¿Revolución en Francia?

¿Ha habido en Francia una nueva revolución? ¿Los herederos de Robespierre han tomado el poder y van a establecer un nuevo orden social y económico, que despoje a los bancos, derribe a la obscena clase dominante y pugne por establecer un sistema menos explotador, desigual y corrupto? No, nada de eso, ni cosa alguna que se le parezca. Ha ocurrido que una alianza contra natura de comunistas, socialdemócratas, liberales, verdes, ultracapitalistas y jugadores de fútbol archimillonarios pidieron votar contra el partido de extrema derecha de Le Pen y, como no podía ser de otra manera, lo lograron, de forma que los lepenistas no alcanzaron la mayoría absoluta necesaria para poder acceder al gobierno (que, no olvidemos, no es lo mismo que acceder al poder, que esos son otros misterios, los verdaderos, que nunca van a elecciones).

Por ese hecho, previsible, han lanzado en Francia y otros países atlantistas las campanas al vuelo, como si se tratara de la segunda derrota de Hitler. Tan babosas, simples y desideologizadas están hoy las sociedades europeas que una pendejada como estas elecciones legislativas son celebradas como si se hubiera dado una nueva revolución en Francia, pero ocurre que es todo lo contrario.

Empecemos aclarando una cuestión, que mi alter ego y yo creemos principal. No estamos en el siglo XX, ni vivimos en un mundo bipolar. Estamos en el siglo XXI, más exactamente, en casi la mitad de la segunda década del siglo XXI, de forma que las categorías políticas, económicas e ideológicas -válidas hace medio siglo-, hoy carecen de validez, contenido y sustancia. Intentar explicar los fenómenos del siglo XXI con las caducas categorías del siglo XX lleva a estas confusiones y a aplaudir como victoria izquierdosa el resultado de las elecciones legislativas francesas, en las que no estaba en juego el modelo neoliberal, sino otra cosa, que no se dice, pero que era núcleo de ese átomo: el partido de Le Pen era el único -repetimos, el único-, que se oponía a la política de la OTAN en Ucrania. Todos los demás -todos, desde la derruida izquierda a la derecha neoliberal-, eran y son atlantistas convencidos y fervorosos creyentes de ir a la guerra con Rusia.

Explicándolo de otra manera, el terror del establishment francés y atlantista a los lepenistas no era por su ideología derechista, sino porque habían prometido que, si llegaban al gobierno, prohibirían el envío de soldados franceses a Ucrania, impedirían el uso de armas francesas contra territorio ruso y reducirían la asistencia al régimen de Kiev. En resumen, que se iban a alinear con otros gobiernos opuestos a la guerra, como los derechistas gobiernos de Hungría y Eslovaquia. Ese era el nudo gordiano y lo que se jugaba.

El llamado Nuevo Frente Popular (remembranza del formado en los años 30 del pasado siglo), incluía en su programa lo siguiente:

«Hacer fracasar la guerra de agresión de Vladimir Putin y velar por que rinda cuentas de sus crímenes ante la justicia internacional: defender sin fisuras la soberanía y la libertad del pueblo ucraniano y la integridad de sus fronteras, entregando las armas necesarias, anulando su deuda externa, embargando los bienes de los oligarcas que contribuyen al esfuerzo bélico ruso en el marco permitido por el derecho internacional, enviando fuerzas de mantenimiento de la paz para asegurar las centrales nucleares, en un contexto internacional de tensión y guerra en el continente europeo, y trabajar por el retorno de la paz.»

Es decir, la guerra total contra Rusia, en términos que ni siquiera el Departamento de Defensa de EUU ha empleado (Biden sí, pero el señor presidente de EEUU ya no sabe dónde está parado, literalmente, y encajaría mejor de líder de la Liga Mundial de Zombis, de la que forman parte ya Macron y Scholtz).

¿Ganó la izquierda? No. Ganó por aplastamiento el establishment atlantista, que, por el momento, ha logrado alejar la amenaza de un gobierno francés a lo húngaro, lo que habría sido un descalabro para su política antirrusa.

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