Reabriendo una vieja herida
Por Pedro Cruz Pérez
La historia de la minería en Cotuí es una crónica de promesas incumplidas y daños irreversibles. Durante décadas, la explotación de oro en la mina de Pueblo Viejo ha sido presentada como una fuente de progreso económico para la provincia Sánchez Ramírez y para el país en general. Sin embargo, los beneficios económicos que el Estado y la empresa Barrick Gold aseguran traer contrastan con la realidad de los habitantes de la zona: contaminación ambiental, enfermedades, desplazamientos forzosos y una calidad de vida que se ha deteriorado en lugar de mejorar.
Barrick Gold, la multinacional canadiense que opera la mina, defiende la ampliación de sus operaciones con la construcción de un nuevo depósito de relaves, argumentando que esto garantizará una mayor rentabilidad y extensión de la vida útil del proyecto. Según la empresa y el gobierno, esta expansión permitirá generar más empleos y aumentar los ingresos por exportaciones, consolidando a República Dominicana como un actor clave en el mercado del oro.
Pero, ¿a qué costo? Desde hace años, los habitantes de Cotuí han denunciado el impacto devastador que la minería ha tenido en su entorno. Ríos envenenados por metales pesados, tierras agrícolas inutilizadas y un aumento alarmante en enfermedades respiratorias y dermatológicas en la comunidad son solo algunas de las consecuencias que han quedado fuera del discurso oficial.
Las promesas de desarrollo y bienestar se han convertido en una ironía dolorosa. La riqueza extraída de las entrañas de la tierra no se ha traducido en mejoras sustanciales en la calidad de vida de los lugareños. La provincia sigue sufriendo altos niveles de pobreza y marginación, mientras las utilidades de la minería fluyen hacia las cuentas de la empresa y un porcentaje al Estado que, en muchos casos, no se reinvierte en la comunidad afectada.
El nuevo depósito de relaves implica la reubicación de cientos de familias que, una vez más, deberán abandonar sus hogares y sus tierras sin garantías reales de compensación justa. La indignación de los campesinos es comprensible: ya han visto este guion antes.
El gobierno, que debería actuar como un ente regulador y protector de los derechos de sus ciudadanos, parece estar más comprometido con los intereses de la empresa minera que con los de su propio pueblo. En lugar de exigir mayores medidas de mitigación ambiental y mejores acuerdos de compensación, facilita la expansión del proyecto sin un proceso de consulta transparente ni un debate público sobre sus consecuencias a largo plazo.
Es evidente que la República Dominicana debe encontrar un balance entre el desarrollo económico y la protección de su medio ambiente y su gente. La minería, cuando se realiza con regulaciones estrictas y una distribución equitativa de beneficios, puede ser una fuente de progreso. Sin embargo, la experiencia de Cotuí nos dice que el modelo actual está lejos de ser sostenible.
Si las comunidades no ven mejoras tangibles en su bienestar, si los ríos continúan envenenados y si las tierras siguen perdiéndose, entonces es momento de replantear el rumbo. La minería en Cotuí no solo está extrayendo oro, también está arrebatándole a la gente su salud, su dignidad y su futuro. No podemos seguir abriendo heridas que nunca terminan de sanar.