Traidor

Michael E. Torres Corona

Las traiciones indignan, asquean, incluso pueden llegar a doler, pero la suerte de los traidores siempre es la misma: terminan condenados al desprecio universal.

Una amiga cuelga el enlace en el grupo, con evidente repugnancia. Clic, y puedo ver a un hombre joven que responde a una de esas entrevistas en las que el periodista tiene más respuestas que preguntas. Del entrevistado dicen que fue diplomático cubano, que «huyó» de la «cruel dictadura», que no desempeñó cargos de demasiada importancia… ¡pero como sabe el hombre! Habla y habla sin parar, apenas le dan pie para la décima, sobre antiguos compañeros, sobre el organismo en el que comenzó a trabajar y del que ahora guarda, al parecer la peor opinión; habla de supuestas interioridades, «secretos» de las relaciones internacionales en Cuba, y aprovecha para sumarse al coro de la histeria reaccionaria que recibe en Nueva York (o pretende recibir, porque son tan pocos que ni ruido hacen) al Presidente de la República de Cuba, Miguel Díaz-Canel.

Le envío el video a un amigo que lo conoce, y me cuenta varias verdades sobre ese hombre joven que hoy aborrece todo lo que fue. Un traidor no se gesta de manera espontánea: si revisamos su historia, su hoja de ruta, encontraremos el rastro de una persona llena de dobleces. En la crisálida de un traidor se amontonan las simulaciones, el oportunismo, el «sícómono», la teatralidad vergonzante. Cuando estalla su capullo, cuando abre las alas y se deja ver al mundo como lo que siempre fue, se sorprenden los que no lo acompañaron en el proceso, pero casi nunca los que lo llegaron a conocer, los que lo vieron de cerca.

Por supuesto, hay traiciones que sí sorprenden; hombres y mujeres que llegan a ser tan hábiles para la mentira, tan diestros para el engaño, que es muy difícil alcanzar a prever que algún día se alejarán de todo lo que decían defender. Esas traiciones duelen, porque no solo entrañan un golpe a la confianza: también nos hacen dudar de nuestra propia capacidad para enfrentar a ese tipo de ser humano; y en un mundo donde se premia la simulación, donde las tácticas más sucias suelen tener éxito, eso puede ser muy peligroso.

Mi amigo no habla desde el odio o desde el dolor: la traición del que ahora entrevista la «prensa libre» no lo sorprendió. Siempre supo que era un desvergonzado, que aprovechó toda oportunidad laboral para su propio beneficio. Y las mentiras… ¡cuántas mentiras dichas a la seria y objetiva «prensa libre»! Pero, ¿a ellos qué más les da? ¿Para qué triangular fuentes, corroborar la información, si ese muchacho dice justo lo que ellos quieren escuchar? ¿Espías en la delegación cubana? Miles, míster. ¿Corrupción? A toneladas, míster. ¿Cuba es una dictadura? Of course que sí, míster, oh, yes.

Las traiciones indignan, asquean, incluso –en contadas ocasiones– pueden llegar a doler, pero la suerte de los traidores siempre es la misma: terminan condenados al desprecio universal. A los que traicionó no podrá volver nunca, y a los que se vendió… pues esos le pagarán por su servicio, pero pronto lo olvidarán. Los traidores son artículos desechables, y desde los tiempos de la Roma imperial, se les retribuye en metálico o en dádivas, pero también con el más hondo desprecio. Nadie confía en un traidor, nadie valora ni respeta la deslealtad.

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