Estados Unidos y el estado de malestar

Por Manolo Pichardo. Nina Likke es autora del li­bro homóni­mo a que ha­go referencia en el título -Estado de Males­tar-, una novela que aborda desde la sátira la realidad de una sociedad materialmen­te satisfecha -Noruega- pe­ro hundida en una situación de perturbación sicológi­ca colectiva desprendida de la rutina que crea el estado bienestar, aquel concepto antónimo creado en el calor del debate de las teorías eco­nómicas en la Inglaterra de los años 40 cuando los labo­ristas defendieron, partien­do de las ideas de Jhon Ke­ynes, que el Estado debía ir en auxilio de los ciudadanos para protegerlos de la vora­cidad del mercado, todo en el marco de sociedades capi­talistas de economías abier­tas, fundamentadas en las llamadas democracias re­presentativas que Occidente ha intentado imponer como modelo al resto de mundo, en muchos casos con méto­dos antidemocráticos que han incluido golpes de Esta­do, agresiones militares, ase­sinato de líderes desafectos y fraudes electorales.

El estado de malestar a que nos referiremos tiene una orientación diferente a la que describe Nina en su relato de ficción que, sin em­bargo, pudiera guardar rela­ción con la realidad, pues a decir de algunas investiga­ciones los países nórdicos no son tan felices como se suele pensar. Ahora bien, esos es­tudios revelan que la infelici­dad se expresa, por lo menos en países con carencias ma­teriales como la falta de em­pleo, en un drama asociado al desmonte del estado de bienestar, como ocurre, por ejemplo, en los Estados Uni­dos, como una deriva de la avaricia de las élites que con habilidad se incrustan en los estamentos del poder políti­co para impulsar directivas centradas en la defensa de sus intereses y en contra de las necesidades, expectativas y demandas colectivas con lo que se ha creado un estado de malestar que ha descom­puesto la cohesión social y amenaza con arrastrar hacia el caos político a los países donde la expresión de esta realidad es más acentuada.

Algunos políticos e inte­lectuales, incluso activis­tas sociales y entidades que agrupan a trabajadores atri­buyen el malestar más a la globalización que a las po­líticas internas desregula­doras que han desmontado las conquistas sociales. El presidente Dolnald Trump, es uno de los actores que se decantaron por atribuir la si­tuación a la forma en que se diseñó la apertura y Estados Unidos manejó las negocia­ciones; señala que su país no tuvo las habilidades que otros para sacar ventajas, lo que se tradujo en la desin­dustrialización que impactó de manera catastrófica en el mercado laboral. Este es un juicio que Joseph Stiglitz, en su libro “Capitalismo progre­sista”, desmonta aduciendo que todos los acuerdos sobre los que se construyó la aper­tura global favorecían de forma abierta a las grandes potencias, específicamente a EE.UU. y Europa.

Queda claro, a la luz de lo expresado por Stiglitz, que la globalización no ha sido la responsable de las fractu­ras sociales estadouniden­ses, pues la realidad se fra­guó en la implementación del modelo económico neo­liberal asumido desde la ad­ministración republicana de Reagan y continuada por las demás, sin importar el partido del Presidente. Con el desmonte de las políti­cas impulsadas por Franklin Delano Roosevelt y su New Deal, una versión del estado de bienestar que impulsó la economía y la orientó hacia una distribución del ingre­so más equitativa que ayu­dó a agrandar la clase media, curar las grandes desigual­dades y darle al país ocho lustros de crecimiento eco­nómico con cohesión social, se fue construyendo el esta­do de malestar que heredó el presidente Trump y que qui­so encarar profundizando las políticas “reaganianas” como si tratara de apagar un fuego alimentándolo con combustible: estimulando las orgías financieras especu­lativas nacidas en los 80.

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