Peña Gómez: mi historia (6 de 11)

Por Farid Kury

Al mediodía del 24 de abril de 1965 el país se encontraba en relativa calma. Nadie, nadie, era capaz de pensar que a esa hora estaba a punto de iniciarse un golpe de Estado contra el gobierno de facto encabezado por el doctor Donald Reid Cabral. Mucho menos se podía pensar que esa acción desembocaría en una guerra patria contra la intervención norteamericana.

Todo se inició cuando el jefe de Estado Mayor del Ejército Nacional, general Marcos Rivera Cuesta, convocó a su despacho en el campamento 16 de Agosto a cuatro oficiales acusados de conspiradores para destituirlos y apresarlos. Los mandos militares poseían abundantes informaciones de que oficiales disgustados conspiraban, pero desconocían la magnitud de la conspiración. Solo así podía explicarse que en ese momento el general Marcos Rivera estuviera acompañado sólo de una pequeña guardia personal.

El Triunvirato, además de ilegítimo, era represivo y corrupto. La represión se extendió a todos los que no aceptaban la consumación del golpe de Estado, y la corrupción en las propias Fuerzas Armadas era realmente escandalosa. No sólo se regresó a las cantinas militares iniciadas en el gobierno del Consejo de Estado, pero eliminadas en el de Juan Bosch, sino además, se formaron inclusive compañías comerciales, militares y policiales, dedicadas al comercio y al contrabando de mercancías, desde joyas hasta artículos de primera necesidad. Y esa corrupción, aunque le proporcionaba mucho dinero a la cúpula militar y política, iba, sin también, minando las precarias bases del gobierno. Aquello, sencillamente, era imposible de aguantar por mucho tiempo.

Pero no todos los militares habían sido golpistas ni todos eran corruptos. Claro que no. Antigolpistas y leales a la constitución los había habido bajo la dirección del coronel Rafael Tomás Fernández Domínguez, un oficial honorable, cuando la misma noche del Golpe trataron de organizar la resistencia, e incluso pretendieron un asalto al Palacio, que no se materializó por negativa del propio presidente depuesto. Y oficiales asqueados por la voraz corrupción del Triunvirato también los había. El coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó, para mencionar sólo uno, era de ellos.

La situación del Triunvirato era realmente insostenible. Las conspiraciones estaban a granel. Y así de caldeada estaba la situación cuando al mediodía de aquel 24 de abril, el general Marcos Rivera pensó que podía apresar a los conspiradores y acallarlos. Qué ingenuo era. Tan pronto entraron a su oficina los cuatro oficiales, dispuso sus arrestos. Pero allí estaba un capitán, Mario Peña Taveras, cuyo instinto le indicó que si dejaba apresar a esos oficiales, el movimiento conspirador llamado Enriquillo, que se iniciaría el lunes 26 sería un fracaso. Su instinto le decía que debía actuar con valentía y firmeza. Y actuó invirtiendo los papeles al detener al propio jefe del ejército, generándose una trifulca, en la cual murió uno de los ayudantes de Marcos Rivera.

Aquella acción de ese capitán del pueblo sería el detonante. A partir de ahí vendría la guerra civil y luego la guerra patria. A él le correspondió la honrosa tarea de iniciarlas. Ni el profesor Juan Bosch, ni el coronel Rafael Tomás Fernández Domínguez, ni el coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó, ni yo, nos imaginábamos que ese día se iniciaría la revolución. Todos trabajábamos en la organización y preparación de la conspiración, pero la acción del capitán Peña Taveras precipitó los acontecimientos, iniciándose con ella una de las páginas más hermosas y gloriosas de la historia dominicana.

II

A la hora de los acontecimientos en el campamento 16 de Agosto yo salía de mi casa, ubicada en la calle Paraguay 35, rumbo a Radio Comercial para producir el programa radial perredeísta convertido en la voz del pueblo: Tribuna Democrática. Era el programa que el pueblo escuchaba para enterarse de nuestros lineamientos. Mi voz en aquellos aciagos días fue la más difundida y escuchada. Hablaba casi a diario y sin miedo.

Ese día, antes de llegar a la emisora, supe que la conspiración había sido descubierta, pero ignoraba la acción del capitán Peña Taveras y lo que ella había desencadenado. Al llegar a la emisora se me informó que Peña Taveras quería comunicarse urgentemente conmigo. Cuando logró contactarme me informó de los hechos. Al principio dudé un poco de la versión, pero cuando por otra vía la confirmé tomé la decisión categórica de llamar al pueblo a tirarse a las calles en respaldo de los militares que en el campamento 16 de Agosto se jugaban la vida. Fue así como no vacilé ni un segundo en usar mi voz y los micrófonos de Radio Comercial para llamar al pueblo a lanzarse a las calles a respaldar la acción militar constitucionalista. Mi contacto con Peña Taveras y mi llamado al pueblo, vino a salvar la revolución. Mi voz viril, estruendosa y emotiva vibró por toda la capital y zonas aledañas, y el pueblo contagiado por ella se lanzó como fiera salvaje a luchar y a recuperar lo que se le había robado el 25 de septiembre.

Con mi llamado se iniciaba la revolución. Yo mismo no tenía idea clara de que se estaba iniciando una revolución, donde nuestro pueblo sería el actor principal, y donde gracias al arrojo y la valentía de miles de combatientes hijos del pueblo, la oligarquía criolla sería derrotada en horas. El pueblo esperaba ansiosamente ese momento. En todas las esquinas, calles y callejones habían hablado de que llegaría el momento de ajustar cuenta con los golpistas, y ahora ese momento, iniciado por militares honestos, y anunciado por mí con toda la pomposidad del mundo, había llegado. El pueblo estaba convocado y el pueblo ésta vez no podía ni debía fallar.

Y no, no falló. Se comportó a la altura de los acontecimientos, como lo demandaba la historia. A las calles el pueblo se lanzó desarmado, pero lleno de coraje y decisión. Querían combatir y morir por la libertad y el retorno de Juan Bosch y la constitucionalidad al poder. Hay momentos en que los pueblos asumen su papel sin temor a la muerte, y aquellos momentos eran de éstos.

La historia a cada cual le asigna un papel, su papel. Unos combaten con las armas, otros escriben, otros negocian y otros agitan. Yo, como muchos otros, no era un combatiente militar. Era un combatiente de la pluma, pero sobre todo, de la palabra. Era un combatiente de la agitación y de la propagación de las ideas incendiarias y contagiosas. En eso, pocos, mejor dicho, muy pocos, podían hacerlo con mi efectividad. Aunque muchos por mezquindad nunca han reconocido mi extraordinario aporte en aquella jornada histórica y patriótica, la la verdad verdad ha terminado por imponerse.

Es mucho lo que se ha hablado y escrito de aquellos acontecimientos. Nuestro pueblo escribió con sangre una página gloriosa de las luchas libertarias de América Latina. Cuando la oligarquía dominicana fue incapaz de sofocar nuestro movimiento solicitó la intervención militar norteamericana. Apenas el 28 los marines empezaron a desembarcar por el puerto de Haina y el 29 ya estaban en la ciudad. Pero el pueblo dominicano, dirigido por militares patriotas, al frente de los cuales ya estaba el coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó, y por los líderes del PRD y de la izquierda dominicana, estábamos dispuestos a darle la batalla al imperio. Era el inicio de la guerra patria.

La ciudad de Santo Domingo fue bombardeada y castigada por los aviones y tanques de los interventores. Pero el espíritu combativo del pueblo se mantuvo en alto. Cuando llegaron pensaban que en menos de 24 horas nos vencerían, luego extendieron el plazo a 48 horas, después a una semana, dos semanas, un mes, dos meses, sin ser posible doblegarnos. Al fin entendieron que debían buscar una salida negociada al conflicto. Nosotros no habíamos podido vencer, pero tampoco el imperio había podido vencernos. Heroicamente habíamos resistido al impero más grande, y ya por eso merecíamos el reconocimiento de todo el mundo, progresista o no.
Cuando llegó la hora de las negociaciones a mí me tocó la honrosa tarea de representar al PRD y en esa calidad pronuncié un extenso discurso para convencer a varios militares constitucionalistas y también a dirigentes de la izquierda de la necesidad de llegar a acuerdos con los yanquis para poner fin a la contienda bélica que había causado miles de muertos y heridos. Al fin se impuso la razón y tras intensas negociaciones se decidió escoger al doctor Héctor García Godoy para encabezar un gobierno provisional, que tendría como misión principal llamar a elecciones.

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