Rearme, recesión, deuda: la obra y el juego de la matanza

Fabio Vighi.

Imagen: La fionda

La única esperanza parece ser el surgimiento de un movimiento de resistencia y transición, quizás fundado en el repudio de la guerra, que pueda desarrollar una nueva conciencia de las contradicciones inmanejables que determinan las condiciones de vida bajo el capitalismo – y tratar de superarlas.


Para entender las razones de la teatralidad napolitana aireada en el Despacho Oval de la Casa Blanca el 28 de febrero, conviene fijarse en lo que ocurrió en Alemania sólo unas horas después: Friedrich Merz, canciller in pectore y antiguo ejecutivo de BlackRock, anunció un paquete de 900.000 millones, el doble del presupuesto federal anual, para defensa e infraestructuras (En un boletín del 24 de febrero, la propia BlackRock predijo que el voto alemán permitiría más gasto).

Pocos días después, Merz confirmó propuestas ‘radicales’ (la mayor revisión de la política monetaria desde la reunificación del país, con la reforma constitucional que la acompaña) destinadas a flexibilizar las normas sobre acumulación de deuda para permitir más gasto en defensa e impulsar la economía, desafiando la austeridad fiscal impuesta de forma más teutona a todos los países de la UE en los últimos 20 años, con especial referencia al ensañamiento sádico con Grecia.

Basta, pues, unir los puntos y tomar en serio la premisa de que todo lo que ocurre hoy, especialmente pero no solo en materia de geopolítica, debe ser reconducido al primum movens (motor primario) del capitalismo contemporáneo: la deuda.

Zelenski litiga con Trump frente a las cámaras («esto será perfecto para la televisión», se le escapa a Donald). Pasan unas pocas horas y el ex cabaretista regresa a Europa para lanzarse (siempre frente a las cámaras) en los brazos de la «coalición de los voluntariosos» (¡sic!): un grupo de gobernantes fúnebres para la ocasión, capitaneados por el británico Keir Starmer.

Mientras tanto, como un perro de Pavlov, estalla la indignación (muy mediática) de la Europa progresista contra la traición de la América iliberal, chapucera y populista de Trump y Vance.

Y, aprovechando el clamor general, en Alemania se aflojan los cordones fiscales y se engrasan las imprentas: ¡más deuda para nosotros y para todos! Como en los tiempos del Covid, no hay alternativas, porque el enemigo está a las puertas.

Mientras Berlín piensa en un estímulo de casi un billón de euros, en Bruselas Ursula von der Leyen se saca de la chistera el proyecto Rearm Europe.

En sintonía, pues, los cínicos funcionarios del capitalismo de crisis proponen eliminar las restricciones al gasto deficitario si este gasto se destina a defensa.

Rearmar Europa, anuncia von der Leyen, podría movilizar algo así como 840.000 millones de euros para nuestra seguridad, porque no se puede abandonar Ucrania en su hora más oscura (y qué más da si la guerra ya está perdida, con la masacre innecesaria de cientos de miles de ucranianos, y el acuerdo entre las partes en la recta final); y no se puede esperar a que Putin invada Portugal. (Ojo, esto no es ironía: es, por desgracia, el sinsentido con el que nos han bombardeado durante los últimos tres años.Dejando a un lado el asunto de Ucrania, sobre el que es inútil volver largo y tendido, bastaría una simple pregunta: ¿por qué querrían los rusos invadir Europa, si es cierto que ya tienen demasiada tierra y recursos que administrar?)

Llegados a este punto, si realmente quieren rearmarse, los europeos tendrán que reducir aún más sus gastos de bienestartransformándolos en gastos de guerra(como advierte incluso el Financial Timesl); y, por otro lado, comprar más armas a Estados Unidos.

Recordemos, para la crónica, que ya durante la administración Biden el monto de armas estadounidenses en la UE aumentó un 35%.

Se trata, en resumen, de dar una doble mano de pintura verde-militar a una economía europea con el agua al cuello, haciendo pagar el noble sacrificio a los de siempre, los pobres (ya que el dinero para el rearme se tomará del estado social: educación, infraestructuras, sanidad, pensiones, etc.).

Habrán notado la despreocupación con la que han pasado de un compromiso con la sostenibilidad medioambiental (inversiones ESG) a una retórica belicista sobre la modernización del complejo militar-industrial.

¿Construirán armas ecosostenibles? Evidentemente, lo verde es un significante ambiguo y fluido, perfectamente adaptable a las necesidades del mercado, bueno tanto para el medio ambiente como para las armas.

Dicho de otro modo, nos encontramos ante otra emergencia irresistible (la amenaza rusa), una coartada cuyo propósito inquebrantable es hacer que el mercado ponga precio a una bazuca de deuda común que dará garantías de refinanciación a toda la infraestructura especulativa chorreante de criticidad.

A no ser que queramos que Ursula y compañía nos sigan tomando el pelo. Porque la verdadera emergencia, puntualmente eliminada, es sólo una: el monstruo de dos cabezas llamado estanflación estructural.

Es este monstruo -no el fantasma de los cosacos de San Pedro- el que impulsa a los maestros titiriteros a jugar con fuego para generar, a partir de la nada económica, montañas de crédito que lluevan sobre un engranaje roto, pero mantenido vivo artificialmente por el “pulmón financiero” al que responden los titiriteros.

Se grita a las armas, se lanzan anatemas como si fueran confeti, y se hace, sustancialmente, para crear más deuda como un «reconstituyente saludable» para los Estados miembros debilitados, Alemania en primer lugar; tal vez en vista de la disolución de la eurozona.

Luego está Gran Bretaña, que, como es habitual, conspira en la penumbra. Dado que las finanzas británicas se encuentran en un estado particularmente lamentable, Londres también está desesperadamente buscando no solo un casus belli para inyectar deuda en su sector militar-industrial, sino también un colateral a través del cual garantizar la credibilidad de un nuevo ciclo crediticio.

Es probable que, sin los recursos de Ucrania –con la que firmó una asociación de 100 años el 16 de enero pasado (cuatro días antes de la inauguración de Donald Trump), que no es un acto caritativo sino la continuación de una inversión económica que tendría en su centro precisamente un acuerdo secreto  sobre tierras raras–, el recurso a las imprentas de dinero arriesgue provocar un brote inflacionario inmediato, potencialmente letal para la libra esterlina.

En lugar de reflexionar sobre las razones profundas del declive, la Europa de los tecnócratas juega así la carta delirante del desafío geopolítico vinculado al gasto deficitario.

La verdad es que Occidente ya no tiene ‘milagros económicos’ que gastar. Las tasas de crecimiento están estancadas desde hace tiempo, el empleo es precario, el dinero fiduciario está devaluado, la deuda es estructural y las burbujas financieras resultantes se ‘gestionan’ mediante el recurso surrealista al binomio guerra-deuda.

Estamos ante dispositivos de emergencia diseñados para administrar la aceleración implosiva desde arriba. En este sentido, la carrera armamentística apesta a último recurso, además de confirmar el carácter elitista y antidemocrático de los dirigentes europeos.

Además, se trata de una apuesta que podría desencadenar, si no da resultados, un asalto al euro de dimensiones epocales, una eventualidad que es cualquier cosa menos remota si tenemos en cuenta que, como hombre de BlackRock, Merz es fiel sobre todo a los lobbies del capital financiero transnacional.

Si los rendimientos de la deuda europea estallaran -como ocurrió con los bunds alemanes el miércoles 5 de marzo, pero sobre todo con los de algunos Estados miembros considerados de riesgo (como Italia)-, difícilmente se frenaría la deriva.

Y la movilización bélica ya no sería solo un volante propagandístico para prolongar la dependencia crediticia del sistema, sino un verdadero juego de matanza.

Por el momento, agitar el enésimo fantasma geopolítico para proteger la “verdadera democracia” con la deuda permite al régimen cleptocrático-financiero tomarse un respiro, desempolvando incluso eslóganes trasnochados y vergonzantes sobre la unidad del mundo de los justos amenazada por dictadores de incógnito.

No hace falta añadir, hegelianamente, que el mal es la propia mirada que ve el mal por todas partes a su alrededor.

Es muy probable que lleguemos a la barbarie sin haber entendido nada de ella: la decadencia de una civilización se ve sobre todo por su aversión a la introspección.

La inadecuación de los titiriteros en el poder no es una excepción, sino la expresión correcta de la fase histórica en la que el Homo economicus alcanza el punto de colapso por sobredosis de sí mismo.

Porque la implosión de las leyes objetivas del sistema que nos determinan -ante todo, la ruptura del contrato social entre trabajo y capital sobre el que se funda el orden liberal moderno- no puede sino generar campeones de cinismo institucional.

Y no hay nada más ideológico que confundir este efecto con la causa de nuestro mal. Si nos limitamos a horrorizarnos ante una clase político-gerencial psicópata, probablemente lo hacemos para no congelarnos con horror vacui ante el fracaso de toda una civilización.

En primer lugar, deberíamos tener un mínimo de memoria histórica. Para empezar, desde el cambio de paradigma de finales de los años ochenta, cuando la globalización decretó la victoria de un capitalismo basado en el modelo occidental de economía de mercado con una elevada composición financiera. Se nos dijo que entrábamos en la era de los dividendos de la paz y de la prosperidad mundial, que muchos creían que no acabaría nunca.

Pero esa pálida utopía duró la miseria de una década más o menos. A principios del milenio, de hecho, resurgió puntualmente todo lo que se había removido, es decir, la realidad de un ecosistema socioeconómico que había crecido sobre unos sólidos cimientos de violencia, saqueo y manipulación.

Sin embargo, el optimismo ideológico de los partidarios del “capitalismo para siempre”, tanto a la derecha como a la izquierda de las superestructuras políticas obsoletas, prefirió ignorar tanto las nuevas zonas de pobreza masiva producidas por el impulso hacia la globalización, como las guerras con las que el Occidente liderado por Estados Unidos reclamaba el papel de paladín del orden planetario.

La fase terminal de la civilización capitalista comenzó en realidad con el pomposo retorno del belicismo occidental(la “guerra contra el terror”), acompañado de convulsiones financieras cada vez más frecuentes (las punto.com en 2000, las subprime en 2007-08) que ahora se manipulan abiertamente (como ha demostrado el reciente golpe financiero global que ha pasado a la historia como una “pandemia”, para aquellos a los que todavía les sobra un céntimo de pensamiento crítico).

El modo de producción capitalista hace tiempo que se reveló como lo que siempre ha sido: un modo de destrucción.

Ahora nos enfrentamos a una gestión caótica de las fragilidades del sistema financiero del capitalismo senil, endeudado hasta el cuello porque es estructuralmente obsoleto, incapaz de crear lazos sociales mediante la extracción de valor del trabajo (como escribió Don DeLillo en Cosmópolis, “el dinero ha perdido su cualidad narrativa”).

Mientras tanto, el proyecto de globalización liderado por Estados Unidos ha fracasado. En la competición interplanetaria, Occidente pierde ahora en todos los frentes: económico, militar, político y diplomático.

La propia política exterior estadounidense, basada ahora en una retórica hostil al universalismo progresista, se deriva de la constatación de que los niveles de endeudamiento, ahora insostenibles, anulan cualquier pretensión de hegemonía global, que los últimos gobiernos estadounidenses aún intentaban perseguir cansinamente.

Con la elección de Trump (el efecto, no la causa, del cambio de rumbo), se decidió pasar del supuesto monopolio de la fuerza económica y militar, disfrazado de misión universalista, a la gestión de una crisis de deuda interna potencialmente devastadora.

Esto presupone abrazar el principio de realidad: aceptar la reducción de Estados Unidos dentro de una constelación multicéntrica en la que el rasgo común es el declive.

En Estados Unidos, la principal urgencia es reducir el rendimiento de los bonos del Tesoro (títulos de deuda pública) para que su cotización al alza vuelva a hacerlos atractivos.

Recordemos que, de aquí a finales de 2025, el Tío Sam tendrá que refinanciar la friolera de 9,2 billones de deuda a punto de vencer, emitida cuando el rendimiento de la deuda a 10 años era ligeramente superior al 2%, aproximadamente la mitad del actual.

Considerando la carga de deuda total de más de 36 billones, y en constante aumento, resulta evidente que, al otro lado del océano, la única prioridad real es encontrar la manera de reducir rápidamente los rendimientos para proporcionar al menos una apariencia de sostenibilidad a la deuda pública.

¿Y qué mejor manera de lograrlo que forzar la mano del banco central (Reserva Federal) alimentando el fantasma de un crack financiero acompañado de una violenta recesión?

Un fantasma que, de hecho, ya planea por todas partes. Una recesión en toda regla, creativamente justificada, puede resultar ser con mucho el mecanismo más eficaz para aliviar la carga de la deuda.

Europa, mientras tanto, no parece saber hacer otra cosa que ocultar su debilidad detrás de una grotesca y anacrónica carrera armamentista destinada a apoyar las burbujas de capital financiero.

Estos son los últimos actos de una larga temporada de mistificaciones, que comenzó con la huida hacia adelante de la financiarización neoliberal, que a finales del siglo pasado proporcionó efectivamente un estímulo al poder adquisitivo, especialmente en Estados Unidos y Europa, pero sin ningún valor subyacente real.

Ahora, la manta cada vez más corta del capitalismo financiero-especulativo nos pasa la factura.

Los acontecimientos geo/biopolíticos de los últimos años no tienen ningún potencial causal: son simplemente síntomas mórbidos de un colapso civilizatorio que afecta en primer lugar al Occidente hiperendeudado e improductivo.

Si, en cualquiera de sus formas, el resultado de las políticas de gestión de la crisis sólo puede seguir siendo la devaluación monetaria (ya sea inflacionista o deflacionista), quizás deberíamos partir precisamente de la derrota del fetiche-dinero para intentar por fin mirar más allá del moderno sistema productor de mercancías.

Todas las políticas reformistas tradicionales, incluidas las contorsiones de la izquierda, son cada vez más absurdas y socialmente represivas frente a la adicción a la deuda que desintegra las monedas.

La única esperanza parece ser el surgimiento de un movimiento de resistencia y transición, quizás fundado en el repudio de la guerra, que pueda desarrollar una nueva conciencia de las contradicciones inmanejables que determinan las condiciones de vida bajo el capitalismo – y tratar de superarlas.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.