moscú, una posible derrota de Irán conduciría en consecuencia a la caída de la Siria de Assad y, por tanto, a la pérdida de la estratégica base naval de Tartus [2], único lugar de desembarco seguro para la flota rusa en el Mediterráneo.
Todos elementos que hacen de Irán un elemento indispensable para las estrategias geopolíticas de Moscú y Pekín. Es difícil imaginar que Washington decida ir a por todas aquí y ahora.
Por tanto, como siempre, intentará maximizar el daño al enemigo y minimizar el daño a sí mismo y a sus apoderados, sin acercarse demasiado a la delgada línea roja que separa todo esto de la guerra cinética.