El odio no basta
Antonio Navalón
El pasado 8 de noviembre será un día que pasará a la historia de Estados Unidos, afortunadamente –si es que se consolida la tendencia de los resultados electorales intermedios–, como un punto de inflexión. Se trató de una campaña que, de manera soterrada y silente, ha ido destapando no sólo a los ganadores y perdedores los lugares de representación estadounidense, sino que ha sido una muestra de lo que pasaría si se termina de culminar la destrucción de la sociedad democrática. Si quienes terminan gobernando son conservadores, moderados, reformistas o fieles a las estructuras, el sistema no estará en peligro. Pero si, por el contrario, quien se acaba haciendo con el poder es radical y busca cambiar todo… el futuro de la democracia será incierto.
Si pese a todas las barbaridades hechas, Donald Trump vuelve a ser presidente de Estados Unidos, habrá mucho que analizar y poner en cuestión. Dos años después de haber sido reemplazado por Joe Biden y dos años antes de las nuevas elecciones presidenciales, la moneda aún está en el aire y aún queda un camino por recorrer. Sin embargo, lo ocurrido el pasado martes da una gran idea de qué es lo que puede llegar a suceder en 2024. Las pasadas elecciones intermedias en Estados Unidos demuestran que llevar las sociedades al punto de enfrentamiento máximo sólo puede traer consecuencias terribles. La polarización como sistema y el odio de combustible de evolución social siempre acaban mal.
Hemos llegado a un punto en el que ya no es sólo que las mentiras desplacen a la realidad, sino que –si se fijan bien– es más importante el estado de ánimo y el grito reiterado y mantenido –como sostenía Joseph Goebbels– de una mentira que el resultado real de una verdad. Hoy, aquí y ahora, en muchos sitios la elección no necesita ser hecha, basta con que el resultado, el mensaje del odio, la separación y el enfrentamiento sean repetidos de manera constante hasta que hagan innecesario el resultado electoral.
Lo que en estos momentos está en peligro es la democracia. Una cosa que todavía no se está analizando con cuidado es el costo indirecto que ha significado la campaña del robo de las elecciones de 2020, nunca probado ni siquiera mínimamente sostenido. Lo que sí está sostenido son las incitaciones hechas desde el Despacho Oval para reproducir mentiras y falsas denuncias de robo de elecciones para que hubiera todo un ejército destinado a prevenir o a no permitir que quedara abierta la posibilidad de decir que esta elección también fue un robo.
La democracia está enferma de populismo y tiene grandes cuestiones que resolver, entre ellas la respuesta sobre para qué sirven los demócratas y sobre hacia dónde se quiere llevar a los pueblos. El de Estados Unidos es un ejemplo que hay que estudiar con mucho cuidado porque, si –como espero– lo que pasó el pasado martes en territorio estadounidense significa un punto de inflexión, pues nunca es suficientemente caro el precio que hay que pagar para enderezar el rumbo de la historia. Pero, en caso de que no sea así, hay que darse cuenta de hacia dónde llevan las mentiras fundamentadas sobre las verdades que nadie tiene la exigencia suficiente para hacerlas cumplir. Un ejemplo de ello es la elección presidencial de 2020 entre Joe Biden y Donald Trump y el argumento de que estos comicios fueron una estafa y un robo. Hasta la fecha esto es algo que sigue sin demostrarse; lo único que sí hay son investigaciones en marcha que vinculan al expresidente Trump con la responsabilidad, directa o indirecta –eso ya lo determinarán los tribunales–, del motín que se ejecutó el 6 de enero de 2021 en el Capitolio.
El camino era ese. El resultado u objetivo de esta elección que acaba de llevarse a cabo era terminar de consumar o no lo que es el principio del mayor desajuste y brecha de entendimiento social de Estados Unidos desde la época de Abraham Lincoln. Es evidente que muchas cosas sustanciales e importantes han sido tocadas en estos años de frivolidad política, que ojalá sean los últimos de este tipo. El poder gobernar, declarar, acusar o ensartar a los enemigos sin necesidad de pruebas es el fin del Estado de derecho y de la separación de poderes. Estas acciones son la muestra y prueba de gobiernos basados en la bravata y en la descalificación apriorista de todo y traen como consecuencia un enfrentamiento social que, si no se trata a tiempo, sólo puede terminar mediante la expresión bélica.
¿Qué significa todo lo que está sucediendo desde el punto de vista de la práctica política? Primero, significa tener una imposibilidad de gobernar sobre la base de poder declarar cualquier cosa y no tenerlo que probar. Segundo, lo que es muy evidente es que, para poder proclamar la victoria, derrota o acusar el robo de unas elecciones, sencillamente habrá que, principalmente, trabajar en que los mecanismos que garantizan la pureza de los procesos electorales no desaparezcan. Y también habrá que trabajar para que, si se quiere ganar de verdad, no sólo por declaración, sino de manera sustancial, se tendrá que eliminar la posibilidad de la trampa como sistema de gobierno.
Al final, el control del Senado estadounidense estará predominado por un partido, aunque no sé muy bien si en el corto y mediano plazo este casi empate sea benéfico, sobre todo para el partido que está en el poder. Y es que en medio de todo el desprecio por la verdad que ha tenido esta elección, es necesario saber que los perdedores están desaprovechando y dejan ir de sus manos la posibilidad de poder gobernar a su modo y de eliminar a sus enemigos electorales, políticos y sociales sin tener que demostrar por qué lo están haciendo.
La Cámara de Representantes tendrá una predominación republicana. Esta mayoría supone más de lo que podría decir a simple vista, ya que podría ser, o no, una herramienta que utilice Donald Trump para aplanar su camino de regreso a la Casa Blanca. En cualquier caso, para los demás –supongamos que me refiero a un país como México– es fundamental saber que lo que vimos en estas elecciones intermedias es una prueba sobre hacia dónde conduce la mentira, el abuso y la no necesidad de probar lo que se dice como sistema de gobierno.
Venimos y estamos en medio de un enfrentamiento que ni es civilizado ni es político. Un enfrentamiento que, al final, lo que busca es consolidar el derecho que tienen los que se creen en posesión de la verdad de anular, influir, descalificar y modificar lo que Joseph Stalin decretó como la responsabilidad suprema. Stalin decía: “No importa cómo se vota ni quién vota, ni dónde ni a quién. Lo importante es quién cuenta los votos”. Esta es una buena y bella lección que hoy está vigente y presente en la cuna de la democracia. En el sitio que durante más de 100 años fue la máxima expresión de la democracia y el gran ejemplo a seguir, es decir, en Estados Unidos de América. Aprendamos de las lecciones cuando son positivas y evitemos repetir las negativas.
El final del Donald Trump comenzó cuando se comunicó que Joe Biden había ganado en Arizona. A partir de ahí, todos los enemigos reales, potenciales o ganados a pulso se pusieron a organizar –persona por persona– y a decir que no se había perpetrado un robo de las elecciones. Al parecer, los demócratas ya tienen control del Senado. Como demuestran los últimos 100 años de ordenamiento político estadounidense, quien tiene el control del Senado tiene un poder inmenso al momento de proponer, cambiar o actuar con, en contra o para el presidente en turno.
Los republicanos y su victoria en el Congreso tienen dos problemas. Primero, ha sido mucho más exiguo que lo que pretendían y, segundo, esta victoria lo que pone en evidencia es que ya comenzó la batalla final por arrinconar en la historia a Donald Trump. El gran ganador de esta elección es el miedo cerval a la guerra civil en la que estaban metidos y que lideraban Trump y Ron DeSantis. También esta elección fue una muestra para poder descubrir que se pueden justificar los caminos que llevan a la destrucción de los pueblos.
Con el Senado en manos de los demócratas y el Congreso en manos de los republicanos, los trumpistas comienza otra parte de la historia.
Inevitable –por la coincidencia histórica y política– voltear a mirar al pasado y ver lo que pasó en México. Tal vez esta manera de entender la política por parte de la 4T radica en tener 10 por ciento de eficacia y 90 por ciento de lealtad, lo cual es una barbaridad. Al igual que es inaceptable que se busque vulnerar y atacar a la máxima institución al servicio de la gente, como es el INE. Pero ayer los mexicanos ya alzaron la voz en medio de una manifestación multitudinaria y buscando establecer límites a las mentiras que se le dicen al pueblo y a los deseos incontrolables del gobernante en turno. La marcha de ayer es lo más significante que políticamente ha sucedido desde el primero de julio de 2018. Veremos qué pasa a partir de aquí.