Oriente Medio en llamas 1/2

Enrico Tomaselli.

Foto: Enrico’s Substack

Este resumen del contexto geopolítico de Oriente Próximo debería ayudar a comprender la compleja dinámica que lo caracteriza y que, obviamente, no es sólo la militar que ensangrienta actualmente la zona. Para decirlo brevemente, no todo es blanco o negro, no hay un aquí y un allá tan claramente marcados y distinguibles. Cada actor, grande o pequeño, persigue sus propios intereses, que no siempre coinciden con los de los países amigos y/o aliados.

Los acontecimientos mundiales que siguieron al inicio de la Operación Militar Especial, en febrero de 2022, han relanzado sin duda –sobre todo en Occidente– un amplio interés por la geopolítica, un tema descuidado durante décadas.

 

Este renovado interés, sin embargo, no ha encontrado mucha correspondencia en la comprensión real de la dinámica que la subyace, también y sobre todo en las élites políticas europeas.

Incluso quienes intentan hacer análisis geopolíticos, además, tienden a menudo a dar por sentadas cosas que, en cambio, no lo son para el gran público. Uno de los errores más comunes –en la representación y, por tanto, en la comprensión– es centrar la atención en los actores principales, cayendo, incluso involuntariamente, en aquellas esquematizaciones dualistas que han caracterizado las décadas anteriores, alejándose así de la complejidad que, en cambio, caracteriza la visión geopolítica.

 

Con esta conciencia, queremos abordar aquí la actual situación en Oriente Medio -la más incandescente en estos momentos- partiendo primero de una valoración global del marco geopolítico, para examinar en la segunda parte -con una mirada más atenta- la situación en el teatro de operaciones desde una perspectiva militar.

 

Cuando examinamos el conflicto de Oriente Próximo, tendemos a excluir (o al menos a marginar) a los actores no principales. Vemos a Israel, con Estados Unidos detrás, y al otro lado a Irán con los diversos sujetos del Eje de la Resistencia.

 

Pero en realidad, aunque por el momento los combates se limiten (relativamente) a algunas zonas, la onda expansiva del conflicto se extiende mucho más ampliamente, y debemos considerar a muchos más países como (directa o indirectamente) afectados, en un área que a grandes rasgos podemos considerar que se extiende desde Turquía hasta el Cuerno de África, y desde Egipto hasta Irán.

De un modo u otro, todas las naciones que se encuentran allí están implicadas de diversas maneras en las convulsiones que conlleva el conflicto.

Fundamentalmente, hay que tener en cuenta que los gobiernos de estos países -no siempre alineados con los sentimientos de sus respectivas poblaciones- establecen la naturaleza y la calidad de su posicionamiento geopolítico, basándose en el interés del país y en el equilibrio de poder, regional e internacional.

 

Teniendo en cuenta estos parámetros, podemos leer todo el contexto con mayor claridad.

Dejando de lado por el momento el caso de Israel, que representa, como veremos, una anomalía en todos los sentidos, podemos ver cómo hay cuatro grandes actores regionales: Turquía, Irán, Arabia Saudí y Egipto.

 

Turquía, miembro de la OTAN (actualmente el segundo ejército de la Alianza), y desde hace tiempo interesada en ingresar en la Unión Europea, bajo el liderazgo de Erdogan ha comenzado a desplazar ligeramente el eje de su posicionamiento, a menudo con amplios márgenes de ambigüedad.

 

Sin cuestionar su posición atlantista, Ankara se ha movido esencialmente en direcciones más o menos divergentes en comparación con el pasado. Ha desarrollado una fructífera relación con Rusia –a pesar del conflicto entre la OTAN y Moscú– y ha tratado de construir una hegemonía sobre los países turcófonos de Asia Central, y de ampliarla también en África Oriental.

 

Sin embargo, su posición geográfica, proyectada hacia el Mar Negro y el Mediterráneo, la convierte en un actor no secundario -en el escenario de Oriente Próximo- pero con un papel inferior a sus capacidades potenciales y, sobre todo, a sus ambiciones.

 

El principal problema para Turquía (aparte de los internos, sobre todo en relación con la fuerte y combativa minoría kurda) es que su fortaleza económica no está a la altura del papel al que aspira, por lo que fundamentalmente su juego geopolítico se basa en gran medida en mantener una posición fronteriza, y con la flexibilidad necesaria.

 

Las relaciones con Israel e Irán son ejemplos perfectos de ello.

 

Por un lado, Ankara es un excelente socio comercial de Tel Aviv, y no tiene intención (al menos por el momento) de cuestionar sus intereses económicos, aunque luego haga un amplio uso de la retórica contra Israel, funcional tanto para responder a los estados de ánimo de la población turca, como para representarse a sí misma como la campeona de los musulmanes.

 

Por otro, tras haber mantenido una relación conflictiva con Irán, especialmente en virtud de la acción antikurda llevada a cabo en Siria por el ejército turco (y por milicias turcomanas específicas), tuvo que reconsiderar después los términos de la relación con Teherán, a la luz de los cambios sobre el terreno (derrota del intento de derrocar a Assad, regreso de Siria a la Liga Árabe, apaciguamiento Irán-Arabia Saudí…), hasta un alineamiento sustancial con respecto al conflicto palestino [1].

 

Del mismo modo, Arabia Saudí también ha tenido una trayectoria similar, aunque -también en este caso en virtud de su posicionamiento geográfico- la implicación saudí en los equilibrios regionales es mayor.

Históricamente, sobre todo desde la revolución islámica en Irán, Riad ha sido el segundo aliado estratégico de Estados Unidos en Oriente Medio [2], obviamente después de Israel. En este contexto, Arabia Saudí siempre ha intentado contrarrestar el creciente poder regional iraní, primero en Siria (financiando al ISIS y a los rebeldes prooccidentales), y en Yemen (liderando la coalición que intentó derrotar a Ansarulá).

 

Obviamente, y especialmente para un país como Arabia Saudí, el interés primordial sería pacificar la zona, ya que las guerras son malas para el comercio.

Aunque está disponible para una relación de intercambio mutuo y coexistencia pacífica con Israel [3], Riad ha tenido que tomar nota de tres elementos que han surgido en los últimos años, y extraer las consecuencias necesarias.

 

Por un lado, las crecientes fricciones con Washington, especialmente en torno a la cuestión de los derechos civiles, que se han vivido como una molesta injerencia en los asuntos internos y, de hecho, como un intento estadounidense de imponer una relación más subordinada, han empujado a la búsqueda de asociaciones diferentes, capaces de compensar el relajamiento de las relaciones con EE UU.

 

De ahí las nuevas relaciones con Rusia y la entrada en el BRICS+.

 

Por otro lado, el creciente poder diplomático y militar de Irán, que (junto con Rusia) derrotó el intento de derrocar a Assad, venció a la coalición saudí en Yemen, estableció importantes relaciones con Rusia y China, entró en el BRICS+ incluso antes que Riad, cambió sustancialmente el marco de los equilibrios políticos regionales, empujando finalmente hacia la normalización, con la mediación de China.

 

Y, por último, la demostración de fuerza hacia Israel (True Promise 1 y 2), que sirvió de advertencia regional para no subestimar las capacidades operativas de Teherán.

 

Un tercer actor importante es Egipto, tanto por su posición geográfica como por su importancia histórico-política. También en este caso nos encontramos ante un país que se mueve en equilibrio entre los dos frentes, un poco como Turquía.

 

El Cairo mantiene además buenas relaciones comerciales (y no sólo) con Israel, que a su vez no tendría por qué cuestionar, cosa que de hecho no hace. Sin embargo, debe tener en cuenta el sentimiento propalestino de la población (más de 100 millones, con diferencia la más poblada de la región).

Gobernada por un régimen militar, que no ve con buenos ojos el islamismo político, tiene una situación económica bastante precaria, tal que la hace políticamente más débil de lo que -en otros aspectos- podría legítimamente aspirar.

 

En cuanto a su posicionamiento internacional, bordea entre Rusia y Estados Unidos, manteniendo buenas relaciones con ambos; intenta ejercer su influencia hacia el Cuerno de África (Sudán, Somalia, Etiopía…) y hacia el Magreb (este de Libia), donde a menudo se encuentra alineado con Moscú.

 

Su proximidad a la franja de Gaza es obviamente un factor de tensión continua y, aunque intenta mantenerse al margen del conflicto por todos los medios, sigue pagando las consecuencias; el bloqueo naval de Ansarulá en el golfo de Adén, de hecho, no sólo ha provocado la quiebra del puerto israelí de Eilat, sino que también ha perjudicado enormemente el tráfico a través del canal de Suez.

 

Al igual que Erdogan, Al Sisi se ve obligado a jugar un juego defensivo, en el que lucha por encontrar un papel significativo, y debe seguir volando bajo, a pesar de contar con un poderoso ejército [4], precisamente por las debilidades estructurales de Egipto.

 

Un elemento importante que condiciona la política egipcia, así como la saudí (y en general la de otros países de la región), es el difícil equilibrio entre los intereses inmediatos (el comercio con Israel, el temor a su fuerza militar) y los intereses a largo plazo.

 

Los países árabes, de hecho, son muy conscientes de que la ideología sionista -fundamento ineludible del Estado judío- conlleva ambiciones territoriales que incluyen gran parte de sus territorios nacionales.

Algo que, por otra parte, muchos políticos israelíes se encargan de reiterar periódicamente.

 

De hecho, los objetivos expansionistas de Israel no sólo afectan a los territorios palestinos de la franja de Gaza y Cisjordania, sino que se extienden por grandes franjas de territorios libaneses y sirios (en parte ya ocupados ilegalmente), así como por partes de Jordania, Irak, Arabia Saudí y Egipto (Sinaí).

 

Y los árabes saben que se trata de ambiciones que sólo esperan el momento oportuno para ponerse en marcha.

 

Por tanto, desde este punto de vista, en general a los árabes les interesa estratégicamente contener a Israel; tanto mejor si lo hacen (y a costa de) otros.

Idealmente, para los árabes, la situación óptima sería de hecho un statu quo que viera la creación de un equilibrio de poder entre Israel e Irán, que a su vez actuaría como contención mutua.

 

Los árabes, predominantemente suníes, no ven con buenos ojos el ascenso de Irán, chií y persa, como potencia hegemónica regional.

 

En este sentido (así como por las razones comerciales antes mencionadas), los países árabes preferirían una solución de dos Estados para la cuestión palestina, porque dejaría a Israel en pie y, al resolver la cuestión, quitaría a Irán y a las fuerzas radicales el principal argumento con el que hegemonizan a las masas árabes.

 

En cuanto al propio Irán, finalmente, nos encontramos ante un país que, gracias a un liderazgo clarividente y bien cohesionado, no sólo ha conseguido resistir la presión estadounidense durante 45 años, sino que también ha sido capaz de aprovechar al máximo las ventajas derivadas de su posición estratégica, sorteando los inconvenientes, y consolidándose cada vez más como una potencia regional emergente y con grandes aspiraciones.

 

La posición geopolítica iraní no es, en muchos aspectos, ideal. A pesar de ser un país bastante grande, y con casi 90 millones de habitantes, cuenta con varias minorías étnicas en su interior, especialmente a lo largo de las fronteras – en particular, obviamente, los kurdos [5].

 

La población persa es, desde un punto de vista etnocultural, diferente de la de los países vecinos, que son predominantemente de habla árabe o túrquica. Y, aunque la religión predominante es la musulmana, común a toda la zona, aquí prevalece la corriente chií, que suele ser minoritaria en el mundo islámico.

A pesar de estas desventajas, Irán ha sabido encontrar su propia posición estratégica regional y mundial.

 

En el contexto regional, especialmente mediante la creación del Eje de la Resistencia y el pleno apoyo a las aspiraciones palestinas, no sólo ha asumido el pleno liderazgo de las comunidades chiíes -Irak, Líbano, Yemen- sino también de algunas de las suníes y cristianas -Palestina- o alauíes -Siria-.

En el plano internacional, ha desarrollado excelentes relaciones con Rusia y China, situándose en una posición central respecto a los proyectos de grandes rutas comerciales euroasiáticas.

Esta posición, sobre todo después de que la Federación Rusa, tras el conflicto de Ucrania, rompiera los lazos con Occidente y se volviera hacia Oriente, representa naturalmente una gran perspectiva de crecimiento para el país, sometido a sanciones estadounidenses desde hace cuarenta años.

 

De gran importancia, como se ha mencionado, fue también la asunción del papel de líder de la Resistencia, primero a través de la importante intervención militar en Siria, y después con el fortalecimiento y la coordinación de todas las fuerzas, en Líbano, Irak, Yemen y Palestina.

La creación del Eje de la Resistencia debe verse en su perspectiva estratégica, que no es meramente pro-palestina, sino que tiene un alcance más amplio. De hecho, desde el punto de vista de Teherán, el Estado de Israel representa no sólo un obstáculo para el nacimiento de una nación palestina, sino un peón fundamental en el diseño hegemónico de Estados Unidos en la región, así como -con sus ambiciones territoriales- una amenaza constante para la estabilidad de Oriente Próximo.

 

El objetivo estratégico y geopolítico iraní, por lo tanto, es la liberación de esta zona fundamental de la presencia de Estados Unidos, y para lograr este objetivo es necesaria la destrucción del Estado judío como prioridad.

Lo cual, es importante subrayarlo, no tiene nada que ver con ninguna forma de antisemitismo (suponiendo que el término tenga un significado); dentro de Irán, de hecho, existe una comunidad judía que vive pacíficamente y que, de hecho, está ampliamente integrada en el sistema político y social del país.

 

El problema no es la expulsión de los judíos de Oriente Próximo, sino la eliminación del Estado colonial creado por ellos para defender los intereses europeos primero y estadounidenses después.

 

Aparte de estos actores principales, la cuestión del conflicto palestino concierne e implica a un número de países mucho mayor que las zonas inmediatamente adyacentes a las zonas de combate.

 

Las zonas más próximas a las zonas calientes son, en primer lugar, Siria y Jordania.

 

La primera es sin duda la más amenazada por el conflicto, tanto porque ya está extremadamente debilitada por los largos años de guerra contra los rebeldes financiados por Estados Unidos, Turquía, Arabia Saudí e Israel, como porque su territorio sigue parcialmente ocupado.

 

Al norte, por las milicias turcomanas apoyadas por Ankara, al sur por las SDF, por el ISIS (residual, pero aún presente en algunas zonas desérticas), así como por las bases militares ilegales de Estados Unidos.

 

En la actualidad, Damasco depende sustancialmente del apoyo militar ruso e iraní, y sigue sufriendo económicamente el robo sistemático de su petróleo (los yacimientos se encuentran en las zonas controladas por Estados Unidos, que protege los convoyes que lo exportan fraudulentamente al Kurdistán iraquí).

En efecto, Siria es el vientre blando de la llamada media luna chiíta (Irán-Siria-Líbano), y también corre el riesgo, como veremos en la segunda parte, de una invasión militar israelí.

Jordania, por su parte, está situada en la frontera de una zona caliente, pero (todavía) no muy caliente, a saber, Cisjordania, o el territorio situado al oeste del río Jordán. Jordania está gobernada por la monarquía hachemita, estrechamente vinculada a Gran Bretaña, pero cuenta con una población en parte beduina y en parte de origen palestino.

 

Siempre firmemente alineada con los intereses occidentales e israelíes, está potencialmente sujeta a convertirse en la base de retaguardia de una posible guerrilla palestina en Cisjordania, y en cualquier caso en riesgo de inestabilidad. Incluso Ammán, más recientemente, está intentando suavizar su alineamiento proisraelí, precisamente por temor a que el Eje de la Resistencia aproveche el descontento popular para crear allí sus propias células.

 

Un poco más lejos geográficamente, pero más cerca políticamente, Irak está sustancialmente cerca de Irán, en virtud de una mayoría de la población de confesión chií.

 

Aunque el gobierno intente mantener una posición más moderada, en el país hay una fuerte presencia de organizaciones político-militares que forman parte del Eje de la Resistencia, y que están comprometidas en una guerra de muy baja intensidad contra las bases estadounidenses en el país (que deberían desmantelarse definitivamente en 2026) y contra Israel.

 

La posición política y geográfica del país lo convierte en la primera base logística de retaguardia del frente antiisraelí, especialmente del libanés, pero la presencia de fuerzas estadounidenses -y los equilibrios internos con la fuerte minoría suní- no dan gran estabilidad a Bagdad, que por muy alineada que esté, necesitaría sin duda un largo periodo de paz para estabilizarse definitivamente.

Yendo más hacia el este, encontramos una serie de países más pequeños, todos más o menos prooccidentales y vinculados a Arabia Saudí: Kuwait, Bahrein, Qatar, los Emiratos Árabes Unidos (EAU), Omán, además de Yemen.

Todos estos Estados, que viven del petróleo y dominan el Golfo Pérsico, tienen obviamente interés en mantener los canales abiertos para su tráfico comercial, lo que significa esencialmente impedir que el conflicto se extienda a Irán, que en ese caso bloquearía el Estrecho de Ormuz. Todos ellos son muy pequeños, en su mayoría desérticos, ricos en petrodólares, pero incapaces de ejercer un verdadero poder propio.

 

Adyacentes a Arabia Saudí -de la que son, incluso geográficamente, poco más que vástagos- caen en su órbita política. Son predominantemente suníes, aunque en Bahrein existe una importante minoría chií. Muchos de estos países albergan bases militares estadounidenses y británicas.

 

Una excepción obvia es Yemen, una nación chiíta, estrechamente vinculada a Irán (gracias a lo cual pudo ganar la guerra con Arabia Saudí) y parte del Eje de la Resistencia, en el que es muy activa, tanto por el bloqueo naval selectivo en el Golfo de Adén como por los ataques con misiles a Israel [6].

Al oeste del Mar Rojo se encuentran Sudán, Eritrea, Etiopía, Yibuti y Somalia. Estos países, en su mayoría ya aquejados de enormes problemas internos (guerra civil en Sudán, separatismo en Etiopía, caos y señores de la guerra en Somalia…) sólo se ven afectados por el conflicto de forma refleja, pero también corren peligro. En Yibuti, por ejemplo, hay importantes bases americanas e inglesas, que podrían convertirse en objetivos, en caso de expansión del conflicto. Y en Somalilandia (una región autónoma somalí en el norte del país) Israel está considerando la posibilidad de instalar una base militar para contrarrestar al Yemen chií, que se encuentra justo al otro lado del golfo de Adén.

 

Por último, tenemos la anomalía israelí. Una anomalía porque, para empezar, se trata de un organismo extranjero.

 

El Estado de Israel, en efecto, no sólo es una creación colonial de Gran Bretaña, sino que fue fundado por colonos europeos, traídos aquí por el miedo al antisemitismo europeo [7] y por la ilusión mesiánica de un derecho a esas tierras, derivado de una presunta asignación de las mismas por el propio Dios.

Esta extranjeridad, que podría haberse evitado si la fundación del Estado se hubiera basado en la identidad semítica común de las poblaciones, independientemente de sus creencias religiosas, y por tanto en la igualdad de dignidad, se ha acentuado en cambio violentamente desde el principio.

El fundamento de la ideología sionista, de hecho, no fue sólo negar esta identidad común, sino incluso establecer una jerarquía ontológica: los árabes palestinos no eran sólo una presencia incómoda de la que había que liberarse para ocupar sus tierras y apropiarse de sus bienes, sino que eran auténticos untermenschen, «animales humanos» (en expresión del ministro Gallant).

En esencia, los judíos europeos que huyeron del viejo continente porque se les consideraba una raza inferior, reprodujeron la misma actitud en cuanto llegaron a Palestina.

 

El Estado israelí, por tanto, desde su nacimiento (y no sólo desde su proclamación como Estado judío, en 2018) se ha caracterizado por ser un régimen de apartheid.

 

Esta es otra característica de los regímenes coloniales europeos. Consciente de su propia ajenidad, pero al mismo tiempo creyéndose investido por derecho divino de la posesión exclusiva de esos territorios, Israel se ha colocado desde el principio en una condición hostil hacia los países vecinos.

De hecho, ha teorizado literalmente la necesidad de imponer su presencia mediante el terror, hasta el punto de articular una doctrina militar específica.

 

Esta caracterización original se ha acentuado y subrayado aún más, en las décadas siguientes, cuando Israel, por un lado, se ha caracterizado cada vez más como un país occidental, en todo diferente del resto de Oriente Próximo, y por otro –colocándose como eje de la presencia imperialista estadounidense en la región- ha asumido el papel de gendarme de una potencia extranjera y hostil.

 

Este resumen del contexto geopolítico de Oriente Próximo debería ayudar a comprender la compleja dinámica que lo caracteriza y que, obviamente, no es sólo la militar que ensangrienta actualmente la zona. Para decirlo brevemente, no todo es blanco o negro, no hay un aquí y un allá tan claramente marcados y distinguibles. Cada actor, grande o pequeño, persigue sus propios intereses, que no siempre coinciden con los de los países amigos y/o aliados.

 

De ello se deduce que incluso las posiciones políticas pueden ser más o menos matizadas, a veces ambiguas, pero siempre potencialmente cambiantes, porque el equilibrio de poder es cambiante.

 

Habiendo dado este paso atrás, para tener una visión más amplia de la situación, incluso la lectura del mapa geográfico – al que siempre es bueno echar un vistazo, para comprender los aspectos espaciales (dimensiones, distancias, posiciones…) – debe enriquecerse.

 

Y sirve de introducción a la lectura de los mapas, es decir, al análisis de lo que ocurre en el campo de batalla, que examinaremos en la segunda parte.

 

Porque entonces, a su vez, los resultados de la guerra influirán de diversas maneras, y en diferentes momentos, en el equilibrio de poder en la región; y por lo tanto cambiarán su naturaleza geopolítica

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