El Botín

Pedro Conde Sturla

Un relato de
UNO DE ESOS DÍAS DE ABRIL

 

En la Fortaleza Ozama los constitucionalistas enfrentaron la esporádica resistencia de cascos blancos que no estaban dispuestos a rendirse y agotaron su última provisión de balas en el combate sólo porque temían que les iba a ir muy mal en manos de sus propios compañeros de armas y sobre todo en manos de los monstruosos comunistas, cosa que no fue así. No fue una masacre. No hubo venganzas ni atropellos. En media hora se habían entregado casi todos, unos setecientos, y los heridos habían sido llevados al Hospital Padre Billini.
El coronel Chestaro, en compañía de combatientes civiles y militares, condujo a los prisioneros al lugar más impensado y apropiado del mundo, el Instituto de Señoritas Salomé Ureña, fundado por la más avanzada discípula de Eugenio María de Hostos.
Me consta que, en general, los cascos blancos no fueron maltratados y durante los varios meses que estuvieron presos comían lo que comíamos nosotros, arroz con arenque casi siempre, y hasta se les permitía visita de familiares y amigos.
Sólo sufrían torturas sicológicas de cierta consideración cuando algunos compañeros del Frente Cultural (escritores, pintores, poetas y poetisas) iban a dictar charlas sobre el realismo socialista o a leer versos y relatos de su propia cosecha. Fue una suerte que esos odiosos episodios por lo regular tenían lugar un par de veces a la semana, pues de lo contrario el efecto hubiera sido devastador.
Durante la toma de la fortaleza, la gran masa de combatientes desarmados e inexpertos prestaba poca atención a los cascos blancos vencidos y capturados y se daban al saqueo puro y estúpido de armas que no sabían manejar y se mataban entre ellos, muchas veces, accionando fusiles y ametralladoras y granadas de mano cuyo mecanismo no entendían.
Algunos miembros del PSP, que habían estado al frente y a la retaguardia del combate, con una mínima instrucción, con mayor experiencia y conocimiento de causa e inteligencia, se aplicaron a la búsqueda selectiva de las mejores armas. El compañero Rabochi, (seudónimo de obrero o trabajador en ruso), con 17 años no cumplidos, bajito y cabezón (el mismo que muchos años después sería Rector de la UASD con el nombre de Porfirio García), se desempeñó valientemente en la refriega, y ganó fama, justificada fama en el combate y sobre todo en el saqueo.
Él y otros militantes del PSP, trajeron al comando de Buenventura Johnson en la Espaillat una cantidad impresionante de armas. Recuerdo una habitación enorme repleta de cajas que contenían granadas de mano, proyectiles, cintas de ametralladoras, varias ametralladoras pesadas, docenas de fusiles Máuser y metralletas Cristóbal, revólveres y pistolas semiautomáticas, cascos alemanes de la segunda guerra, máscaras antigás, morteros, obuses de mortero y unos insuperables fusiles Cetme y G3 de fabricación española. Había también una subametralladora belga, creo que de marca Hopsking, con la cual me obsesioné durante un tiempo y nunca logré poner a funcionar, a pesar de que acudí a los buenos oficios de los compañeros del comando haitiano, que eran buenos armeros.
Ese día, viernes 30 de abril, habíamos obtenido una gran victoria y teníamos armas para librar grandes batallas, pero el enemigo ya no era el mismo. El imperio había desembarcado en parte lo mejor de sus tropas y desembarcaría en breve al mejor de sus generales, Bruce Palmer, y parte de lo peor de su inmensa maquinaria de persuasión y destrucción.
De hecho, el implacable enemigo no nos permitiría disfrutar la breve fiesta de la victoria y ni siquiera del merecido reposo del guerrero. Por la emisora radial de las fuerzas intervencionistas se intensificó una campaña de amenazas y calumnias, y desde el aire los aviones y helicópteros lanzaban panfletos conminando a la rendición, al abandono de las armas y la sedición.
A Manolo González y González, el Gallego, lo denunciaban desde los primeros días como contrabandista, comunista y veterano de la guerra civil española, a pesar de que había dejado a España a los 12 años. La mayoría eran tildados de terroristas, que era sinónimo de comunistas, y de muchos otros se contaban historias del mismo corte propagandista.
Todo eso era normal dentro de la anormalidad de la situación, y en el comando Buenaventura a nadie le quitaba el sueño, pero de repente, durante la misma noche del 30 de abril, desde la emisora del imperio empezaron a dar nombres y apellidos de varios de los integrantes del comando y detalles de su ubicación, de las operaciones militares que se realizaban y de la cuantiosa cantidad de armamentos que habíamos almacenado.
De allí había que salir a la carrera si no queríamos ser víctimas de un ataque demoledor, y a la carrera salimos aquella noche llevando con nosotros una buena provisión de granadas, municiones y las armas ligeras.
En manos de los militares y de los compañeros del Catorce, que nos ayudaron en el desalojo, dejamos los morteros y las ametralladoras pesadas que, de cualquier manera, no sabíamos usar.
Éramos cuarenta gatos los de PSP y nos distribuimos sin problemas en algunos de los comandos de la resistencia donde teníamos cierta influencia. Yo fui a parar a San Lázaro, bajo las órdenes del Gallego y del legendario Justino José del Orbe, el querido viejo Justo, compañero de Mauricio Báez durante el más heroico período de lucha de la clase obrera contra la tiranía de Trujillo.

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