La profecía de la guerra

Enrico Tomaselli.

Foto: Bajo el mando de la OTAN, tropas británicas han reforzado la defensa de Estonia. Imagen: OTAN.

En resumen, podría darse el caso de que Moscú, ante esta carrera armamentística de los países europeos, acompañada de la persistencia de la aguda rusofobia que ya caracteriza su liderazgo y su propaganda, acabe considerando necesario no esperar a que la acumulación de armas y la conversión a una economía de guerra tienten a los miembros europeos de la OTAN. Y decide, una vez más, anticiparse a sus movimientos golpeando primero.


Durante un largo periodo, tras el inicio de la Operación Militar Especial rusa en Ucrania, el leitmotiv de la propaganda europea fue que había que ayudar a Kiev a ganar, pues de lo contrario los rusos invadirían todo el continente, llegando hasta Lisboa.

De hecho, esta impronta conceptual ha impregnado toda la narrativa europea del conflicto, hasta tal punto que trasciende sus razones iniciales.

En efecto, desde el primer momento resultó evidente que la adhesión acrítica -y digamos masoquista- al sistema bélico estadounidense sólo era atribuible en muy escasa medida al miedo a los ejércitos rusos, mientras que se debía en gran medida a la relación de servilismo (psicológico incluso antes que político) de las élites europeas hacia Estados Unidos.

Pero, ya desde el momento en que se vislumbró en el horizonte la posible victoria electoral de Trump, con la consiguiente perspectiva de una desvinculación del conflicto ucraniano, se puso de relieve el asidero de esta idea en el pensamiento de los dirigentes del viejo continente.

Para el que, efectivamente, el cambio de rumbo de Washington -pese al servilismo antes mencionado- no ha producido un realineamiento con el aliado del otro lado del Atlántico, sino que ha determinado un atrincheramiento en posiciones belicistas.

Obviamente, al haber invertido tanto en el conflicto, un giro de 180 grados en la línea política (y la consiguiente narrativa de apoyo) resulta ciertamente problemático para los líderes europeos, a lo que se añade el temor a que el final de la guerra pueda tener repercusiones temibles en su supervivencia política.

Sin embargo, esto no basta para explicar la obstinación con la que se sigue sosteniendo la tesis de la inminente amenaza rusa.

Dejando a un lado las continuas incoherencias de esta propaganda -en realidad bastante chapucera-, según la cual un día el ejército ruso luchaba con palas y sin calcetines, desmontando astillas de lavadoras, y al día siguiente amenazaba con alcanzar los confines occidentales del continente, en una alternancia de colosales disparates que además eran absolutamente incongruentes entre sí, la validez de esta tesis merece un examen racional -o incluso simplemente razonable-.

Fundamentalmente, hay dos aspectos básicos en los que centrar el análisis: la motivación y la viabilidad.

Nadie, obviamente, ha explicado nunca por qué Rusia debería invadir Europa. No sólo este impulso no se ha producido nunca históricamente (más bien al contrario…), sino que es imposible encontrar una sola justificación para tal movimiento.

La Federación Rusa, de hecho, no necesita territorios (tiene demasiados), no necesita materias primas (ídem, y en cualquier caso Europa no tiene ninguna), y ni siquiera tiene un impulso ideológico, como podría haberlo tenido durante la Unión Soviética. Por lo tanto, no está claro por qué debería embarcarse en una guerra -claramente destinada a convertirse en mundial- sin ninguna motivación sensata para hacerlo.

Las cosas son aún peores, en cierto modo, desde el punto de vista de la viabilidad.

Si nos fijamos en el conflicto de Ucrania, vemos que, efectivamente, Rusia avanza sin cesar, pero en tres años de guerra esta progresión es, en conjunto, bastante relativa.

A este ritmo, para llegar a Lisboa, el ejército ruso podría necesitar treinta años o más… Añádase a esto el hecho de que sí, la capacidad de la industria bélica rusa es mucho mayor que la de la OTAN en su conjunto, y sí, la experiencia de combate es infinitamente mayor, pero el hecho es que la población rusa asciende a unos 150 millones (incluyendo las nuevas regiones de Donbass y Novorossia) mientras que la población europea tiene unos 750 millones. Una brecha que, en la perspectiva de una guerra de alto consumo como la actualmente en curso, tendría un peso decisivo ya en el espacio de unos pocos meses / un año.

La teoría de una inminente invasión rusa, en definitiva, no tiene fundamento alguno.

Sin embargo, debemos preguntarnos por qué Rusia decidió abrir el conflicto, y mantenerlo a largo plazo. Y está bastante claro que las razones van mucho más allá de la mera cuestión ucraniana.

La cuestión es -bastante clara, de hecho- que Moscú percibió que Ucrania era la punta del iceberg, y que había una hostilidad agresiva de la OTAN, que pretendía acercarse cada vez más a las fronteras rusas, con la perspectiva (entonces verificada) de cruzarlas. En resumen, veía el empuje de la OTAN hacia el este como una amenaza existencial, y decidió anticiparse a sus movimientos, golpeando primero.

Desde el punto de vista ruso, por tanto, la guerra con Ucrania representa, al mismo tiempo, un movimiento defensivo, y un mensaje a Occidente, cuya esencia es:

no esperaremos a que ataquéis, cuando os sintáis preparados para hacerlo. Asimismo, la victoria en el campo de batalla -que ahora es sólo cuestión de tiempo- añade algo más al mensaje; todavía no es un vae victis (¡Ay de los vencidos!), pero vale como advertencia en este sentido.

En este punto, todo se basa en un equilibrio muy sutil. Desde que comenzó la intervención directa de Moscú, de hecho, la OTAN no sólo ha vertido grandes cantidades de dinero, armas, hombres y ayudas de todo tipo en Ucrania, sino que se ha acercado aún más, incorporando -de iure y de facto- a Suecia y Finlandia.

Si, como es probable, el intento de Trump de poner fin al conflicto no surte los efectos deseados (dada la dificultad de reconocer y aceptar las razones e intereses rusos), el siguiente paso será que Washington pase la pelota a los europeos, y que estos -presos en su propia narrativa, y aún más asustados por la retirada estadounidense- multipliquen, en la medida de lo posible, sus esfuerzos por una rápida carrera de rearme.

Algo que ya está en marcha, basta pensar en las megainversiones polacas en armamento, o en la decisión alemana de gastar 100.000 millones en los próximos años para reorganizar las fuerzas armadas. Y esto por ceñirnos a los aspectos más macroscópicos, pero evidentemente hay mucho más.

Europa, en definitiva, avanza cada vez más hacia una perspectiva de guerra, claramente declarada por importantes líderes políticos y militares. Y aunque la retórica lo pinte como una necesidad defensiva urgente, está demasiado claro que el Kremlin es (y será cada vez más) visto de otra manera.

En esencia, el riesgo -muy real y concreto- es que, a fuerza de profetizar una guerra inevitable con Rusia, y sobre todo a fuerza de equiparse para ello, la profecía se haga realidad.

En resumen, podría darse el caso de que Moscú, ante esta carrera armamentística de los países europeos, acompañada de la persistencia de la aguda rusofobia que ya caracteriza su liderazgo y su propaganda, acabe considerando necesario no esperar a que la acumulación de armas y la conversión a una economía de guerra tienten a los miembros europeos de la OTAN.

Y decide, una vez más, anticiparse a sus movimientos golpeando primero.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.