La solución final

Pedro Conde Sturla

Un capítulo de
UNO DE ESOS DÍAS DE ABRIL
A partir de los trágicos reveses del mes de mayo, la debacle de mayo, con su trágico saldo de víctimas y fracasos, el imperio continuó jugando con los constitucionalistas al juego del gato y el ratón, que cada vez se hacía más pesado, un juego que incluía, como de costumbre, la cacería humana desde el edificio de Molinos Dominicanos por parte de francotiradores, ataques de morteros y cañones a cualquier hora del día y la noche, sin respetar las treguas acordadas a nivel diplomático. El más refinado sadismo, junto a la más burda diplomacia.
En tan precarias condiciones nos quedaba poco por negociar, y el honor no estaba incluido. La trinchera del honor sólo negociaba una salida digna y honrosa, como en efecto se lograría, con un glorioso discurso de Caamaño en la Fortaleza Ozama: su despedida del poder.
El imperio, mientras tanto, presionó a la dócil Organización de Estados Americanos (OEA) para que creara un organismo que legitimara el atropello y garantizara, desde luego, la supuesta imparcialidad del proceso a seguir. Así, de la noche a la mañana, el día 23 de mayo, las tropas de intervención se convirtieron, nominalmente, en Fuerza Interamericana de Paz (FIP), compuesta en su mayoría por países regidos por atroces dictaduras, con Brasil a la cabeza.
El mando de la FIP se le dio precisamente a un general gorila brasileño, Panasco Alvim. Bruce Palmer, el mejor general del pentágono, quizás del mundo, se convirtió en el segundo al mando, en un vulgar subordinado. El imperio se cambiaba el traje de lobo por el de Caperucita, pero no era convincente.
Así pasó casi un mes y medio, entre negociaciones y presiones y llegó el día 14 de junio, un nuevo aniversario de
la repatriación armada que intentó derrocar a Trujillo en 1959 (y en cuyos ideales se inspiraba el movimiento catorcista). Ese día tuvo lugar en el Altar de la Patria del parque Independencia una de las mayores concentraciones de masa de la historia del país. Los manifestantes habían llegado de todas partes, a pesar del cerco y los chequeos, y ocupaban el parque Independencia, la calle Palo Hincado en su totalidad, El Conde de principio a fin, las azoteas aledañas.
Docenas de corresponsales y medios de prensa de muchos países cubrieron el evento que era un abierto desafío, casi una provocación, una imprudencia, pero teníamos que mostrarle al mundo que seguíamos vivos, coleando, en pie de guerra, y que teníamos el apoyo de multitudes que arriesgaban la vida para demostrarlo.
Habló mucha gente en la manifestación, habló Caamaño,
varios compañeros del Catorce, funcionarios del gobierno, y
recuerdo en especial –de un modo particularmente vivo–
que habló también un personaje con aura de leyenda, casi desconocido, un casi olvidado símbolo nacional, la encarnación del honor patrio. Había nacido en 1898 y se llamaba Gregorio Urbano Gilbert.

En 1916, durante la primera intervención armada del imperio, ya era un muchacho de recia determinación, del tipo que se juega la vida a una sola carta, y sintió la sangre hervir cuando se enteró del desembarco de tropas norteamericanas en el puerto de San Pedro de Macorís. En ese momento tomó la decisión más trascendental de su vida.

Con un pequeño revolver y unas cuantas municiones se presentó en el muelle, estudió brevemente la situación, y se acercó a un grupo de oficiales que desembarcaban alegremente.
Alegres y arrogantes desembarcaban hasta que vieron a aquel muchacho solitario que los encañonaba con tan firme determinación, gritando palabras que no entendían y disparando con tan buena puntería, tumbándoles la alegría y la arrogancia, matando a un oficial, hiriendo a tres, provocando un desorden, un pánico mayúsculo, una desbandada tan aparatosa que le permitió escapar a la carrera, salir vivo sin un solo rasguño.
Después de mucho aventurar, en 1928 se integró a las guerrillas de César Augusto Sandino que combatían contra los norteamericanos en Nicaragua. Se distinguió en la refriega con grado de capitán y fue miembro del mando superior del ejército sandinista. En una memorable foto, aparece junto al estado mayor del bien llamado general de hombres libres. César Augusto Sandino.
Aquel 14 de junio estaba allí, en la tribuna, armado y decidido a continuar su lucha. A los sesenta y siete años, Gregorio Urbano Gilbert había regresado a las filas. Es uno de los más bragados y afortunados de nuestros héroes.
La manifestación irritó la sensibilidad de los halcones del imperio y terminó con la paciencia de Bruce Palmer que no entendía ni podía entender la terquedad, la absurda determinación de los constitucionalistas de no negociar la rendición a cualquier precio ante fuerzas tan superiores. Y se propuso una solución final, una solución militar –la toma de la ciudad– que se cumpliría en un plazo de pocas horas.
A partir de las ocho de la mañana, durante los días del 15 y 16 de junio el imperio desató el infierno en todos los frentes. La lluvia de morteros, el pesado tableteo de las ametralladoras el estruendo de los cañones, y bazucas se mantuvieron por más de veinte horas casi sin interrupción.
Presionaron, sobre todo, a los comandos de primera línea de la parte norte y a los comandos de los almacenes de aduana con el apoyo de tropas de infantería en una operación de pinzas. En pocas horas lograron un avance notable hasta las defensas amuralladas de Santa Bárbara, y
avanzaron un importante tramo por el muelle, después de haber reducido a cenizas todos los almacenes. Allí perdieron mucha tropa en un inesperado enfrentamiento contra los combatientes del comandante Pichirilo, el legendario timonel del Gramma. Uno de ellos.
Pero fue frente a los comandos de los fortines coloniales de Santa Bárbara y San Antón donde el ímpetu se frenó. Una patrulla se internó imprudentemente por unos callejones y fue sorprendida por fuego cruzado, un fuego tan cruzado y efectivo que fueron pocos los marines que salieron con vida.
Por esa intrincada red de calles y callejas sólo podían pasar barriendo todo al suelo. El imperio tenía poder para hacerlo, para borrarnos del mapa en cuestión de minutos (como hicieron hace unos años en Faluya, donde quemaron a todos los habitantes con bombas de fósforo vivo), pero la correlación de fuerzas en esa época era diferente y la opinión pública tenía puestos los ojos en esa batalla que se libraba en esa primeriza ciudad de Santo Domingo.
En una gran parte de esa zona, refugiados en nuestras madrigueras bajo techo, con la extraordinaria capacidad de movimiento que nos permitía pasar de casa en casa y emprender la huida hacia otro puesto de defensa en caso necesario, resistíamos el bombardeo con una frialdad que había reemplazado al miedo y una determinación irremplazable. El bombardeo era un arma de doble filo. Mientras continuara el bombardeo, no avanzaría la infantería y
si cesaba el bombardeo y la infantería imperial avanzaba se enfrentaría a tiradores en centenares de puertas y ventanas y en todas las mirillas posibles desde donde vendría el disparo fatal proveniente de cualquier casa de la Ciudad Colonial. Toda la ciudad era una trampa y ante ella se metieron en miedo los soldados del imperio.
Más de veinte horas después del plazo prefijado, Bruce Palmer, el mejor general del pentágono, no había podido doblegar a siete mil combatientes mal armados en unos cientos catorce comandos. Nuestros muertos se contaban por docenas, sobre todo entre los miembros de la población civil, y ese día perdimos a otro de los entrenadores de los hombres rana, un francés, esta vez, Andrés Riviere. Su destino había sido el mismo que el de Illio Capozzi. Había combatido a sueldo en varias guerras infames, había sido reclutado como mercenario y aquí había encontrado una causa por la que vivir y morir. Recuerdo que fue enterrado en la misma caja junto a un niño semidesnudo, que posiblemente había caído junto a él, víctima de los francotiradores del edificio de Molinos Dominicanos. Unos días después, a consecuencia de heridas de mortero, falleció el entrañable poeta dominico-haitiano Jacques Viau Renaud.
La trinchera del honor había recibido un nuevo y brutal embate y seguía de pie. La trinchera y el honor seguían de pie. En pie de guerra. El mensaje, para el mundo, era claro y definitivo, un solo y único y lacónico mensaje para que el mundo lo escuchara para siempre:
¡Santo Domingo no se rinde! ¡No se rinde, no se rinde!

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