¿Por qué EEUU y Europa siguen controlando la “opinión pública” global? (+Clodovaldo)

Las estructuras de apoyo de un sistema hegemónico se resisten más a caer que el núcleo mismo. Por ello, la decadencia de un imperio (geopolítico, económico o lo que sea) puede ser larga e, incluso, desembocar en la restauración.

Vamos a ponerlo en el blanco y negro de la realidad para no perdernos en una abstracción:

1) La variante del sistema hegemónico que surgió tras el desenlace de la Guerra Fría (digamos, a partir de 1989, con el derrumbe del Muro de Berlín) había tenido a Estados Unidos y su fiel Europa a la cabeza, prácticamente sin contención alguna.

2) Ese sistema ha entrado en decadencia por el crecimiento de China como superpotencia económica, el renacer de Rusia en lo geoestratégico y el declive de EE.UU., Europa y Japón como grandes motores productivos del orbe.

3) La decadencia económica y militar no es acompañada aún por un fenómeno equivalente en el ámbito de lo que, a falta de un nombre más preciso, podríamos llamar «la opinión pública mundial», en el cual el sistema hegemónico sigue teniendo más poder que en el plano real.

¿Por qué pasa esto? Es una pregunta crucial.

Una respuesta relativamente fácil es que el sistema hegemónico ha recursos realmente cuantiosos en edificar esas estructuras de apoyo que ahora parecen estar evitando -o al menos retrasando- su colapso.

Y aquí hay que ser precisos. La maquinaria mediática es un componente fundamental de esas estructuras de apoyo (la superestructura, en jerga marxista), pero la cuestión va muchísimo más allá. Incluye el control del aparato diplomático global (y, por lo tanto, del Derecho Internacional); de enclaves religiosos; de la educación en general; de industrias conexas a la mediática, como el entretenimiento, la publicidad y el mercadeo; y de las plataformas tecnológicas a través de las cuales el mundo entero se comunica, tanto masiva como individualmente.

La hegemonía de todos esos componentes superestructurales ha implicado la globalización del modo de vida estadounidense, no solo en su tradicional área de influencia (Europa occidental, América Latina, Japón), sino también en las zonas del mundo que habían estado bajo la égida de la Unión Soviética o que habían logrado preservar sus peculiaridades nacionales, étnicas o civilizatorias (como China, otros países asiáticos y buena parte del mundo árabe).

En la adopción de esos estilos de vida ha ido, por añadidura, la ideología que preserva al sistema hegemónico.

Desglosemos un poco esos diferentes componentes del sistema de apoyo.

La diplomacia como ideología

El control del aparato diplomático global es, dicho en términos sencillos, el modo de gobierno mundial. El dominio de las organizaciones internacionales es la patente de corso del imperio norteamericano.

Si se guardaba alguna reserva al respecto, ya debe haber quedado borrada con la suspensión de Rusia del Consejo de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas, una decisión con la que el país más belicista de los últimos ciento y tantos años promueve el castigo a otro país por hacer la guerra.

El control del aparato diplomático se ejerce mediante normas de antigua data (el derecho a veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas es el ejemplo más notable) o a través del chantaje y la extorsión (métodos tradicionales de imposición de EE.UU. en la misma ONU, en la Organización de Estados Americanos y en cuanto organismo internacional exista).

Una de las expresiones más infamantes de este dominio es que EE.UU. impone a otros países la firma y el cumplimiento de tratados que esa superpotencia no suscribe y si lo hace, no los cumple.

El descubrimiento de unos 30 laboratorios estadounidenses de armas químicas y biológicas en territorio de Ucrania es una prueba evidente de esto, pues la producción de este tipo de armas ha sido proscrita y condenada por pactos internacionales que EE.UU. se ha negado a suscribir.

La hegemonía sobre el Derecho Internacional se hace evidente también en el creciente fenómeno de la aplicación extraterritorial de las leyes nacionales de EE.UU., las medidas coercitivas unilaterales a las que la élite gobernante del país imperial denomina «sanciones», para subrayar su arrogado papel de juez y policía del mundo.

La religión sigue siendo opio

El dominio de enclaves religiosos tiene varias expresiones. Una de ellas es producto de la alianza con iglesias tradicionales (católica y protestante, judía), cuyas cúpulas son ideológicamente afines con las élites políticas y económicas de EE.UU. y Europa.

Aterrizando de nuevo en la realidad actual, el mundo ha visto –con pasmo- al papa Francisco besando la bandera de los extremistas ucranianos que, sin ningún empacho, se identifican como pronazis.

Otra expresión del dominio de la superpotencia declinante en lo religioso es el rol destacado que han logrado las iglesias y sectas de nuevo cuño en amplios segmentos de la población decepcionada por los cultos convencionales. Mediante esa penetración, han llegado al poder factores de la ultraderecha más retrógrada en países como Brasil, que habían sido fundamentales en los movimientos contrahegemónicos de inicios de siglo.

Y hay un tercer elemento en este campo: la estrategia de miedo y demonización de otras religiones. A escala mundial, el blanco principal ha sido el islam, pero en Latinoamérica se ha reproducido la campaña ha apuntado hacia religiones autóctonas, de raíces indígenas o afro.

La maquinaria educativa

Nos preguntamos por qué la ciudadanía de esos y otros países sigue respaldando al bloque EE.UU.-UE, a sabiendas de que lleva a cabo invasiones y genocidios, derroca gobiernos que no le gustan y apoya otros impresentables. ¿Por qué la opinión pública mayoritaria, por ejemplo, no ha reaccionado con alarma e indignación respecto al tema de los laboratorios de armas biológicas, si el mundo apenas comienza a salir de la peor pandemia en un siglo?

Un argumento muy usado es el que señala que las mayorías en esos países (y en muchos otros que han estado bajo el dominio hegemónico) se encuentran en un alto grado de estupidización. Puede que sea cierto, pero, en todo caso, es una fórmula para culpabilizar a las víctimas, pues esa estupidización no es algo natural, sino uno de los productos más acabados de toda la superestructura de la que hemos venido hablando, en la que juega un papel básico la educación en todos sus niveles.

La industria del entretenimiento

Las industrias conexas a la mediática han sido fundamentales en el fenómeno que estudiamos acá. EE.UU. se ha involucrado en numerosos conflictos armados después de la Segunda Guerra Mundial y en todos ellos o bien ha salido derrotado (Vietnam, Afganistán) o ha actuado como maquinaria de destrucción, genocidio y saqueo (Yugoslavia, Irak, Libia, Siria, Somalia y muchos países más). Nada de qué enorgullecerse tiene la superpotencia en el plano militar.

Pero el relato cinematográfico de este tramo de la historia es completamente otro. En el mundo de la ficción, EE.UU. ha ido a esas guerras por razones justas, en defensa de los valores de la democracia y la libertad, y ¡las ha ganado todas!

No puede desestimarse la influencia distorsionadora de los mensajes de Hollywood, reforzados ahora por nuevos constructos de la industria del ocio, como Netflix y similares, en la conformación de la opinión pública.

Como botón de muestra habría que preguntarse cuál es el estereotipo del ruso en las películas y series estadounidenses, que tienen alcance planetario debido a su condición de imperio cultural. Pues son individuos malvados por naturaleza, fríos, despiadados, atrasados, asociados a grupos mafiosos y actividades oscuras y criminales.  Este patrón no solo se aplica a los filmes con temáticas referidas a la Guerra Fría, en los que resulta natural, si no en cualquier otro género.

[La industria cinematográfica gringa hace esto no solo con los rusos, sino también con los latinoamericanos, chinos, japoneses, árabes y africanos; lo hizo con sus propios indígenas durante décadas, para justificar el etnocidio que se practicó desde la génesis del país; y lo hace con respecto a su población negra. Pero ese es un tema lateral].

El mensaje onmipresente

La publicidad y el mercadeo, piezas clave para la hegemonía capitalista estadounidense-europea, juega un rol fundamental en la globalización del modo de vida de la clase media y las clases altas de EE.UU. y Europa, pues refuerzan, con un mensaje omnipresente, la idea central de que tales son los paradigmas que todos deben seguir en la ruta del progreso y la civilización.

No es casual que tras la desintegración de la Unión Soviética se haya presentado como un gran avance el que las cadenas de comida chatarra hayan empezado a formar parte del paisaje de Moscú y otras grandes ciudades rusas y de Europa oriental.

Tampoco es casual que en las actuales circunstancias se hable de la salida de esas cuestionables marcas del mercado ruso como una expresión de «retroceso» del país eslavo.

Las plataformas 2.0

En tiempos como los actuales, tras las grandes mutaciones comunicacionales que han traído consigo internet y las redes sociales, el control de estas plataformas es uno de los baluartes de la hegemonía estadounidense-europea para desacelerar su decadencia.

Por ello hemos visto como las grandes corporaciones del mundo digital se agavillan contra Rusia y contra cualquiera que pretenda emitir un mensaje disidente del consenso impuesto por Washington.

Ha quedado claro que, para vencer definitivamente la hegemonía del mundo emergido de la Guerra Fría, será necesario completar la victoria económica, marcar los límites muy claros en el plano militar y también contar con estructuras de apoyo propias, pues de lo contrario, la agonía del modelo unipolar podría prolongarse indefinidamente y hasta podría desembocar en una nueva y peor etapa de hegemonía.

Reflexión mediática

El tutelaje mediático de EE.UU. sobre la vieja Europa. Si vergonzosos son la sumisión, la obsecuencia, el servilismo de la vieja Europa ante EE.UU. en lo geopolítico, lo económico y lo militar, no menos penoso es el tutelaje que ejercen los medios norteamericanos sobre la prensa europea.

Un ejemplo en directo: los grandes periódicos españoles, que pretenden ser globales, tuvieron acceso a materiales fotográficos y de video, así como a testimonios de víctimas y testigos, según los cuales lo ocurrido en la localidad ucraniana de Bucha fue obra de los grupos militares y paramilitares leales a Kiev, y no de las fuerzas rusas. Sin embargo, no le dieron crédito ni publicaron nada hasta que el diario estadounidense The New York Times lo hizo.

Una vez que apareció un reportaje en el periódico neoyorquino, los españoles se animaron también a hacerlo.

Esto no es un evento aislado, sino un patrón de conducta. Por acá lo hemos vivido en carne propia. En 2019, casi toda la prensa española se sumó a la matriz según la cual el presidente venezolano Nicolás Maduro había ordenado la quema de los camiones en los que se pretendía ingresar ayuda humanitaria al país, desde Cúcuta.

El diario El País, de Madrid, le dedicó varias páginas al hecho, incluyendo un severo editorial en el que calificaba a Maduro de criminal de lesa humanidad por haber ordenado algo tan perverso.

No se le otorgó ni el mínimo espacio a las versiones alternativas, a pesar de que estas comenzaron a circular el mismo día de los acontecimientos. De acuerdo a esas versiones, el incendio de los transportes había sido causado por bombas molotovs arrojadas desde el lado colombiano por manifestantes violentos identificados con la oposición venezolana.

Un mes después de los hechos y cuando ya el mundo entero había dado por cierta la versión del mainstream, uno de sus principales íconos, el mismo The New York Times, mostró un trabajo de investigación que le daba la razón a la versión alternativa.  A regañadientes, otros diarios de España, América Latina y medios locales opositores replicaron al NYT.

En ese caso, a El País fue necesario llevarlo a empujones. Varias quejas se presentaron ante el Defensor del lector y este, tomando entre otras «pruebas», el trabajo del diario estadounidense, dictaminó que había sido precipitado y reñido con los lineamientos éticos y de estilo el condenar de entrada al gobierno venezolano.

Por cierto, la dirección de ese diario nunca retiró lo dicho acerca del presidente Maduro (al que estigmatizó, reitero, como criminal de lesa humanidad). No pidió perdón por irse de bruces en su editorial que, como lo establecen los usos y costumbres de la industria, implica la opinión oficial del diario, es decir, de sus dueños y directivos. Cosas que pasan.

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)

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