Profesor, ¿dónde estás?

Virgilio López Azuán

Pensaba que llevaba un maestro por dentro, pero ese maestro también se ha fugado. Sin quererlo siento que poco a poco me convierto en otra persona, no aquella que imaginé.

Hoy tengo una extraña sensación: no sé si el profesor se ha alejado de mi o yo me he alejado del profesor. Lo primero es que no lo veo, su silueta espigada y sus ojos de padre bueno ya no están. Miro al rededor y solo hay un celaje, una huella descolorida a punto de ser completamente volada por el viento. Ya no escucho su voz, sus ecos repitiendo la ternura mañanera cuando todos entrábamos a la clase. Recuerdo una vez, cuando estaba en el nivel primario, a mamá le asaltó la mañana llena de rabia con mi papá, y se hizo tarde. Ya mi mamá me había fallado varias veces en eso de prepararme. Esa vez me hizo el desayuno, me puso el uniforme y me mandó a la escuela, volando. En la prisa se le olvidó peinarme: mi pelo estaba alborotado, la camisa arrugada y sin botones.

El profesor me regañó al verme porque estaba desaliñado y habló mal de mi mamá. Los compañeros de curso al verme así despeinado y con la camisa ajada se echaron a reír. Me senté en la butaca y casi no pude ponerle atención a la clase. Ahora, cuando más lo necesito, por eso de la pubertad,  solo veo al maestro escribir unas cuantas palabras en la pizarra. No escucho su voz, ni la de los alumnos. Me siento suspendido, como si estuviera flotando en una masa gelatinosa. De repente, Gabriel —el más travieso del curso— tocó mi cuerpo para provocarme. Miro hacia atrás y Gabriel no está cerca de mí, hacía morisqueta en la fila de la izquierda, solo fue una sensación. Los sonidos se despertaron en mi cerebro. Así pude escuchar al profesor. Hablaba en lenguas extrañas como si fuera un hombre del pasado. Lo vi voltearse y amenazar a Gabriel con mandarlo a su casa para que no moleste más.

 

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