Un artículo huésped

José Mármol

Leer ha sido siempre, desde mi óptica, un acto de generosidad consigo mismo y de insospechada libertad. Porque, con la lectura, mientras se conoce y se comprende al ser humano y a su entorno, se van descomponiendo y rearmando nuestro propio ser, sus maravillas y sus horrores, sus amores y sus delirios, su imaginación y su realidad, su mundo y su trasmundo.

Mis padres me enseñaron la virtud del acto de ser agradecido. Suelo expresar júbilo y gratitud a quienes me agradan con regalarme un libro. Ponen en mis manos, además de su cariño hacia mi persona, la posibilidad de adentrarme en universos alucinantes, en experiencias ajenas que hago mías.

En todas las épocas surgen autores de culto, que no es lo mismo que autores súper ventas. Pese a su juventud, la filóloga y escritora Irene Vallejo, nacida en Zaragoza, España, en 1979, forma ya parte de ese canon.

Tiene la ocupación y la virtud de recrear el pasado clásico con un estilo impecable, gracejo y una agudeza filosófica sin par. Con sus escritos, ya sean periodísticos, históricos o de ficción, campos difíciles de separar en su caso, nos hace que vivamos de forma amena la cultura del pasado.

De ahí, por ejemplo, su libro de artículos semanales en el Heraldo de Aragón titulado “Alguien habló de nosotros” (Contraseña, Zaragoza, 2021), que me lo regaló María Amalia León; su “Manifiesto por la lectura” (Siruela, Madrid, 2020), que me lo obsequió Lourdes Saleme; o bien, su ensayo “El infinito en un junco.

La invención de los libros en el mundo antiguo” (Siruela, Madrid, 2021), que adquirí en mis pesquisas librescas por aquí y por allá. Ha publicado otros libros, siempre en procura de divulgar el mundo clásico, como el primero de sus artículos periodísticos “El pasado que te espera” (2010) o la novela histórica “El silbido del arquero” (Contraseña, 2015), entre otros, incluyendo literatura infantil.

Alojo en este espacio, con agradecida empatía, un artículo suyo del volumen “Alguien habló de nosotros”, titulado “De buena tinta”:

Leer nos ayuda a hablar. Gracias a la lectura conquistamos habilidad verbal y abundancia. Así nuestras ideas, llevadas por un impulso fácil, se transforman más ligeras en palabras.

´Los libros hacen los labios´ escribió Quintiliano hace unos veinte siglos, con el aval de una larga trayectoria.

Trabajó durante veinte años en Roma como maestro de retórica, es decir, como experto en el uso de palabras certeras y poderosas. Su profesión le hizo comprender que en lo leído está el vocabulario de nuestras propias vidas, con el que se las contamos a los demás y nos las contamos a nosotros mismos.

En el día a día, todos somos a nuestra manera narradores que pretenden convencer y encantar, y para eso necesitamos los libros.

“El filósofo Séneca encontraba otras ventajas. Pensaba que amplían nuestro corto tránsito vital, porque quien lee añade a su vida la de todas las épocas, y de esa forma miles de años de conocimiento se funden con el suyo.

El tiempo de cada lector se alarga por la confluencia entre la realidad vivida y la imaginaria. Séneca veía en los libros, que se abren entre nosotros en toda su plenitud y no nos dejan marcharnos con las manos vacías, la puerta sin cerradura de una fabulosa cámara del tesoro.

A veces encontramos en una página, prodigiosamente transparentes, ideas y sentimientos que en nosotros eran confusos, y así la vida nos parece menos caótica.

A través de los libros entendemos los motivos propios y ajenos y estamos situados para descifrar el mundo. La lectura nos vuelve curiosos, pero no crédulos: también de este peligro nos libran los libros”.

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